Ernesto de la Peña

"El libro tercero de Rabelais, aparentemente intruso en la novela e intencionalmente desviado del tema (se ha hablado del prurito de defensa del celibato que hace el autor, dada su condición monástica y su cercana amistad con el jurista Tiraqueau), es, a juicio mío, y dentro de otras intenciones de importancia que contribuyen a la estructuración del conjunto, un esplendoroso tratado satírico acerca de las distintas prácticas adivinatorias. Pero, lejos de limitarse a esto, más que suficiente para enriquecer un texto opulento, pone en crisis, como lo había hecho ya en algún otro pasaje de la novela, la inteligibilidad del lenguaje. Citamos en otra parte de nuestro ensayo el envés de la hoja al hablar del arcipreste de Hita; en el caso de Rabelais encontramos todas las nervaduras de la propuesta y argumentaciones y contrargumentaciones en torno a los mensajes que muy diversos personajes exponen ante las inquietudes de Panurgo. Me parece muy claro el pretexto: Panurgo parece resuelto a contraer matrimonio en contra de los consejos de todos. Precisamente por ello las interpretaciones que da a dichos mensajes inclinan el fiel de la balanza a su favor o al adelanto personal hacia el estado matrimonial. Sus amigos, compañeros y los propios asesores a los que acude muestran muchas reticencias frente a tal toma de estado. Entre ambas lecturas de estos vaticinios encontramos una crítica del lenguaje que, pese al ánimo desenfadado que aparenta, no ha de encontrarse con tal rigor hasta el Tractatus de Wittgenstein.
Por supuesto que al comparar el planteamiento interpretativo que se encuentra en el tercer libro con las tesis y conclusiones rigurosas del Tractatus no pretendo establecer un paralelismo estricto, sino simplemente llamar la atención del lector sobre una de las características más sobresalientes y adelantadas de la obra de Rabelais, que, por supuesto, no se propone demostrar nada sino interesar y divertir cultamente a sus lectores, introduciendo de soslayo su concepción del mundo y ¿por qué no? sus lícitas dudas acerca del más allá.
No sólo esto. Rabelais había ocupado su tiempo en confeccionar almanaques y pronósticos, de modo que conocía por dentro ese mundo paralelo que hasta nuestros días sigue planteando ciertas preguntas que nadie puede contestar de manera inequívoca: de todo aquello que, en términos del siglo XX, se ha llamado futurología. La experiencia de nuestro autor en este campo va a servirle, como todas sus demás vivencias, para enriquecer un texto ya de por sí opulento y complejo.
Los diversos procedimientos empleados para vaticinar el futuro, lo que en términos generales se llama mántica, son tan variados como los individuos que los cultivan. En la novela de Rabelais, autor entre cuyas principales características está el enciclopedismo, no podía faltar una serie de episodios o capítulos relacionados con el tema. Pero la complejidad y riqueza con que el genial novelista trama sus argumentos no obedece a una visión simplista. En el tercer libro, exteriormente dedicado de manera casi exclusiva a dirimir la conveniencia del matrimonio de Panurgo o las desventajas inherentes a esta toma de estado, se combinan los diversos procedimientos mánticos con argumentos en pro y en contra del estado matrimonial, una mirada desalentada e irónica sobre cualquier tipo de predicción y, finalmente, una magistral exposición de lo aleatorio y poco confiable de la hermenéutica."

Ernesto de la Peña
Carpe risum. Inmediaciones de Rabelais



El sol nocturno

Ordena con la voz todo el futuro, abre la simiente,
reacomoda las luces, recorre la ciudad,
busca la aurora en la noche profunda
para encontrar el sol oscuro, el día sin tiniebla
en que vive tu raza, tus muertos resucitan
y se instaura la música.
O en plena madrugada, a la sombra insidiosa
de una felicidad sin mácula,
comparte el pan y el vino, la mano y el acierto,
la piel y la substancia en que se envuelve el júbilo.
Hay que instaurar el entusiasmo, preservarlo
de pie, silencioso y terrible,
inaccesible y a la mano,
como guardián de todos los misterios.
Es el momento rígido, vecino de la muerte,
de hacer las cuentas con el alma,
vislumbrar mansamente la vida que se escapa;
tomar por la cerviz, indómita, impotente,
la lozanía inicial, los hallazgos,
el castillo de niebla de una vida,
que se agostó en impulsos
y cultivó solícita los ardores del sexo,
prodigándose en gestos apremiados
y fervores erróneos.
Deambulo por avenidas ásperas y calles apagadas;
releo las mismas cosas, digo lo mismo,
mis virtudes, mis vicios son apenas las letras
de algún texto sin final conocido,
impunes signos de metal oxidado,
agua pasada por el río que no se detiene,
agua veloz, de rapidez sin meta;
los recuerdos, disfraces de la nada,
amortiguados, imitan el fuego y ocultan la distancia,
como una mala costra que nos llaga y consuela,
sobrenadan,
invitan a un festín de piedras extinguidas.
La soledad vesánica invade la vejez
llenándola de ecos,
irguiendo la memoria como reducto fiel de la mentira.
Esta es la edad de despedida,
sitial de la nostalgia, hospital melancólico
para apagar los huesos y detener la sangre.
Pero hemos vivido con los ojos abiertos
y la pasión dispuesta.
Hemos vivido y una huella indistinta,
alguna vez sin sombra y sin temores,
desafió al fuego elemental, agorero de ruina,
alguna vez se levantó y sus pasos,
los tuyos y los míos,
hirieron el camino y le dieron derrota.
Otras, muchas veces, pudo confabular,
urdir inocentes estambres de albedrío
y sintió como un eco estelar
una conspiración celeste
para elevar su fortuita vehemencia
y lanzarla al espacio,
como la clave enérgica del hombre.
Heredero y señor de lo casual,
munífico mendigo,
te fue entregado el mundo ajeno,
la cordura sensual de las tardes,
y el asombro espontáneo con que se anuncia el sol.
Acudieron a rescatar tu sombra de la nada naciente,
el verdor de los árboles y el agua férvida del río,
te abandonó la linfa y te compró la sangre,
y ante tus ojos mudos y tu piel venidera
instauró sus quebrantos la alegría
y su constancia el duelo.
Volátil, errabunda, te propició la vida la ausencia y la nostalgia
e implantó en tus arterias la sal equívoca del odio,
las turbulencias sacras del amor
y la facilidad del abandono
y el olvido.
Tu presencia banal creó la galaxia
e hizo estallar sin ruido a las estrellas,
plagó el espacio de huecuras
y acompasó la danza de la abeja, la ponzoña del áspid,
la insoportable altura de lo bello,
el retumbar de la condena,
la ausencia larga, sin retorno posible,
y las largas cadenas de tu origen.
Munífico mendigo que te otorgas el cosmos
y te quiebras de amor inopinado,
de entregas sucedáneas y lealtades fugaces:
¿dónde nace lo eterno de tu estirpe,
si tu vigencia es apenas la huella de un instante
y tu ámbito estelar es menos que la sombra de una sombra?
Nos habita la luz de las palabras,
que asignan su sitial al río y al planeta,
que socavan el cuerpo de la piedra
y la hacen cintilar en el diáfano polvo que la hizo;
entran a saco por las venas del tilo,
se esparcen en la doble avenida de los álamos
y en el júbilo interno de la rosa,
que vive por su aroma
y prepara su muerte en las espinas.
De tus sílabas que habitan el misterio
y proyectan nostalgia hacia el futuro
nace esta pródiga armazón que funde al caos,
lo lleva de la mano con la solicitud de la certeza
y lo trueca en figuras estelares,
en cabelleras pétreas que surcan el espacio
y en los canosos árboles del mundo.
Tu origen es de ayer, de hace un segundo,
cuando el agua sin nombre se negaba a sí misma
y fluía sin manar en ruido anónimo,
entre la cabellera alquímica del césped;
las aves ignoraban que su vuelo
es el sostén del aire y su substancia;
el sol ardía de pie, sin ser divino,
ni cortejar al disco de la luna;
no había futuro; la profecía estaba muda;
la raíz daba savia silenciosa
y, sin saberse,
persistía en crecimiento.
Has de morir, hombre de tribu y de temores:
en un acre momento insospechado se abatirán tus vísceras
y un viento innominado arrastrará tu polvo
y ni siquiera un eco
recordará tu labio en movimiento
y tus ojos que miden.
Se extinguirán los nombres con tu tribu,
se irán por las montañas hacia un recinto no llegado.
Los ancianos, los niños agoreros,
en cuyas venas sobrevive la sangre del origen
mansamente, no habitarán la tierra;
el barro, el metal, el íntimo entusiasmo de la piedra
y el goce vegetal que el viento auxilia
seguirán sus rutinas, prodigándose
en una danza silenciosa y ritual,
en una música inaudible.
¿Se seguirán viviendo la flor, el átomo y el aire
hablándose en sigilo,
diciéndose secretos que algo mueve?
Es tan ingenuo el mundo y tan antiguo,
que no siente la envidia y el vicio no lo aqueja;
el agua del origen no le quitó la vida a nadie
y el fértil terremoto reacomodó los montes
mientras el fuego hollaba los umbrales del cielo.
Vuelve a tu hogar, asiéntate en la nada:
no hay dolor ni alborozo,
ni el lujo de un quebranto,
ni la amorosa intriga en que sucumbes;
vuelve a tu piel aunque nunca saliste,
asómbrate de todo, de la puntual codicia
con que la estrella cambia de colores
para morirse y revivirse
en medio del silencio del derrumbe.
Quédate aquí, inmortal fallecida,
no te percates de tu muerte,
aunque estés asediada por sus brazos sombríos
y su cadena inevitable.
No abandones tu puerto de llegancia,
el sacrosanto sitio
en que el cordaje de tus naves canta,
no renuncies al vuelo ni a la hondura del agua,
no dejes viuda a la nostalgia:
es indigente y sobrevive,
sobrevive, tenaz, como un espectro,
porque el amor la necesita
y le hace falta al sol y a la distancia.

Ernesto de la Peña



"La eternidad parece que no se da en la naturaleza, no se da siquiera en el cosmos físico, entonces pues todo está condenado a desaparececer."

Ernesto de la Peña



"Los primeros años del siglo XX vieron florecer a mucha gente que se refugió en la superchería para ganarse la vida o atraer la fama. Una mujer enigmática se convirtió en obsesión para sus contemporáneos y marcó aquella época de manera similar, aunque menos digna, que la polémica en torno al capitán Dreyfus. Venida de no se sabe dónde, Mata Hari1 provocó una conmoción en la segunda década de aquella centuria, cuando todavía no se adivinaba el resultado de la guerra. En tales circunstancias brotan dondequiera personajes peculiares, hijos naturales del río revuelto: santones fictos, artistas sin obra, eruditos semianalfabetos, aristócratas de pacotilla, magnates financieros que viven del sablazo en espera del hipotético negocio multimillonario, vírgenes que abochornarían a Celestina...
Esa llamativa mujer de cejas rectilíneas, brazos muelles, senos magros y grupa abundante fue ejecutada en las zanjas de Vincennes el 15 de octubre de 1917. Su ficha policial parece haber dicho: Nombre verdadero: Marghareta Gertruida Zelle, Alias (nom de guerre): Mata Hari. Profesión u ocupación: cocotte. (Se hace pasar por tal y por bailarina para encubrir su trabajo de espía a sueldo de los alemanes). Sentencia: ejecución por fusilamiento.
Imaginativa y segura de sí, no teme a la competencia que podrían hacerle las consagradas Bella Otero o Isadora Duncan. Mata Hari no recurre al color español ni al hieratismo griego, convencida de que mostrarse semidesnuda como bayadera le ha de granjear la admiración y el dinero de nobles y plutócratas. Y no se equivocó: la fascinación de lo excéntrico no se hizo esperar en el París de entonces. Un escritor de aquellos días la describió así: "Una plegaria danzante, la larga plegaria de amor al astro deseado se exhalaba de todas sus palpitaciones; se estremecía, giraba, ascendía. La bayadera sagrada angustiaba a sus bellos brazos amorosos, los martirizaba para que se atrevieran al gran gesto. El vientre se henchía. La piel se torcía, clamaba, se ofrecía... ¡la luna!"

Ernesto de la Peña
Mata Hari: Evocación extemporánea


"Todo ser humano lleva dentro de sí, por censureable o vil que sea, una zona de verdad, de luminosidad y trascendencia."

Ernesto de la Peña









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