Gustavo Nielsen

"El cuento y la novela, a diferencia de la poesía, siempre deben narrar algo. Al menos así pasa con los cuentos y novelas que prefiero leer."

Gustavo Nielsen



"Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.
Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de teléfono y lo guardé.
Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano, con la luz apagada, parecía la cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la Capital.
Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para su abuela: ese barco estaba mal pertrechado; jamás iba a moverse demasiado lejos del puerto.
Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.
Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán. Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.
“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año. Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había cambiado las cifras."

Gustavo Nielsen
Valiente muchachada


"Repentinamente decidió que el teléfono era historia antigua, y le importaría poco, de ahí en más. "Muy poco", recalcó. Le tenía bronca al teléfono y, si lo oía sonar, no iba a levantar el auricular por nada del mundo. Sí, señor. Que ella supiera que él no estaba, que no la esperaba. Inclusive, pensó, podría llamarla para dejarle un mensaje perentorio. Le daría cinco días, ni uno más, para volver a comunicarse, o que se olvidara para siempre. Sin presiones de ningún tipo era muy difícil cortar la relación, y el problema era que él se había quedado sin Silvia y sin la verdad de lo que había pasado.

Por eso ella seguía jugando con blancas y él era el deprimido. Levantó el tubo con decisión. Marcó redial y enseguida respondió aquel contestador. Ella había cambiado otra vez la música. Ahora había un rocanrol. Silvia odiaba el rocanrol como él. Lo odiaban en pareja. Ella ni siquiera lo consideraba música, y ahora había seleccionado un rocanrol como música de fondo en su contestador. Contó la cantidad de mensajes con los dedos: doce. Sonó el pip final y Saravia se encontró en la disyuntiva de tener que decir algo y no saber qué, lo que le provocó un suspiro que lo hizo cortar, inmediatamente asustado. ¿El suspiro habría quedado grabado en la cinta? ¿Ella sería capaz de reconocerlo, a seis meses y medio de la separación? Un calor rotundo envolvió la cara de Saravia.
¿Qué número de tres cifras podía haber usado Silvia para bloquear el contestador de su fax? Saravia examinó varios códigos posibles. El triple 6 podía ser, también el 123 o el 789, fáciles de recordar, o el 555 de Polyana. No, no era el estilo de ella. Silvia cumplía años el 5 de enero. Marcó su número otra vez y, durante la duración del mensaje, probó el 105. Cortó. Llamó de nuevo y probó con el 501. La máquina dio un vuelco y rebobinó los mensajes, dispuesta a leérselos uno a uno. A Saravia se le erizó la piel. Anotó 501 en un papel. Puso el despertador a las dos de la mañana. Antes de que sonara, ya estaba intentándolo de nuevo. Oyó trece pips que eran trece mensajes (los doce anteriores más el suspiro). Ella no había llegado aún.
(…)
Saravia volvió a escuchar todos los mensajes juntos. Por el tono empalagoso de la voz y el ingenio pasado de moda de lo que decía, dedujo que no era el tipo de Silvia. A esa relación no le daba más de cuatro meses. Aunque ya no le importaba se había levantado de la cama e iba a poner música. El laberinto lábil de la corbata roja a lunares blancos seguía ahí, derramado sobre la mesa. "La verdad y su efecto demoledor y restaurador", pensó, y pensó también que deseaba una pizza de anchoas y escuchar aquellos casetes que le había grabado ella. Pensó en violines y se acordó de Shlomo Mintz interpretando los Capricci, pero se le ocurrió que era demasiado nervioso y áspero para la ocasión; no así, por ejemplo, las sonatas y partitas de Bach ejecutadas por Arthur Groumiaux, muchísimo más dulces, aunque algo tristes. Silvia decía que el violín siempre era triste, y Saravia le había llevado entonces un casete de Midori sumamente alegre, y había elegido dos temas. Uno de Paganini, el número tres cantabile, y otro, el número trece, de Sarasate. Para que observara, con el primero, que un violín podía ser divertido, y con el segundo, que una canción triste podía ser una elegía y no una depresión como las partitas. Silvia había utilizado la expresión "triste como una mala siesta de domingo". El casete que ella tenía entre las manos se llamaba "Encore!" y la cara de la violinista japonesa tenía la expresión de no poder tocar más bises.
-¡Slavonic Dance de Dvorak! -había leído Silvia, contenta. Pronunció vóryak.
Ella había apretado fwind hasta que lo encontró, recordó Saravia. Se sentó debajo de su abrazo, cariñosa. A todo volumen, comenzó a sonar el Opus 46 No 2 en Mi menor, el himno más tierno y nostálgico de todos los tiempos, según Saravia, y después según Silvia, también. Él se imaginaba a la japonesa llorando mientras lo tocaba, porque lo que se oía eran lágrimas vivas deslizándose por las cuerdas, lamentos de amor, y comenzaron a llorar juntos, mansamente, cuando el sonido creció como una esperanza. Como la esperanza que ahora tomaba la forma de un teléfono, hasta que atendía y descubría que no era ella, que nunca lo sería. Que ya no lo llamaría, por más que la Danza Slavónica de Dvorák comenzara de nuevo. Número equivocado. Saravia hubiera pronunciado vórak."

Gustavo Nielsen
El amor enfermo


“Toda mi obra es un tránsito entre el miedo y la ternura.”

Gustavo Nielsen



"Todo está definido en lo que escribo, si no tengo el final no puedo ni empezar. Trato de que haya el mínimo de azar posible. No obstante, a veces los personajes o las situaciones terminan dominando algunas partes menos importantes que el cierre."

Gustavo Nielsen



"Un buen lector es alguien que no puede parar de leer."

Gustavo Nielsen






















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