Luis Orrego

"Cansado ya de aquella mi impotencia para luchar con la vida y de mi abrumadora falta de recursos, tuve una idea luminosa, ya que, según afirma el proverbio, más discurre un hambriento que cien letrados. Vestido con el mejor de mis trajes, la más flamante de mis corbatas, perfumado con esencia de Heno seco, el bastón con puño de plata en una mano y los guantes en la otra, salí en busca de mi tío, diputado, solterón rico y viejo vividor como ahora dicen a la francesa, que solía visitarnos en épocas de elecciones; tal vez pudiera servirme de algo. Se llamaba Javier Miralles, era muy querido en la sociedad de Santiago y excelente introductor de embajadores.
Recorrí mi camino acostumbrado, por la Alameda, al pie del Cerro Santa Lucía y torcí por la calle vieja de la Merced, hasta dar con un coche de posta que me condujo a la calle de los Huérfanos número 365 antiguo, donde vivía el tío Javier en compañía de doña Pepa, su hermana, prima de mi madre, como él, aunque no aceptó nunca lo de ser tía por no parecer vieja, a pesar de los cincuenta ya cumplidos. Vivían en una casa de altos bastante elegante y bien puesta. Una alfombra roja con varillas de metal tapizaba la escalera, barnizada de color guinda."

Luis Orrego Luco
Un idilio nuevo




"El lacayo abrió rápidamente la portezuela por la cual se deslizó fina pierna cubierta con media de seda negra, un piececito encerrado en zapatilla de charol y una mano pequeñísima que alzaba la falda de seda clara.
(…)
Ángel contemplaba con embriaguez de sensualismo aquella fina pierna, cubierta por media negra, que huía en la espesura, corriendo y dando saltos con la ligereza de niña de diez años, huyendo acaso como las gacelas y añadiendo encantos de timidez pudorosa a esos otros presentidos y soñados.
(…)
Todas las delicadezas y pundonor de hombre y de hidalgo quedaban bajo las patas de los caballos. Sintió que indirectamente se le echaba en cara el vivir a costa de su mujer, el no tener fortuna propia, el haber perdido la de Gabriela... Y la conciencia de que todo aquello era cierto y de que no podía negarlo, le infundió desesperación creciente. No había en el mundo ser más desgraciado que él... De ahí le mordió el sentimiento de odio en contra de Gabriela, en forma tal que no le dominaba, y se arrojó sobre el sofá con la cabeza entre las manos. Entonces de nuevo surgió el pensamiento monstruoso, ya rechazado con horror otras veces: quería ver morir a Gabriela, hacerla desaparecer por algún medio, sin que ella sufriera, y sin que lo supiera nadie...matarla...El corazón le latía apresuradamente y sentía la boca llena de saliva."

Luis Orrego
Casa grande













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