Alfred Ollivant

"El chico esperaba. No podía hacer otra cosa.
En un minuto, el viejo compañero del Diamond continuó su relato.
En el pasado mes de julio, estaba de permiso en Alfriston. Una tarde decidí ir a dar un paseo en la colina. Distinguí en lo alto de la colina un magnífico puesto de observación. Mantuve la cabeza erguida ante aquella aparición. Era un diamante negro.
-Hola, Bert, dije yo, que venía detrás.
Una oscuridad terrible saltaba a nuestro alrededor.
-Difícilmente le reconocería, con sus mostachos y su encerada pistola.
-¿Ése es Reube?
-Ése soy yo, señor.
Aclaró la expresión del rostro y guardó la pistola.
-Perdón, Reube-dice. Todo hombre que viste ese uniforme se enemista conmigo, con una excepción, la suya.
-Es agradable mirar con honestidad. ¿Qué tal estás, viejo amigo?
-De alguna manera hay que continuar. ¿Lo haré contigo?
-Bueno, si Dios todopoderoso lo permite.
-La multitud puede tener cuentas pendientes, señor.
-Todos los elegidos. No hay hombre que navegue que no pueda estar sujeto a las cadenas y las dificultades, dijo esbozando una pequeña sonrisa.
-Sí, la guerra es inevitable."

Alfred Ollivant
Un romance en el mar




"Lo descubrió cuando Mat Woodburn tenía unos diecinueve años.
El mono se había quedado rezagado en una carrera de obstáculos. El viejo Mat no siguió la carrera. En su lugar, observaba la denodada lucha entre el joven y su montura. El mono dio una verdadera exhibición de paciencia y magistral tacto, y Mat, entonces en su mejor momento, miraba con gruñidos de placer. El mono ganó la batalla y salió a navegar, después de que los otros caballos habían llegado y se fue a la cama, ya que su propietario lo expresó con indignación. -Es el turno de Fancy-dijo- No volverás a correr para mí."
-Muy bien, señor, dijo el mono, imperturbable.
Cuando salió del vestuario, se encontró con Mat.
-Has perdido tu trabajo, ¿no es así?-dijo- Vendrás conmigo. Soy Mat Woodburn.
El mono sonrió.
-Le conozco. Gracias. Lo haré.
Así comenzó aquella curiosa asociación entre los dos hombres que apenas contaban con veinticinco años de edad.
Amo y criado, los dos habían iniciado su singular e íntima relación, lejos de las normas de la civilización, algo propio de quienes lidian con caballos y ganado. Ambos eran simples y asombrosamente astutos. Amaban a los caballos. Ambos tenían un amplio conocimiento de la naturaleza humana, sobre todo de su lado sórdido, y en base a una profunda experiencia de la vida. La marca del modo nunca había estado del todo en la primera fila de los jinetes. En ningún momento había dejado la posición de cabeza. Tal vez le faltara ambición o fuera consciente de sus limitaciones. Según sus criterios, aquel consumado jinete no tenía suficiente fuerza para sostener la veloz marcha. Por otra parte, sólo en el período de la carrera, sentía que podía volar y evocaba a aquel jovenzuelo que había cruzado el Atlántico en el tren de Ikey Aaronsohn-aquella pasión consumiría su vida cosmopolita y en un breve tiempo eclipsaría a todos sus rivales profesionales."

Alfred Ollivant
Boy Woodburn. Una historia de Sussex Downs



"Por la mañana, el chico se deslizaba silenciosamente de la casa mientras su padre aún dormía y sólo el rojo Wull tendió su faz cuando el muchacho pasó y gruñó con avidez.
A veces, padre e hijo actuaban así durante semanas sin apenas verse el uno al otro. Y ése era en realidad el objetivo de David, un juego astuto para evadirse que le había librado de más de una salvaje paliza.
El hombrecillo parecía desprovisto de todo afecto natural por su hijo, pero prodigaba todo el cariño que su naturaleza era capaz de proporcionar al Tyke sin cola, al que los hombres del valle llamaban el rojo Wull. Trataba al perro con una ternura tal que hacía sonreír a David amargamente.
El pequeño hombre y su perro se parecían física y moralmente. Cada uno parecía ostentar un profundo rencor contra el mundo. Cada uno de ellos era un Ismael entre los suyos.
Los veías así, de pie, como leprosos, en el torbellino de la vida; y lo sintieron como una revelación en alguna noche tranquila, jugando juntos, envueltos en el juego, inocente, tierno, olvidando el mundo hostil. Nunca se habían separado, excepto cuando M´Adam llegó a casa a través del camino de Kenmuir. Después de ese infortunio, nunca permitió que su amigo le acompañara en el viaje a través del territorio enemigo, porque bien sabía que los perros tienen muy buena memoria.
El rojo Wull lo seguiría hasta la estela de la pista y allí permanecería con su gran cabeza asomando entre los barrotes, observando cómo su maestro se perdía en la lejanía, y luego giraría, a trote, independiente y desafiante, robusto y hosco, hacia el pueblo-¡Ay de aquel hombre o perro que se interpusiera en su curso! Y así sucesivamente más allá de la tienda de Ross, más allá de la armería de Sylvester, a la derecha de la herrería de Kirby, para esperar a su amo en el borde inferior de la Stony.
El hombrecillo, cuando cruzó Kenmuir, a menudo se encontraba con Bob, que pululaba libremente por la finca. En esas ocasiones, pasaba discretamente porque, aunque no era un cobarde, no trataría de atacar con una sola mano a un perro gris de Kenmuir, mientras que el perro trotaba con sobriedad, con un brillo acerado en sus ojos grises que traicionaba su conocimiento de la presencia del enemigo. Era cierto, sin embargo, que el pequeño hombre, en su deseo de espiar la desnudez de la tierra, se había desviado del camino, por lo que seguramente una figura gris podría surgir del silencio azul, ahíta de fiereza, en medio de los frenéticos abucheos de cualquiera de los peones que fueran testigos del encuentro."

Alfred Ollivant
Bob, hijo de la batalla














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