Érik Orsenna

"Aquella misma tarde se presentó en palacio un hombre que se hizo anunciar como el hijo de un viejo compañero de Cristóbal que participó en el segundo viaje (1493). ¿Cómo no recibirlo, aunque me sentía cansado? Tenía buena presencia y unos treinta y pocos años. Me dijo que se llamaba Las Casas, que tenía mi mismo nombre de pila, Bartolomé, y me preguntó qué opinaba sinceramente del sermón de Montesinos.
Vino a la isla en 1502 con el nuevo gobernador, Nicolás de Ovando. Entonces tenía dieciocho años y era uno más de los muchos españoles que querían hacer las Américas. Como a los demás, le dieron unas tierras y a los indios que en ellas vivían. Prosperó. Pero aquella vida de rico pronto se le hizo insoportable. Entonces lo dejó todo, tomó los hábitos e ingresó en la orden de los dominicos.
Nos pasamos el día debatiendo. ¿No habían pervertido el Descubrimiento los descubridores? ¿Cómo veía Dios nuestras crueldades? Nos prometimos buscar respuesta en las Escrituras.
Me vi retomando viejas costumbres.
En Lisboa, todos los domingos, mi hermano y yo solíamos leernos uno a otro un capítulo de la Biblia. Quien quiere conocer el mundo, decía Cristóbal, ¿no tendrá que conocer EL LIBRO?
Cuando Las Casas volvió, dos días después, le di a leer lo que había encontrado en el Libro del Eclesiástico: la respuesta, una respuesta implacable a nuestras preguntas.
«Si alguien te maldice en la miseria, su Creador escuchará su plegaria.» (IV, 6)
«Quien ofrece un sacrificio con los bienes del pobre, es como si inmolara a un hijo delante de su padre.»
(XXXIV, 20)
El rostro de Las Casas permanecía impasible. Pero yo le miraba las manos y veía que temblaban. El sermón de Montesinos también había hecho mella en él. Pero, más joven y valiente que yo, no se conformaba con eso. Quería pasar a la acción. ¿Qué valía su vida si no la dedicaba a la verdad?"

Érik Orsenna
El cartógrafo de Lisboa


"Así sonríen las reinas, pensó Gabriel. Formulan un deseo y aguardan sonriendo, seguras de que se cumplirá. ¿Puede tener un ser humano del sexo masculino algo más urgente que hacer que satisfacer a una reina?
Jean dirigió a Gabriel una mirada contrita, sí que se ha fastidiado nuestro reencuentro.
-¿Nos acompaña usted? El señor es un ex alumno de la facultad de ciencias.
Ella inclinó la cabeza y se echó a reír abiertamente.
-Es un honor.
En sus ojos negros brillaban pavesas doradas, bailaba una risa que nada apagaría jamás, ni la emoción, ni el placer, ni la adversidad. Gabriel se estremeció. Conocía mal a las mujeres, a excepción de la suya, pero ya se sabe que una esposa, no bien pronuncia el fatídico sí, abandona la especie de las mujeres para convertirse en un híbrido aparte. Total, que en cuarenta años de existencia no había conocido ni a reinas ni a mujeres risueñas. Pensó para sus adentros que convenía informarse cuanto antes. Sí, reanudaría las relaciones con su padre. Gabriel XI, el de la hevea, podría seguramente suministrarle indicaciones sobre aquella categoría especial, «la reina risueña», que parecía terrible. El conserje continuaba hablando de Nicéphore:
-Es peul, ¿entiende usted? Así que sus ideas sobre la zoología puede que no sean muy ortodoxas. . .
La perspectiva no asustó en lo más mínimo a la italo-rusa.
Ésta dejó sueltas a las dos fierecillas, que salieron corriendo hacia el zoo disecado.
-¿Y por qué no disfrutamos nosotros también de la filosofía peul? Esos relatos de los desiertos nos harán entrar en calor.
Y echó a andar a paso vivo tras sus hijos.
Un instante después, Gabriel hirió, tal vez de muerte, al amigo de los musgos. Decepcionado por numerosos aspectos de la vida, por el amor conyugal, por su profesión e incluso por el general De Gaulle (¡qué triste haberle visto nombrar primer ministro a Pompidou, aquel banquero gordo!), nuestro conserje se aferraba a dos o tres ideas, una de las cuales era la siguiente: la compañía de las plantas enseña al hombre la serenidad. Cuando vio que su visitante jardinero casi se desmayaba de desasosiego, cuando oyó que le temblaba la voz de excitación («Rápido, écheme una mano, ¿qué podemos hacer para que no se vaya esta maravilla? Bien habrá alguna cosa curiosa que podamos enseñarle. . .»), al pobre conserje se le fueron al traste todas las ilusiones que tenía puestas en los poderes apaciguantes de la botánica.
-Creo que tengo un sitio, completamente prohibido para el público, pero siendo usted. . .
-Gracias, muchas gracias.
Gabriel le estrujaba el brazo con las dos manos, de pronto poderosas como garras.
-La galería de las aves... Lleva cerrada años y años, por la luz, que ataca las plumas. Puede que le impresione el espectáculo. Eso sí, muy alegre no es.
-Gracias, muchas gracias. Me ha salvado usted la vida."

Erik Orsenna
Tantos años



"Cuando en Europa, hacia 1820, llegó la moda de las fiebres, de las palideces súbitas y de las noches que transcurren llenas de temblores, los jóvenes de los trópicos exclamaron, no sin cierta condescendencia: ¡Pero si todos esos síntomas son nuestra vida misma! Vuestro mal du ñecle no es sino una versión benigna de la malaria. Bienvenidos a la familia de quienes sienten escalofríos. Y los adolescentes letrados de Bombay, La Habana y Belem se precipitaron sobre los textos de bruma: Ossian, Chateaubriand, Mussét, Byron, y se pusieron a escribir. «Escúchennos», imploraban, «no desprecien nuestra melancolía, también nosotros tenemos derecho al nombre de románticos». Pero Europa se hizo la sorda. Del Sur sólo podían venir esclavos, especias o caña de azúcar. Y los manuscritos tropicales enmohecieron en las reservas de los editores de los países templados... Abrumada por aquel desprecio, la juventud aquella buscaba por quién morir, al comprender que tal era el precio para su derecho de entrada en el club romántico. Y el ejemplo estaba allí: marzo de 1823-19 de abril de 1824, la tentativa de liberación de Grecia por George Gordon Lord Byron. Bastaba con esperar a que se presentase la ocasión... La espera fue larga. Y el romanticismo europeo ya había muerto desde hacía tiempo cuando, en marzo de 1899, el barco de guerra norteamericano Wilmington navegó Amazonas arriba, sin autorización alguna. ¡Anda! se dijeron los románticos, ¿será ésta nuestra oportunidad?
En junio, un aventurero español, Luis Gálvez Rodríguez de Arias, empleado en el consulado boliviano de Belem, vendió al periódico Provincia do Pasa el texto del acuerdo secreto entre La Paz y Washington: los Estados Unidos traicionaban al Brasil y garantizaban a Bolivia sus derechos sobre la provincia de Acre, inmenso pedazo de la Amazonia al pie de los Andes. El corazón de los románticos brasileños empezó a latir. ¿Iban a tener que enfrentarse, vía Bolivia, con la todopoderosa Norteamérica? Desde aquel momento salieron de sus cuartos llenos de humo, hicieron ejercicio, se entrenaron para la natación, marcha, etc, por sí.. En julio, Luis Gálvez se proclamó emperador del Estado independiente de Acre. Los románticos brasileños por poco se mueren de la desilusión. ¿Les iba a fallar la ocasión? ¿Podía robarles su aventura un vulgar periodista emigrado? En septiembre, respiraron: mil soldados bolivianos invadían Acre. La hora de los poetas había sonado. Había que correr a defender al emperador Gálvez. Besaron a sus mujeres, madres y novias y se embarcaron desde un pontón, el mismo donde, más adelante, en noviembre, se construyó el Café Byron. Y mientras iban río arriba por el Purus, leían Childe Harold y se reprochaban unos a otros el no haber avisado a los grandes diarios europeos. Eran 132 y los mataron a todos.
Tres meses después del horror, en la página cuatro del Tutes y en la seis del Figaro salió una reseña, la misma en los dos periódicos: ¿Será que el caucho vuelve loca a la gente? Violentas escaramuzas en la selva entre tribus rivales: 132 muertos."

Erik Orsenna
La exposición colonial




"(La primera vez que me encontré con el blues, caminaba a través de los bosques. Llamó a mi puerta y me hizo todo el daño que pudo. Ahora, el blues me busca y me persigue de árbol en árbol. Tendrías que haberme oído implorar: «¡Señor Blues, no me asesines!». Buenos días, señor Blues, ¿qué haces aquí, tan temprano? Estás conmigo desde la mañana, pero también cada noche y cada atardecer.)
Es indudable que la guitarra aplaudió con entusiasmo el fin de la esclavitud. Pero la guitarra no nació ayer. La guitarra es tan vieja como el mundo. Sabe que las leyes sirven a menudo de máscaras a la realidad y que lo mejor puede engendrar lo peor.
Y lo peor estaba presente, lo peor se había apoderado de la región del Mississippi y reinaba en ella como su dueño y señor. Los sudistas se tomaron la revancha. El Ku Klux Klan y los caballeros de la Blanca Camelia perseguían a los antiguos esclavos. Los linchamientos se multiplicaban. Más de ochocientos en un solo condado durante 1883. La segregación se había instalado y reservaba a los negros las peores escuelas, los hospitales más insalubres. Sobre todo, faltaba trabajo. La mano de obra había dejado de ser gratuita y las antiguas plantaciones sobrevivían a duras penas, despidiendo sin ninguna restricción. Los negros no tenían más que una solución: lanzarse a los caminos. Huir hacia el norte. Alcanzar Nueva York, Chicago, las grandes ciudades yankis, donde tal vez lograran encontrar trabajo.
Cuando un hombre, después de haber sido arrancado de su continente, es expulsado de la tierra donde nacieron sus padres y los padres de sus padres, no le queda más que una patria: la música. Buhoneros de una nueva especie se pusieron a surcar América. Se les llamaba songsters, pues sólo vendían canciones, baladas, largas historias de Negros en lucha contra la sociedad de los Blancos. Llamaban a todas las puertas, a los barracones de obreros, a los asentamientos de desempleados, a los cafés, restaurantes y burdeles. A cambio de una comida y de un techo bajo el que pasar la noche, cantaban la leyenda de Frankie y Albert, de Duncan y Brady, de Bill, el hombre del ferrocarril, de la casa del sol naciente, The House of the Rising Sun...
Las sectas se multiplicaban, surgían iglesias negras donde se rezaba a plena voz batiendo las manos, como si quisieran despertar a Dios. Donde se hacía emerger de la memoria común las antiguas letanías de la esclavitud, los negros espirituales paulatinamente transformados en gospels. Era el predicador el que dirigía los coros, era él el que inflamaba a los fieles.
La guitarra había encontrado su lugar en la espalda del songster, en el brazo del predicador. El hombre negro navegaba en su pena y la guitarra era su barco.
De su viaje en común nació el blues."

Erik Orsenna
La historia del mundo en nueve guitarras










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