Emmanuelle Pagano

"Habría podido atravesar las paredes, el barrio, el pueblo, los viñedos, parecía que hasta el mar. No respiraba fuerte, sino que dormía como el bebé que todavía es, infinitamente. A lo mejor por eso Pierre estaba tan tranquilo. Lo tenía sentado entre mis piernas, cruzadas por delante de su pecho. Su pelo resbalaba entre mis dedos y se le enroscaba en los hombros. El sol muy bajo subía con sus rayos calentitos por la mezcla de rubios. De espaldas era hermoso como una niña. Cogí el cepillo que había dejado en el suelo y me estiré para alcanzar mi neceser de peluquería, grande y transparente (de la repisa que hay encima de mi cama), tratando de mantener las piernas trenzadas apretadas. No quería que él se soltara, que se asustara, que se hartara. Quería que aquello durase. Saqué todos los accesorios de mi neceser. Horquillas de colores fluorescentes, elásticos con conchas, pasadores adornados con pedrería, palillos para moño de todos los tipos y hasta plumas de colores, un pompón lila, extensiones de pelo trenzado y adornado con perlas, gomas a porrillo. Cogí unos cuantos entre los dedos, me puse otros en la boca y apreté aún más las piernas. Noté cierta tensión en las caderas de Pierre, luego nada. Cepillé, tiré, tiré, le enrosqué el pelo en todos los sentidos. Volví a empezar varias veces.
El moño era complejo y desordenado, magnífico. Quise ver si hacía resaltar sus grandes ojos claros vacíos. Me incliné hacia delante. Tenía los ojos cerrados. Noté su aliento en mis mejillas, que respondía fugitivo al de Titouan. De pronto sentí vergüenza. Le solté el pelo, rescaté los accesorios perdidos en él, volví a guardarlo todo en el neceser. Abrí las piernas, con las rodillas llenas de rencor. Me levanté para coger a Pierre y llevarlo a su cama. Me tumbé en la mía. El pelo de Pierre caía largo y deshecho entre los barrotes. Vi brillar en la noche una perla olvidada. Me acordé de la lamparita, pero me dio pereza volver a levantarme."

Emmanuelle Pagano
El cajón de los pelos


"Cerca del lago hay un campo abierto donde es posible aparcar. Justo en el borde hay un manzano. La pulpa de las manzanas podridas esparcidas por el suelo se adhiere a los neumáticos. Salgo y escojo dos que están maduras. Apenas hay luz. Pronto tendré que marcharme, pero aún dispongo de tiempo para salir. Desde donde estoy no puedo ver el agua, pero sé que el lago está ahí, más allá de la quimera de los árboles. De madrugada el aire está saturado de niebla. Éste es el espacio propio del lago, ese lago que es mi mar, mi tiempo.
A menudo me detengo aquí entre mis viajes, antes o después.
A pesar de que las manzanas lo ignoran, todavía no es otoño, es sólo el comienzo del mes de septiembre, una mañana temprano, pero al volver a la escuela todos podrán ver las hojas caídas sobre mis zapatos y los vestigios del rocío matinal que rodea el lago.
Los días pronto durarán menos y sólo veré a los niños mayores de edad en la oscuridad de la mañana o en la tiniebla de la tarde.
Desciendo, a través de la fina y pertinaz llovizna, hacia los árboles. Siento como si viniera de una especie de difusa nada. Sigo el camino que se abre ante mí, lentamente, a veces me apresuro ansioso con ganas de llegar rápido a la meta a través de las ramas y la brumosa neblina. El camino desciende suavemente, mientras sorteo las ramas. El aire frío y húmedo se mezcla con el olor del agua y el sonido de los castores en la cercana distancia, como a lo largo de un río, cuando era pequeño. Mis pasos, los sonidos, todo desaparece de mi memoria."

Emmanuelle Pagano
Los adolescentes trogloditas














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