Sabine Huynh

Corazones en vuelo

Un sol borracho sale de la niebla:
de dos en dos llegan las parejas
y aparcan sus ciclomotores frente al mar
de China

La fina camisa blanca abierta
en el delgado e imberbe pecho,
con un hábil movimiento de la mano
los chicos sueltan al cielo
formas grandiosas y oscuras
sobre un fondo de amaranto 

Con cautela se levantan, se arremolinan,
se despliegan, se encienden, se enrojecen,
se alzan y acarician,
abren ojos y bocas 

El cielo se ennegrece de repente 

En las motos
envueltas en el silencio
las parejas no se tocan
sus ojos siguen
la danza
de su amor
encima de un cable, loca
danza de corazones en vuelo

Sabine Huynh





He dejado Jerusalén

Todavía me sorprende haber sobrevivido

seis años en esta ciudad, y en la palabra

«todavía» resuena la palabra

«toda», gracias en hebreo.

Sobreviví un grave accidente de bicicleta

en una calle estrecha y empinada

como una calle de San Francisco.

A través de los radios retorcidos de las ruedas

vi mi sangre brillar en los adoquines lisos

donde se estrellaron higos maduros.

Una amiga mía me visitó en el Hospital Hadassah

y me cantó « Summertime » —

no hay nada que pueda hacerte daño, repitió en inglés

mientras yo me adormecía. En calles cortas y sinuosas

la pizzería Sbarro, la cafetería Moment y autobuses

que iban a la universidad donde enseñaba

explotaron — oí el silencio, y luego los gritos

ahogados en lágrimas y miedo, los helicópteros.

Los rayos de sol eran un desastre cruel.

He dejado Jerusalén —

he dejado mi trabajo y los que me decían

que una non judía no pertenecía

a esta ciudad, dejé a los hombres de negro

que rezaban en la calle, dejé a los que votaron

a la derecha y a las mujeres que se negaron a vivir

en Jerusalén Oeste, dejé a mi marido

a la gente que se pone betún en los zapatos

antes de limpiar el polvo. Dejé las cartas

y los poemas que escribí a mis amigos

de Francia, España, Inglaterra y Estados Unidos

sin enviarlos porque me daba vergüenza no entender

la «situación», como la gente aquí llama

al conflicto israelí-palestino, «matsav» en hebreo

que rima con «katsav», carnicero.

Dejé mis largas y grises túnicas sin forma

el sabor acre del vino hervido

y el sabor del zaatar en el pan trenzado

los olivos y la suave luz de sus hojas, los eucaliptos

con su aire marchito, los viejos cipreses

aún verdes, la muerte de Nadav E. en Hebrón

los papelitos doblados que caerían de las grietas

del Muro acribillado, los cuervos coléricos

revoloteando alrededor de las cúpulas de oro

deslustrado, el viento que silba de noche

y las bandadas de gatos en el campus universitario

el nido de palomas en el armario de metal gris de mi oficina

el ataque en la cafetería y la muerte de David G.

la ceguera, la locura, la sobredosis de historia

la intransigencia de un mundo en blanco y negro.

Intenté expresar mi asombro y consternación

me dijeron que el hebreo no era mi idioma.

Salí de Jerusalén

con sólo los libros de Uri Orlev en polaco

y uno que yo había traducido al vietnamita.

Cada lengua es un mar en el que navego

al encuentro de las visiones, y las palabras

que coloco una al lado de la otra como ladrillos

resucitarán las ciudades destruidas y a todos sus habitantes

que no pudieron salir a tiempo.

Sabine Huynh



Niñez ciega
 

Soy de una niñez sin nieve.
Todos los días trenes huían
cruzando campos de hierba
seca. Una niña de rincón,
niña jugando en el corazón
de una ciudad gris y grave.
¿Por qué la llamaron «Mis Ojos»?
El miedo de piedras malvadas
brillaba en los de perros sucios. 

Una niñez de polvo de lana.
Siempre flotaba en nuestra casa.
Se callaba la calle cuando
volvíamos mis hermanos y yo.
Silencios como gritos subían
las escaleras que crujían
tristemente hasta mi cuarto.

Podía ver el jardín soñando
de flores, imaginando que
mis hermanos llegarían a
las cerezas verdes y duras
antes de los pájaros negros. 

Nunca gastaba mi dinero
de bolsillo en bagatelas
alegres. Con esto intenté
comprar el amor de mi madre
enferma apagada loca.
Cumpleaños, día de las madres,
navidad, le ofrecía jabón
de rosa para que cuidase
de la suavidad de su piel
que nunca me dejó tocar.

Sabine Huynh



















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