Alejandro Núñez Alonso

"A los tres días de estancia en Jerusalén, Gelmas se despidió de Amasías, dejándole quinientos soldados para su seguridad personal y llevándose de auxiliares mil doscientos arqueros y trescientas lanzas de a caballo. Gelmas siguió su marcha. A la media jornada de entrar en tierras de Sinaí, en la región de Edom, se topó antes de lo que esperaba con Egipto. Se topó con un río que era como una arruga profunda en la arena sarnosa del desierto. Pero, dado que al otro lado, a un tiro de honda, se levantaban las insignias y parapetos egipcios creyó haber llegado a la margen derecha del Nilo. Uno de sus oficiales, Dirkormas, que había estudiado para sacerdote en Borsippa y que antes de entregarse a Nabu prefirió seguir la carrera de las armas, le dijo a Gelmas que aquel sucio río no podía ser el Nilo. El general dedujo entonces que el aparato militar que tenía enfrente eran fortificaciones del enemigo. Gelmas estuvo a punto de considerar esto como una deslealtad por parte de los egipcios, pero no queriendo comprometerse en una operación cuyo alcance y consecuencias desconocía, resolvió aguardar a que llegara Semíramis con el grueso del ejército. Dio órdenes de acampar y de que se levantaran las insignias asirias.
Cuando los vigías egipcios vieron las divisas de Asur prorrumpieron en vítores al faraón Shashank. Un oficial subido a lo más alto del terraplén del río les gritó en arameo :
-Mi general ordena hagáis saber a vuestro jefe que si sois bandoleros desalojéis el río inmediatamente, y si asirios, como lo indican las insignias, que invoquéis a vuestros dioses, pues mi señor no tendrá tiempo de haceros honras fúnebres.
Gelmas al oír al egipcio soltó la risa. Luego ordenó a los suyos que establecieran una línea de vigilancia y que los judaítas e israelitas que traía de leva se pusieran a levantar las fortificaciones. Dadas las órdenes, recorrió a caballo el tramo del curso del río que en la orilla opuesta se hallaba ocupado por las posiciones egipcias. Las líneas del faraón eran bastante extensas y no comprendió por qué sus estrategas habían escogido aquel sucio río para hacerles frente. Después de esta inspección se dedicó a explorar el terreno. Subió a una colina cercana desde la cual podía divisar el campo egipcio. Según ascendía, volviendo de vez en cuando la cabeza para mirar al campo enemigo, aumentaba su sorpresa aunque no su temor: las tiendas de campaña, las barracas, los corralillos de ganado, los carromatos se extendían en todo el espacio que abarcaba su vista.
Antes de alcanzar la cima vio el campamento real. Se quedó maravillado. Nunca había contemplado cosa igual: las tiendas de campaña construidas con lienzos de distinto color presentaban un aspecto fantástico. Relucían metales y se adivinaban en las columnillas de humo que ascendían en la quietud de la tarde, exquisitos perfumes. Hasta tuvo la impresión de que a sus oídos llegaba muy apagado el rumor de música y canto.
Otro que no fuera Gelmas se hubiera sentido disminuido, intimidado por tanta riqueza y tanta fuerza militar. A simple vista podía calcular que aquel gigantesco campamento albergaba más de cien mil hombres. Sin duda, Shashank y Pedubast, siempre recelosos entre sí, habían hecho las paces, y hasta cabía pensar que los sacerdotes de Tebas les hubiesen auxiliado con fuerzas."

Alejandro Núñez Alonso
Estrella solitaria




"El estado de guerra lo extendió a la ciudad de Faleza. La acordonó con brigadas móviles de agentes, con el fin de apresar cualquier individuo que trajese información de Garama o que tratase de sacarla de Faleza. Se requisaron almacenes de víveres y vestimenta. Y salieron al desierto brigadas de sus mejores hombres pregonando el reclutamiento bajo estas condiciones: quinientos sestercios por campaña no mayor de seis meses; mil quinientos a jinete que aportase dromedarios; y derecho al servicio en las banderas para aquellos que, concluida la campaña, no quisieran acogerse al licenciamiento.
La población de Faleza dio en los dos primeros días de pregón mil cuatrocientos reclutas de pie y sesenta y cinco con dromedario.
Las carpinterías trabajaron intensamente para hacer las varas de las lanzas. Toda la población conoció una época de prosperidad con las actividades de la industria militar.
Benasur se había convertido en el mentor, en la inteligencia gris del Estado Mayor de Rumiban. Y gracias a sus consejos, el capitán entró en relaciones con las guarniciones de Mathelsche y de Omaní, que prometieron el concurso de setecientos jinetes y seiscientos infantes en total, todos ellos veteranos. Los jefes de esas guarniciones dejaron las tropas al mando de centuriones de confianza y se dirigieron a Faleza para integrar el Estado Mayor de Rumiban. Con él tuvieron varias juntas, en las que estuvo presente Benasur, y tanto Garamizzalan, de Omaní como Sidofanela, de Mathelsche, juraron de muy buen grado lealtad y obediencia a Rumiban. Después de ponerse de acuerdo sobre las consignas, los dos capitanes regresaron a sus guarniciones de origen.
Por su parte, Rumiban ascendió a capitanes a los centuriones Agarán, Tizuka y Apolón, a los que adscribió a su Estado Mayor.
Del desierto comenzaron a llegar voluntarios getulos, mauros y númidas, y algunos turengos que Benasur tenía interés en agregárselos a una especie de guardia personal.
Mileto corría con el arsenal y llevaba cuenta del material que las tres primeras caravanas habían traído a Faleza. Lo distribuía entre los ecónomos del ejército. Calculaban que antes de un mes las cinco caravanas de Gilda les completaría un total de dos mil espadas cortas, seis mil largas, quinientos escudos, quince mil puntas de lanza, cien mil puntas de dardo, amén de las planchas y otras piezas para armar unos cuarenta carros. Pero la falta de mano de obra en carpintería no permitió armar más que veintiún carros, que, por otra parte, serían vehículos engorrosos para una expedición de seis jornadas por el desierto. Junto con estas «muestras» de los artículos bélicos, venían peroles, tridentes, palas, herramientas, tachuelas, cuchillos, collares, broches, insignias, hebillas y cien adminículos más para equipar al ejército.
A su gestión de Benasur se enviaban a Garama viajeros que en realidad eran espías, y que en la capital propalaban falsas especies sobre la paz y la tranquilidad que reinaban en las ciudades de Faleza, Omaní y Mathelsche. Y para que Salmodé no entrase en sospecha de tanta calma, se envió de Los Afanes un cargamento de gemas en caravana y custodia habituales.
Los viajeros que regresaban de la capital hablaban del terror que imperaba entre la población. Durante los diez días que siguieron a la entronización, la sangre corrió incontenible. Se sacrificaron a todos los sacerdotes del culto de Kamar y volvieron a restablecerse los ritos de la diosa Istamar. Salmodé reclutó fuerzas para instaurar las guerras religiosas, que constituían verdaderas cacerías contra los etíopes y negros de la Libia meridional. El Rey se hacía asistir por un consejo compuesto en su mayor parte por soldados y decuriones amigos suyos, que se pasaban todo el tiempo cambiándose las esposas y las concubinas del muy alto Abumón.
Todo esto no trascendía al exterior, pues las tres guarniciones adictas a Rumiban no dejaban que se filtrase ninguna persona hacia las tierras del norte. Por lo que Rumiban había podido saber, Cydamos permanecía aparentemente fiel a Salmodé. No quiso establecer ningún contacto con el jefe de la guarnición, conocido como hombre leal a Karl'zan y serle a Rumiban, por esta circunstancia, antagónico.
Entre la tropa reclutada en Faleza corría el rumor de que la campaña sería contra los negros de la Etiopía interior. Pero el dinero y al mismo tiempo la buena calidad de las armas y de los uniformes, no dejaban tiempo a pensar en los verdaderos motivos del reclutamiento.
Así transcurrían los días: las gentes de todos los pueblos afluían a Faleza. Se instruía a los novatos. Se compraban bestias y víveres; Mileto se interiorizaba en la administración militar y Benasur inspiraba a Rumiban, que, en lo militar —al fin y al cabo en lo único que era— se crecía.
Una mañana Benasur entró en el despacho de Rumiban."

Alejandro Núñez Alonso
El lazo de púrpura
















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