Ignacio Padilla

"„La sociedad civil solidaria y organizada que tanto se jactó de su emergencia con los sismos es la misma que luego bajó las manos ante el fraude electoral de 1988, la misma que creyó y avaló la construcción de la efímera quimera salinista, la misma que en nuestros días ejerce sus labores democráticos como si se tratara de imperativos neuróticos. ¿Negamos los sismos porque los vinculamos con esta penosa actualidad social y política?"

Ignacio Padilla



"Las palabras empleadas para describir los sismos eran predecibles: tragedia, desastre, catástrofe. No circuló la que mejor habría explicado lo que estaba ocurriendo: vértigo."

Ignacio Padilla
Arte y olvido del terremoto





"Los términos con que todavía explicamos la belleza de lo catastrófico iluminan asimismo la relación entre la poesía y el agua: la contemplación del naufragio, el arraigo de la tormenta en la memoria individual o colectiva, acaso también la superación del desastre mismo merced a la emoción que genera contemplar, leer o imaginar al hombre solo de cara a la furia oceánica. Aún ahora, mientras los popes del posmodernismo lloran la muerte de la sensibilidad romántica, la noción de lo sublime adquiere nuevos bríos: la sinrazón contemporánea se rebela contra la lógica aparente de quienes hace décadas nos declararon ineptos para escribir poesía después de Auschwitz. Demasiado tiempo creímos con Theodor Adorno que el arte había muerto junto con nuestra capacidad para extasiarnos ante el ímpetu de los meteoros y para ahogarnos en la noción de lo absoluto que en nuestro espíritu excita la tempestad. Con demasiada sumisión acatamos en su hora la sentencia a muerte de la poética del desastre. En su histórico responso a lo sublime, Blumenberg quiso imponernos su metáfora de la existencia como naufragio: la vida misma como un cataclismo cuyos protagonistas habríamos perdido nuestro sitio en el cosmos. Insertos en este naufragio existencial, nos habríamos vuelto incapaces de representarlo. Ahora sólo nos quedaría sobrevivir a la catástrofe de la modernidad sin poder jamás llevarla al buen puerto de la poesía o de las artes visuales. La literatura y la cinematografía recientes demuestran que Blumenberg se equivocaba: hoy más que nunca propendemos a ilustrar naufragios. En el mundo postatómico impera una tenaz negativa a aceptar la muerte de la ficción y la visión apocalíptica frente a la magnitud de los desastres que signaron el breve y atroz siglo XX. Cierto, hoy parecemos más interesados en sobrevivir al desastre de la civilización que en experimentar la representación de su belleza."

Ignacio Padilla
La isla de las tribus perdidas



"Mi relación con Dreyer volvió a estrecharse durante las semanas que vinieron después de su iluminación. A medida que sus planes de suplantar a Adolf Eichmann se hicieron tan viables como imperiosos, su confianza en mis buenos oficios recuperó el cauce de antaño, y trazó conmigo hasta el último detalle del camino que debía situar a kretzschmar al mando del Departamento de Investigaciones Judías de las SS. Por ese lado, todo fue cumpliéndose sin tropiezos, tal como Dreyer lo había planeado. El muchacho se mostró dispuesto desde un principio a obedecerle y someterse al riguroso sistema que el general usaba para borrar el espíritu de sus discípulos y prepararlos así para asumir una nueva identidad. Pronto, ayudado por el milagroso trabajo de los cirujanos de Goering, Kretzschmar estuvo listo para suplantar a Eichmann, y Dreyer pensó que la ocasión para hacerlo se presentaría en cualquier momento.
A medida que progresaba la guerra, el poder de Eichmann en las líneas del Reich se había incrementado en forma dramática, y si bien el exterminio de judíos se conservaba en secreto, corrían serios rumores de que en sus trenes de muerte se hacinaban a diario miles de seres de los que nunca volvía a saberse nada. La disciplina del coronel Eichmann, su profundo conocimiento del transporte terrestre y su odio hacia los judíos le habían convertido en una perfecta maquinaria de destrucción, lo cual hacía cada vez más difícil concebir la idea de que su obsesión por el ajedrez sería tan grande como para apostar en una partida el poder que probablemente había ambicionado desde la adolescencia. Dreyer, no obstante, jamás dudó de que Eichmann estuviese dispuesto a darle la revancha y apostar su propia vida cuando él le presentase a su campeón. Nunca, por otro lado, apenas sopesó la posibilidad de que Kretzschmar fuese vencido por el oficial de las SS. Si aquella partida llegaba a verificarse, sería porque él mismo había demostrado antes su superioridad sobre el muchacho, y estaba tan seguro de su propia capacidad en el juego como en la de Kretzschmar para vencer a Eichmann. En cierta forma, Kretzschmar se había convertido para él en algo así como la armazón impenetrable que en otros tiempos le había hecho falta para vencer al coronel. Bastaría entonces convencer a Eichmann de que apostase su identidad contra él para que sus planes comenzaran a tomar la forma que él quería darles. Y si Eichmann, en un momento dado, vencía o se negaba a aceptar su derrota, Dreyer se encargaría de eliminarle en el acto, aun cuando esto hiciese más difícil, o quizá imposible, la suplantación.
Pero Thadeus Dreyer y su joven campeón del ajedrez habían elaborado sus planes desde la lógica impecable de los ajedrecistas, una lógica ajena a la realidad que dependía en gran medida de un concepto de honor que no puede esperarse en ciertos hombres. Nunca, ni por un instante, pensaron que alguien pudiese delatarles antes siquiera de que Dreyer tuviese la oportunidad de proponer a Eichmann la partida definitiva. Me bastó dirigir a Himmler una carta anónima para que éste ordenase de inmediato nuestra detención y orquestase el brutal desmembramiento del equipo de suplantadores que Dreyer había ido preparando bajo los auspicios del general Goering. Acusados de colaborar con una conspiración semítica descubierta pocas semanas atrás, los hijos adoptivos de Dreyer fueron desapareciendo uno a uno de sus casas y sus cuarteles. Por lo que hace al joven Kretzschmar, no tuvimos tiempo de saber qué suerte había corrido, mas no era aventurado sospechar que habría acabado sus días en los sótanos de la Gestapo. Antes de enviar la carta a Himmler, consciente de lo importante que era para mí poder conservar a Dreyer con vida, yo había establecido un providencial contacto con el Servicio Secreto Británico y las autoridades suizas para facilitar nuestra huida. Casi tuve que secuestrar a Dreyer cuando comenzó la persecución. Empeñado en conocer la suerte que correrían Kretzschmar y los demás impostores, hizo cuanto pudo por permanecer en Berlín para ayudarles. Sin embargo, cuando comprendió que era demasiado tarde para hacer nada, accedió a escapar con una resignación y una cobardía que, sin duda, habían de emponzoñar los días o los años que le restasen de vida."

Ignacio Fernando Padilla Suárez conocido como Ignacio Padilla o Nacho Padilla
Amphitryon



"No vale la pena agitar el frasco de las garrapatas. Esto es un juego, como todo lo que vale en la literatura. La palabra es una y la misma; la novela, digan lo que digan, viene de siempre y continúa. Rompiéndola, prevalece. En efecto, si no hay nada nuevo bajo el sol, es porque lo viejo vale para la novedad."

Ignacio Padilla



"Porque mi memoria persistía más allá de mi propia muerte y por encima de mi materia, y también por encima del tiempo."

Ignacio Padilla



"Su mirada vuelve a perseguir el minutero. Hace por lo menos una hora que ellos debían haber llegado. Que alguien debía haber llegado. La mujer que no habla ruso gira la cabeza algunos grados en dirección sur-sudeste y examina con mal disimuladas ansias a quienes pasan frente a ella sin reparar en el libro que tiene sobre las piernas. Varias veces la mujer ha intentado sacar algo en claro del título del volumen, y tantas más ha fracasado. Frunce de repente el ceño al recordar al viejo de la librería del Centro de Estudios Soviéticos. Le enerva acordarse de cómo el hombre se ha molestado cuando ella no ha sido capaz de proporcionarle el apellido del autor del libro, menos todavía el de la casa editorial. Creo que sólo tengo el título, ha dicho ella entregándole la tarjeta donde efectivamente viene anotado en cirílico el título del libro. Abajo, en caracteres latinos, se indican el lugar y la hora precisos en que ella habrá de esperar al remitente del mensaje. Una mañana entera de soportar los regaños del maldito viejo. Horas sin cuenta esperando a que revise sus catálogos hasta dar con un volumen que de cualquier modo ella no leerá.
Cuando recuerda su visita a la librería, la mujer que no habla ruso decide suspender la espera. Tiene hambre. Cada vez siente menos deseos de seguir soportando la indiferencia de los transeúntes. Una vez más alza el libro y lo hojea. Lo cierra con un golpe más cercano al miedo que a la resignación. ¿Dónde está tu fuerza de voluntad?, se dice. De acuerdo, esperará un poco más. Les dará una nueva oportunidad para que vengan a buscarla. ¿Qué importa el hambre o la espera? ¿Qué más da que el libro esté en ruso? Lo que importa del libro es otra cosa: ese inofensivo amasijo de papel confiere a su existencia un carácter singular. El libro importa porque permitirá que un desconocido la identifique a ella y a nadie más que a ella en medio de la multitud que abarrota el parque.
Pero el desconocido no llega. Hace más de ochenta minutos que pasó la hora de la cita. Nuevas preguntas asedian a la mujer que no habla ruso. Ya teme, ya mira el reloj, ya comienza a sospechar que ha sido víctima de una broma. La mala broma de un amigo o un enemigo que no tiene. O de un maniático, quién sabe. Un asesino tímido y afecto a las novelas de espionaje, a las notas anónimas ideales para incautos. Pero no: ninguna de esas posibilidades le parece suficiente para desistir. Por ahora será mejor no pensar en eso. El libro vuelve a sus muslos. Arrecia el viento.
Tras abandonar la librería la mujer que no habla ruso ha guardado su nota mínima en el bolso. Ahora lo recuerda. Allí está el sobre amarillo con su nombre y su dirección claramente mecanografiados. No hay remitente. Dentro del sobre está el papel en blanco y sin dobleces que la cita en el parque a las cinco en punto de la tarde y le indica el título del libro mediante el cual habrán de identificarla. Hay que decir aquí que en ningún momento ella ha dudado en acudir a la cita, por lo que ahora, rodeada de palomas y paseantes impávidos, le avergüenza un poco su aquiescencia. Pero ya es tarde para arrepentirse: por su propio bien, será mejor que siga creyendo que la aventura al fin ha irrumpido a saco en su vida de cines vacíos, mejor será imaginarse todavía eslabón de una intriga internacional de dimensiones planetarias. Sólo así conseguirá no mirar su reloj una vez más, sólo así hallará la fuerza necesaria para no levantarse de la banca y seguir creyendo que en su novela personal está en juego el pellejo de la humanidad, el tumulto que ahora mismo la ignora.
La multitud en el parque languidece. En vano busca la mujer al caballero de gabardina o a la vampiresa o a la muchacha con aires de perseguida que habrá de entregarle un microfilm y que mañana amanecerá estrangulada en la habitación más sórdida de un hotel de mala muerte. Nada, nadie. A las siete su mano izquierda aporrea el libro. Va a arrojarlo al suelo cuando descubre que no está sola. O más bien, que no sólo ella está sola: en las bancas aledañas otros comparten su dilema. A unos pasos de ella, un hombre sumamente obeso finge leer un libro diminuto, quizá un devocionario. Más allá, una anciana levanta una revista de modas que nadie se detiene a mirar. También anda por allí un estudiante sudoroso que ha colocado junto a sí un enorme volumen que bien podría ser la Biblia. La mujer que no habla ruso querría preguntarles si también ellos han recibido esa mañana un sobre amarillo con una nota anónima, pero teme que ese acto, en apariencia inocuo, resulte ridículo, o peor aún, inconveniente para los planes de sus potenciales cómplices. Se limita entonces a mirar con suspicacia al hombre obeso, a la anciana y al estudiante. Prefiere imaginar que son sus enemigos.
Darán por fin las ocho sin que el contacto se establezca. Llegarán acaso otros paseantes con otros libros, y recorrerán el parque con la impaciencia del secreto y la soledad compartidos. Finalmente volverán a casa, todavía inciertos de si han sido excluidos de una novela que no acaba de escribirse. Como todos, como nadie, la mujer que no habla ruso se sentará esta misma noche frente a la máquina de escribir y redactará en venganza una carta anónima. A las tres de la mañana tomará el directorio telefónico y elegirá un nombre al azar."

Ignacio Padilla
El androide y las quimeras




"Un bofetón de náusea me cegó por instantes mientras bajaba del tren en Malombrosa. Hipersensible a las miserias del puerto, o aturdido todavía por mis recuerdos navegados en ectricina, de inmediato confirmé que en un sitio como ése media humanidad estaría buscando algo que la otra mitad no estaba dispuesta a ceder de buenas a primeras. Si bien la perspectiva de instalarme en un ambiente hostil no me era del todo ajena, me pareció esta vez que las cosas tenían matices que era difícil pasar por alto. Por una parte, me tranquilizaba saber que nadie ahí sabía de mi pasado, y que incluso la policía de aquella provincia apartada difícilmente ostentaría la misma omnisciencia de la que hasta hace poco había hecho gala la de la capital. Llevaba además algún dinero, ropa y ectricina suficientes para sobrevivir varias semanas, de modo que no era la indigencia lo que me preocupaba. Era otra cosa, probablemente el temor de volver un día a mi rutina sin haberme enfrentado a los demonios que me asediaban, o quizá la sospecha indiscernible de que ese viaje encerraba la amenaza de una metamorfosis contra la cual había luchado desde mis épocas de estudiante y que empezó a cobrar fuerza cuando la multitud me llevó a empellones fuera de la estación ferroviaria.
A esa hora de la tarde las casas, las calles y las tiendas de Malombrosa mostraban un incómodo silencio de clausura. Nada hacía pensar en la proverbial animación de esos puertos que llevan siglos cobijando putas y marinos en la provisionalidad desalentadora de sus viajes. Cuando al fin pude preguntar a un marinero por un lugar donde hospedarme, éste me miró como si la sola idea de quedarme ahí fuese el mayor de los desatinos. Más tarde, sin embargo, cuando fui a la policía para informar como es debido de mi llegada, los propios responsables del registro me sugirieron que mejor buscase una pensión, pues en esos tiempos los registros de huéspedes eran los únicos fiables con los que podían contar las autoridades. Todavía me parece escuchar la voz de la funcionaría prognata que entonces me dijo en el tono de quien está harto de dar siempre la misma explicación a demasiada gente: –Si tiene dinero, puedo conseguirle lo que sea, excepto una forma legal de registro de llegada. Aquí la ley es lo único que no puede comprarse ni con todo el oro del mundo–. Tras decir esto, me entregó de mala gana una tarjeta con los datos de una pensión de nombre visiblemente extranjero que tenía no obstante la sonoridad nefasta con que todas las lenguas aluden a ciertos insectos ponzoñosos.
Abandoné, pues, el registro con el desconcierto de haber dejado de sentir al mismo tiempo la amenaza y la protección de los poderosos. Una hilera de sirenas de barco se mezcló de pronto con el canto inusitado de un muecín que llamaba por altavoz a la plegaria. Temeroso de que la noche me sorprendiera sin haber hallado abrigo, me aferré a la tarjeta que me había entregado la mujer del registro y me adentré en el pueblo.
Al cabo de media hora desemboqué en un mercadillo a punto de cerrar. En el aire flotaba un olor picante en el que pude distinguir la memoria del clavo, el azafrán, la pimienta, una bacanal de especias cuyos restos cubrían aún el suelo con una alfombra evanescente. Iba a declararme extraviado cuando distinguí, al fondo de la calle, el azul inconfundible con que en otros tiempos se pintaban las fachadas de ciertos moteles administrados oblicuamente por la policía. Sobre la puerta había un letrero donde el nombre de la pensión encabezaba una lista desquiciada de servicios que incluía envíos postales, asistencia mecanográfica para el llenado de licencias navales, renta de instrumental médico para la extracción de muelas y apoyo jurídico en gestiones relativas a no entendí qué oficina de abasto marítimo. Antes siquiera de que hallase el timbre, me abrió la puerta un hombre cuyos lánguidos modales habrían encajado a la perfección con los del responsable de una funeraria. Sin cortesía ni enfado, mi anfitrión anotó los detalles de mi cédula de identidad y me guió en silencio hasta una habitación cuyo único atractivo era un ángulo de mar que se asomaba tímido por la ventana herméticamente cerrada. El graznido agorero de una legión de gaviotas atravesaba aquellos muros visiblemente frágiles, tapizados de amarillo, que franqueaban un camastro de sábanas viejas, un escritorio sin silla y un vaso de plástico que ostentaba una flor anaranjada, también de plástico. El suelo y el mosaico en el corredor apestaban a lejía. Una cordillera de burbujas de escayola denunciaba que el techo había sido pintado recientemente para disimular una epidemia de filtraciones más bien irreparables."

Ignacio Padilla
Espiral de artillería














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