Edith Pearlman

"En mitad de mis cavilaciones, el señor Simon reaparecía, con su cartera, y bajaba la puerta del garaje. El pañuelo que colgaba del bolsillo del abrigo, ¿acabaría cayéndose? Y la caída del pañuelo ¿la advertiría únicamente yo, cuando mi presencia era tan indetectable como la de Dios? Si solo yo veía su encuentro con el asfalto, ¿se podría realmente decir que aquel retal había caído, o sucedería lo mismo que con el árbol del que nos habían hablado en clase, ese árbol que cruje en el bosque sin que nadie lo oiga y plantea por tanto un interrogante filosófico para toda la eternidad? Sin duda la señora Simon, que hacía la colada con la minuciosidad de un buscador de oro al tamizar un puñado de tierra, lo echaría en falta. Pero el pañuelo se aferró al bolsillo mientras el señor Simon cruzó el patio sin novedad, y despacio, en dirección a la puerta de atrás del bloque.
Me deslicé en la habitación de mis padres, que estaba a oscuras. Mi madre reproducía las tareas de la señora Simon pero en nuestra cocina, en la planta de abajo. Mi padre estaba en su consulta, salvando la vista a la gente. Concentré mis lentes mágicas en el iluminado salón de los Simon, a pocos metros de distancia.
Cuánto ansiaba yo ser testigo del regreso del señor Simon. Ay, siempre se producía en esa entrada que quedaba fuera de mis ángulos de visión. Debía de parecerse a la llegada de mi padre: la mujer apresurándose hacia la puerta; el hombre trayendo una ráfaga del tiempo, y agitación; el abrazo, cariñoso y a veces engorrosamente largo; y al final la separación, para que aquellos brazos enfundados en el abrigo pudieran coger a las dos niñas pequeñas que bajaban corriendo las escaleras. Pero en casa de los Simon no había niños. Quizá la pareja intercambiara un beso digno.
La cena de mi casa coincidía con la de los Simon. Y luego yo tenía que ayudar a mis padres a lavar los platos. No volvía a ver a los Simon hasta la noche.
Era mi escena favorita. La pareja delante de la chimenea y el invitado invisible. Comprobaba cuán inmóvil permanecía el largo rostro del señor Simon mientras él leía el periódico, lentamente, página a página, y qué rígidos mantenía los hombros debajo de aquella chaqueta que no se quitaba nunca. Casi podía oír el tictac del reloj de la repisa.
Luego me concentraba en la señora Simon. Cruzaba las agujas, y las volvía a cruzar. Y arriba y abajo, arriba y abajo se movían sus activos labios, la incesante boca, la boca de la que nunca salía una palabra para mí pero que hablaba con tanta facilidad y fluidez y tan de continuo cuando el amado estaba en casa. Hablaba. Reía. Volvía a hablar."

Edith Pearlman
Visión binocular



"(Las historias surgen de) la memoria, la experiencia, la observación, el sueño, la invención y el pretexto. (…) Hago muchas miradas silenciosas: en largas caminatas por las calles de la ciudad aquí y en el extranjero; en parques y restaurantes y hospitales; en refugios para personas sin hogar y baños públicos. Hablo (pero principalmente escucho) a todos: íntimos, parientes, amigos, conocidos y extraños. Yo leo. Yo sueño despierta.”

Edith Pearlman



"Ni siquiera durante los peores momentos tras la muerte de Carl había padecido ella tamaña obsesión. Cuando pensaba en Carl, recordaba con placer sus cejas marrones, suaves y espesas, y el modo pensativo en que examinaba los aparatos averiados antes de decidirse a repararlos, y el fútbol de los domingos, y el hecho frustrante de su esterilidad, algo que le había molestado a él más que a ella: ella jugaba con las cartas que le repartían. Y, bueno, no era impotente. Ah, los pies. Le gustaba que Paige le lavara los pies y le cortara las uñas, y a ella le gustaba hacerlo, y siempre hacían el amor a continuación, bajando primero las persianas del local, tendiéndose luego en el suelo, con las plantas de los pies en contacto. Deslizándose hacia delante, él le rozaba el interior de los muslos con los talones y luego le ponía el dedo gordo en la cerradura y la soliviantaba durante un rato, y eso era todo lo que ella necesitaba. Tras el éxtasis de Paige, pasaban a posiciones más convencionales y a una segunda vuelta de placer.
Se sentó en el sillón de Bobby y se desprendió de los zuecos. Tomó The Later Roman Empire, que había quedado oculto bajo una toalla. Deslizó los pies desnudos hasta introducirlos en el agua de Bobby, fría ya. Percibió la tranquila desinhibición que le proporcionaba el líquido. Pensó: Bobby y su mujer, su ex, habían sido elegidos para asistir a un desastre y no habían hecho nada al respecto. Otro pensamiento, más pesado y aplastante que un carro de combate, se le aproximó rodando; desde él la contemplaba Carl, decepcionado. Tampoco ella había hecho nada al respecto. No se había negado a que Carl se enrolara. Podría habérselo impedido. Podría haberlo retenido en casa. «¿Cómo estar seguro de que no hubiera un niño en ese coche?», se había preguntado Bobby, media hora antes, con los ojos cerrados, ibidem y sic en su regazo, sin saber ni importarle que estaba hablando en voz alta, sin saber ni importarle que sus nada conmovedores pies habían abierto un agujero en la suave inocencia de ella. «Un niño pequeño, quizá.»
Un niño pequeño, un anciano, un marine maduro… daba lo mismo. Quienesquiera que fuesen se habían visto expulsados de la vida y habían abandonado el futuro. Habían vuelto la espalda a los sobrevivientes, condenados ahora a guardarles luto hasta el fin de sus días."

Edith Pearlman
Miel del desierto



“Para mí una historia corta es una conversación entre el escritor y el lector. Como solo el escritor puede hablar, debe cuidar de respetar al lector, evitar decirle qué pensar, decir lo menos posible e implicar el resto con metáforas, elipsis, diálogos alusivos, pausas. Luego, el lector toma parte activa en la conversación, proporcionando lo que el escritor solo sugirió. En general, la prosa sobreexcitada empuja al lector a un lado y destruye el equilibrio de la conversación.”

Edith Pearlman



























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