José Vicente Pascual

"Fue una tarde de Abril, llegaban procaces a la habitación los colores siniestros de un ocaso próximo a la Vega y a las nieves perpetuas del Veleta, un atardecer granadino en su apogeo, en su dimensión más oscura, insana, terrible y cruel, y el patrón estaba allí, frente a mi persona, apurando la colilla amarillenta de un Habano al que había arrancado el filtro, tosiendo sin consideración hacia los dos sobrinos, el sobrino nieto y el nieto político —yo mismo—, congregados bajo su mandato, era una reunión familiar y el asunto no podía ser más grave, el gesto inmisericorde, dolorido y soberbio de don Andrés Solares Huerta-Pintado no dejaba lugar a interpretaciones: estábamos allí para hablar de Rosaura, de lo de Rosaura, y la única palabra que quedaba por decir era la del jefe de la familia, aquel viejo sin afeitar y vestido con un traje de algodón blanco pasado de moda, con el nudo de la corbata ampliamente desabrochado y la voz encharcada de toses, de simos y pausas obligadas para atrapar el aire imprescindible que le permitiese seguir hablando, agotado, consumido por el honor, una vieja estampa de un hombre de otra época, los sobrinos y el sobrino nieto, impecables, recién aseados, oliendo a colonia de hierbas y a loción facial americana aguardaban mudos y pegados a la pared, y yo en medio de la habitación, padeciendo un temblor sustancial y peregrino de rodillas abajo, escuchando, escuchaba y maldecía los tonos negros, asfixiantes y mortíferamente dulces del crepúsculo, la fugaz y tensa postrimería que nos había citado en el arcaico palacete del Albaycín y en aquella tenebrosa habitación, así que contuve el aliento, apreté los puños y sostuve firme el peso de todo mi cuerpo sobre las caderas mientras escuchaba impávido, dolorido, disimulando, las palabras de don Andrés, disimulando como un reo al que no se puede condenar por falta de pruebas, disimulando —es la expresión exacta—, como un homicida perfecto."

José Vicente Pascual
Palermo del cuchillo



"Me desenvuelvo mejor en la época renacentista, por un sencillo motivo de proximidad y experiencia vital. La ciudad donde crecí, estudié y me hice escritor, y donde he vivido la mayor parte de mi vida, Granada, padece y también vive algo ensimismada en un ideario común (popular) muy vinculado a la gran crisis tardo renacentista de 1492. Si los Reyes Católicos están enterrados allí, es por algo; y puedo asegurarle que las reales cabezas de sus reales esculturas funerarias, reposando en pétreas almohadas, siguen ejerciendo esa influencia que marca “el espíritu del lugar”. Todo el mundo identifica a Granada con la Alhambra y los mitos sobre los últimos monarcas nazaríes, pero lo cierto es que el edificio más importante de la ciudad, desde la perspectiva de la historia, es la abadía del Sacromonte: un centro religioso construido sobre la impostura de los célebres “libros plúmbeos” que ha marcado el pulso cristiano en esta dialéctica de pasado-presente nunca resuelta. Los personajes históricos vinculados a la Granada zirí y nazarí son melancólicos y evanescentes, como si vagasen en los nimbos de una leyenda reiterativa que es, al mismo tiempo, su gloria y sus prisiones. Bobadil, por ejemplo, el llamado Zogoibi, el Desventuradillo, nunca podrá zafarse de aquel topicazo romanticoide del “Suspiro del moro”, el “Llora como una mujer… etc”, sentencia con que su madre, la intrigante y codiciosa Aixa la Horra, lo condenó para siempre a servir como paradigma de la pusilanimidad, la tristeza por lo perdido, la derrota. (Nada más lejos de la realidad, por cierto). Al contrario, los grandes personajes renacentistas vinculados a Granada son ejemplo de tenacidad, arrojo, inquietud y ambición. De los Reyes Católicos a Juan Latino, pasando por el Gran Capitán, Diego Hurtado de Mendoza, Alonso del Castillo, nos encontramos con gente de carne y hueso, con sangre en las venas y músculo pegado a los huesos, personas reales con afanes muy de este mundo; gente que vive, ama, codicia, se equivoca, se levanta, porfía y lucha. Quizás sea yo en exceso apasionado, pero siempre he preferido la raza y el genio humanos a la seducción lírica de la melancolía. Con personajes como Juan Latino, Gonzalo Fernández de Córdova o Hernando de Válor (Aben Humeya), pueden escribirse novelas en las que la tinta se agarre al papel como la sangre a la vida. Los cuentos de la Alhambra dan para mucha poesía, de la buena y de la folclórica. Pero es el caso que yo no soy poeta."

José Vicente Pascual




"Si para escribir sobre determinado asunto hay que trasladarse al siglo de los barcos a remo, se traslada uno y problema resuelto."

José Vicente Pascual



"Yo creo que estas fechas post-navideñas son de lo más apropiadas para hablar de asuntos como el que sigue. Paraempezar —por principios—, es conveniente morir en casa, en la cama y sujeto de la mano por alguien que te guarde estima, aunque no tanta como para descomponerse en plañidos. Las demás sabidurías sobre esta delicada disciplina son accesorias porque uno nace y muere y en medio todo son excusas y prolegómenos, así lo creo. Fatídicamente estoy convencido —por lo fatídico, se entiende— de que nacemos, la vida nos deposita dulcemente sobre el nido de la conciencia y al cabo de un tiempo la vida nos lleva de nuevo a los orígenes y nos acoge con piedad infinita en el magma cálido del ser hecho materia, el cosmos benévolo del que todo surte y en el que todo palpita; y esto último no es retórica sino, ya lo dije, una certeza íntima, o mejor dicho: mi rechazo a la construcción conceptual tan embustera y tan pusilánime que llamamos muerte. Nada tiene sentido de muerte ni forma de muerte ni influencia o ley de muerte en la verdad de cuanto existe. Del miedo humano a los fríos del infinito, también a lo que ignoramos y de ninguna manera podemos concebir y mucho menos comprender, nace esa idea absurda protectora de la conciencia y la individualidad, cierto, mas del todo descorazonadora si la enfrentamos a la evidencia de nuestra precariedad pasmada ante lo inconmensurable del vacío, el triunfo sin discusión de lo ajeno temporal y material y lo que será todo cuando nosotros —suponemos— ya no estemos; y a esa idea absurda le decimos muerte y quedamos tan conformes mientras no sea a nosotros quien se lleve la mal dicha muerte, lo cual es una solemne simpleza y una majadería grande entre las más grandes. Morir es seguir siendo en el mismo lugar del que vinimos, pues no hay nada muerto en la naturaleza, ni en la vida ni en el cosmos inorgánico inteligente. No hay nada muerto ni nada significa decir “ha muerto” o “está muerto” porque la muerte —el concepto, la palabra muerte— sólo tiene traducción inteligible para quienes ahora vivimos siendo partícipes de identidad y conciencia, sabiendo que dentro de poco desaparecerá esa presunción de estar y ser cabalmente de aquella única manera.

Todo lo cual se ha dicho a modo de discreta digresión, con motivo de haber evocado el fallecimiento de una persona querida y los ditirambos consiguientes que he tenido que escuchar y leer al respecto.

Todo lo cual he escrito porque a veces, sólo en ocasiones, me vienen al santiscario estas reflexiones sobre la evidencia, como una tozuda asignatura de la que sólo puede uno librarse exponiéndola de forma más o menos organizada, más o menos ordenada, más o menos desganada ante la persistencia humana universal en el paso sin pie, la muerte dicha tantas veces, entre la desesperación y las ganas de siesta: ¿qué cosa hay muerta en el universo, qué maldita cosa tan importante hay muerta para que nosotros demos tantísima importancia a ese invento de sombras y miedo al que nombramos muerte? Si no nos tenemos compasión, pensaba y ahora digo, al menos tengámonos respeto y no lloremos en el intento infantil de llenar los océanos del cosmos con nuestras lágrimas. Porque yo quiero tenerme respeto, no he sudado insomnios hasta agotarme y soportado la niebla de ayer durante tantos años —los que llevo en este lado del ser, y lo que quede— para perderme ahora en lamentos y explicaciones de salida de misa, de después del partido, de cumpleaños del primogénito, de última copa antes de retirarse a dormirla; lamentos y explicaciones sobre la muerte y sobre otros asuntos serios tan serios como una notaría. Habrá quien piense que un servidor, así por lo pronto, sin avisar y sometido a un arrebato de trascendencia, se ha puesto a hacer filosofía de bajo nivel como de toilette de restaurante de carretera, una filosofía doméstica en piso de protección oficial, algo así improvisado y simple aunque auténtico. Debo reputar inmediatamente esa evaluación como equivocada porque la filosofía y yo, no, nunca —eso espero al menos—. La filosofía, como dijo el que lo dijo, es método eficiente para exponer los grandes errores cometidos por la humanidad. También dijo otro que el ser humano es luciérnaga ignorante obsesionada por inventar la luz, de modo que el debate se acaba antes de empezarlo: nadie ha pensado nada en los últimos diez mil años que no haya sido un pensamiento de luciérnaga. Otra cosa es la imaginación, sea así y por tanto sea: la imaginación es el último argumento de la filosofía y por ese motivo y por ningún otro los filósofos han pasado siglos intentado explicar el mundo y encontrar el sentido de la existencia y lo único que han logrado es imaginar condiciones lógicas —ideales, utópicas— a cuyo amparo todo tendría explicación y todo tendría sentido; es decir: disparates. Prefiero ser simple —parecer simple, concederme el beneficio de la simpleza—, antes que intentar ser el más listo en la soledad del bosque y resultar ridículo. La filosofía tiene un único remedio, una salida más o menos airosa que Thomas Man ya descubrió en un párrafo de La montaña mágica —imaginación—, cuando un médico del pabellón de terminales, en el sanatorio para tuberculosos donde transcurre la acción de la novela, se dirige a una anciana aristócrata moribunda que llora y se desespera ante la inminencia de su final; el doctor se agranda, se adueña por así decirlo del dramático escenario, y amistoso pero con mucha firmeza recomienda a la agonizante: Usted, señora, hágame el favor de morirse sin tantos dengues. Lo demás son ganas de buscar subterfugios. Centrémonos: filosofía la justa, que con la imprescindible ya sobra. La imaginación es otro negocio, claro, pues ya sabemos que las cosas y todas las cosas que son y serán necesitan su relato para existir y su principio para empezar a imaginarlas; lo que quiere decir: a pensarlas. Verdaderamente, principios quieren las cosas. Y verdaderamente, de aquí no se sale ni vivo ni muerto."

José Vicente Pascual



























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