Akiyuki Nosaka

"Mi madre siguió mis indicaciones e hizo una ofrenda de galletas y cigarrillos ante la fotografía de mi padre en un rincón del refugio; una vez hube saboreado el racionamiento especial americano, me pregunté qué pensaría mi padre, si su alma estuviera presente en el altar, sobre aquella historia grotesca de ofrecerle unos víveres que habíamos sisado a los diablos anglosajones que le habían dado muerte.
Y esto, ¿qué debe ser?, me dije en cuanto me hube serenado; aquellos hilillos negros debían de cocerse, pero ni oliéndolos ni lamiéndolos podía adivinarse de qué se trataba, «¡Voy a preguntar!», sólo tenía una obsesión: ¡comer!, salí corriendo a consultar a la mujer de la tintorería que vivía allí cerca. También en su casa se preguntaban lo mismo, «De todas formas, seguro que tienen que escaldarse. Se parecen mucho a las algas hijiki») ¡ah, claro!, cierto, yo había comido antes arroz acompañado de hijiki y aburaage y decían que estas algas eran muy apreciadas por los comerciantes de Osaka. Inmediatamente prendí fuego en el hornillo de barro roto, recompuesto con alambre, puse encima una olla que habíamos podido rescatar del fuego y eché las algas en el agua hirviendo: el agua se tiñó en un santiamén de un color marrón-rojizo, «¿Las hijiki siempre hacen eso?», pregunté a mi madre que se acercó arrastrando su pierna enferma, «Está saliendo el amargor. Parece que el de las algas de América es muy fuerte», vertí el agua con cuidado y la cambié, pero aquel tinte marronoso no desaparecía; a la cuarta vez, el color del agua empezó a aclararse, de modo que las sazoné con sal gema y, una vez se hubo formado una pasta espesa, las probé: estaban tan duras que apenas se les podía hincar el diente y tenían muy mal sabor; hablando de alimentos infectos, algo tan desagradable como el Kaihómen con udon negro era delicioso en comparación, aunque me esforzara en masticarlas, se me adherían al paladar y apenas podía tragarlas, «¿Qué pasa? ¿No están buenas? Quizá las hayas cocido demasiado», mi madre y mi hermana también quisieron probarlas y, al hacerlo, en su cara se dibujó una mueca extraña, «¡Vaya! ¡También en América comen porquerías!», murmuró mi madre; con todo, no quisimos tirarlas y, como pensamos que al estar hervidas no se estropearían, las dejamos en la olla y masticamos un chicle para quitarnos el mal sabor de boca; aquellas hijiki americanas, nadie supo cómo cocinarlas. Tres días después, cuando el presidente de la asociación de vecinos, que se informó a través de unos soldados, nos explicó: «Se llama black tea y son las hojas de un té rojo que toman los americanos», ya no quedaba ni una hoja por ninguna parte."

Akiyuki Nosaka
Las algas americanas



"Su madre padecía del corazón desde el nacimiento de Setsuko; por las noches, cada vez que tenía una crisis, pedía a Seita que le refrescara el pecho con agua fría y cuando el dolor era muy agudo, él la ayudaba a incorporarse y la recostaba sobre una pila de cojines amontonados a su espalda; su seno derecho, incluso a través del camisón, se veía vibrar violentamente al compás de los latidos; su tratamiento, a base de medicina china, consistía en unos polvos rojos que tomaba mañana y noche; sus muñecas eran tan delgadas que se podían dar dos vueltas con una mano. Como no podía correr, Seita cuidó de que ella los precediera en ir al refugio antiaéreo, pero más tarde, aún sabiendo que si el refugio quedaba rodeado por las llamas podía convertirse en su tumba, Seita había huido a toda prisa, olvidando la seguridad de su madre, sólo porque el fuego interceptaba el camino más corto que conducía hasta allí y ahora se culpaba a sí mismo por ello, aunque, ¿qué habría podido hacer, en realidad, de haber estado con ella? por otra parte, su madre le había dicho bromeando: «Tú huye con Setsuko, yo ya me las apañaré sola. Si os pasara algo a vosotros, ¿qué excusa le daría a papá? ¿Me has entendido bien?»
En la carretera nacional, dos camiones de la armada corrían hacia el oeste, un hombre del cuerpo civil de defensa antiaérea montado en una bicicleta gritaba algo por el megáfono, un niño de la edad de Seita le decía a un amigo: «Nos han caído dos bombas justo encima. Nosotros queríamos arrojarlas afuera envolviéndolas con una estera de paja, pero, no veas, soltaban aceite por todas partes...» «¡ A los habitantes de Uenishi, Kaminaka y Ichirizu-ka: agrúpense en la Escuela Popular de Mikage!»; habían nombrado su barrio y Seita pensó al instante en la posibilidad de que su madre se hubiera refugiado en la escuela; cuando se dispuso a bajar la pendiente del dique, volvían a oírse explosiones, el fuego seguía llameando entre los escombros y, si no tenían una anchura considerable, el aire ardiente que inundaba las calles impedía avanzar por ellas, «Quedémonos un poco más aquí», le dijo a Setsuko quien, como si hubiera estado aguardando a que le dirigiera la palabra: «¡Seita, pipí!», «¡Vamos! ¡Abajo!», la depositó en el suelo, la levantó cogiéndola por los muslos y la sostuvo en vilo con las piernas abiertas: el chorro de orina brotó con una fuerza inesperada; después la enjugó con una toallita, «Ya puedes quitarte la caperuza» y, al ver que tenía la cara ennegrecida de hollín, humedeció el otro extremo de la toalla con agua de la cantimplora: «Este lado está limpio, ya lo ves», y le lavó la cara, «Me duelen los ojos», debido al humo los tenía inyectados en sangre, «Te los lavarán cuando lleguemos a la escuela», «¿Y a mamá, qué le ha pasado?», «Está en la escuela», «¿Por qué no vamos allí, entonces?», «Aunque queramos, no podemos pasar todavía. Todo está ardiendo», Setsuko se echó a llorar diciendo que quería ir a la escuela; su llanto no era el de una niña mimada y ni siquiera se debía al dolor, más bien parecía el lamento de una persona adulta."

Akiyuki Nosaka
La tumba de las luciérnagas










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