László Passuth

"Así empezó todo, como un capricho que se convirtió en verdadera pasión."

Laszlo Passuth


"Era casi imposible imaginar mayor contraste humano que el del capitán mercenario, procedente de una familia noble de Italia, que había recibido las órdenes sacerdotales y también el capelo cardenalicio en Bolonia, y el del profesor y predicador Juan Hus. El papa era un político de físico vigoroso, de mente aguda, prototipo de los dominadores de la Italia de esa época. Aventurero infatigable que no se detenía ante nada, que sufría por su hambre insatisfecha de oro y que al mismo tiempo era un alma atractiva, campeón inquebrantable de la Iglesia, nada inculto ni tampoco cruel. Había venido angustiado pero voluntariamente a Constanza: nada ni nadie le obligó a cumplir el deseo de Segismundo. Frente a él, el «magister» checo, educado en un ambiente de campesinos, que había pasado su vida en la tierra natal en su mayor parte, después en el Carolineum, en el ambiente de la universidad. El único idioma en que podían entenderse el papa y el acusado, era el latín. Hus (según testimonios de la época) hablaba un latín tosco, eslavizado, pero con una redacción impecable; acaso para los oídos italianos su pronunciación debía de parecer mala. El papa Juan hablaba la lengua de sus antepasados romanos, más parecida al italiano que al latín pero con la fluidez atractiva de quien está acostumbrado a tratar con caudillos, prelados y, más tarde, príncipes. Sin duda Juan vio en Hus al enemigo más peligroso de la Iglesia. Como «condottiero» en el pasado, quería liquidar a su enemigo como si se tratase de un combate. Pero sabía que Hus tenía el salvoconducto del rey romano. No se podía saber cuánta vigencia atribuía Segismundo a su propia firma, hasta dónde deseaba proteger al gran insubordinado. Que le trajeran ante él, que trajeran a Hus ante el papa Juan XXIII.
Después de la primera disputa entre Hus y el inquisidor que representaba al Concilio, se presentó el camarlengo pontificio para conducir ante su santidad al «magister». Primero se trataron las pequeñas ofensas: el «magister» había infringido la prohibición, predicando en todos los sitios en que se detuvo durante el viaje, y luego allí mismo, en Constanza.
Pero el papa Juan no aprobaba el plan de que el Concilio, aún en los preparativos para su constitución, condenara ya a Hus —y que le quemaran incluso— antes de que Segismundo, después de su coronación en Aquisgrán, llegase a Constanza. Porque así toda la responsabilidad hubiera recaído sobre el papa como supremo caudillo de Constanza y quién sabe si Segismundo —aunque sólo en apariencia— no le hubiera acusado abiertamente de atacarle, con la ratificación de la sentencia. No... ¡Que primero llegue el rey de romanos! ¡Que esté presente! Juan XXIII no debía dejar tras de sí acusaciones que se podían agravar en cualquier momento, cuando tanto necesitaba de la benevolencia de Segismundo, en situación tan apurada como la suya. Si empezaba a enumerar los pecados de Hus, como éstos se sumaban en la acusación, podría entablarse una polémica. Y en ésta llevaría probablemente la peor parte el papa. Ni sus conocimientos, ni su don de la palabra eran suficientes para convencer al «magister» de que debería renunciar a sus doctrinas.
De modo que el papa se limitó a expresar en términos breves y solemnes su desaprobación, pero ésta también en forma impersonal, como quien no quiere entremezclarse con la labor de la justicia eclesiástica. Se trataba tan sólo de una advertencia para los dos: uno, el sucesor de san Pedro; el otro, profesor de teología bajo el peso de una excomunión. Cuando, sin el benigno beso de su mano, despidió con breves palabras a Hus, hizo una señal: tras la puerta se formó una comitiva armada. Desde este momento hasta la tragedia final de Constanza, Juan Hus estaba considerado ahora como un hereje prontamente sentenciado, un preso que espera su última hora."

Laszlo Passuth
Poker de Papas


"La audiencia no se distinguía exteriormente en nada de las anteriores. Los capitanes estaban en semicírculo, Moctezuma sentado sobre un sillón renacimiento. Para Cortés habían puesto un asiento bajo y ancho que alcanzaba la altura de los demás a fuerza de almohadones. Los dos intérpretes estaban sobre escabeles delante de los personajes. Moctezuma empezó la conversación. Los españoles debían referir los acontecimientos del día anterior, informar acerca de lo sucedido y expresar sus deseos. Sobre una mesita se veían algunas joyas y algunas piedras preciosas sin montura. Dio a Cortés un resplandeciente rubí y, según su costumbre, colmó también de regalos a los dos intérpretes. Sentía el deseo -dijo- de estrechar todavía más la alianza de la sangre entre los capitanes y las hijas de su casa. A Malinche le ofrecía un fruto de su carne y los capitanes podían elegir entre las damas de la corte.
-Augusto señor: tus mercedes nos cubren; pero has de saber que, según nuestras leyes, un hombre sólo puede tener una esposa legítima. Sin embargo, te ruego nos des tu hija para que nosotros la eduquemos en nuestra fe y después rogar a nuestro señor Don Carlos que elija para ella el príncipe que deba tener el honor de poseer su mano.
La conversación seguía ligera y amena. Moctezuma estaba de buen talante y satisfecho. Cortés luchaba con su propio designio. Le hubiera gustado más el decir: "Hasta mañana, caballeros." Su mirada se fijó en Olid, que asía fuertemente el puño de su espada. Todos habían callado. Cortés desdobló el pliego que había recibido de Vera Cruz. Moctezuma conocía ya aquellos signos alineados en papel blanco que hacían soltar la lengua a los que comprendían su sentido. El capitán general comenzó a leer con voz profunda y solemne. Detrás de aquellos renglones parecía que le miraba Escalante, mortalmente pálido y con el cuerpo acuchillado, y veía también un montón de cadáveres decapitados frente al altar de los sangrientos dioses. Decía la carta: "Los prisioneros indicaban que la orden de atacar había sido dada al cacique de la costa por el Terrible Señor."
Moctezuma movió la cabeza. Sus informadores le habían enviado ya antes la hoja que anunciaba el luto y la sangre. ¿Qué exigía por ello ahora Malinche?
-Que se invite al culpable jefe a presentarse ante ti y que por sentencia de tus jueces se nos entreguen los culpables.
Moctezuma desprendió de su muñeca un signo o sello real grabado en un jaspe; con su propia mano tomó uno de los abanicos guarnecidos de oro, símbolo de su autoridad y con los que se citaba a los culpables a comparecer ante la justicia.
Cortés comenzó una larga y diplomática peroración que Marina iba traduciendo con esfuerzo y difícilmente... Estaban uno de otro a una braza de distancia, a sus pies la intérprete, y frente a ellos los capitanes, a un lado, como para protegerse del sol."

László Passuth
El Dios de la lluvia llora sobre México


"Los godos unidos escucharon sus palabras. Incluso aunque la invitación de Zenón resultase ser una trampa, ya no podría aprovecharse de una desavenencia entre las tribus godas, pues los godos que antes acaudillase el hijo de Triario habían reconocido como su rey a Teodorico, hijo de Amal. La tierra que ahora les era ofrecida proporcionaría alimento suficiente para todos; no tenían que luchar por esta causa. Actualmente era tierra de nadie, por la que merodeaban tribus errantes de los hunos.
Teodorico debía adoptar una decisión: o buscaba él mismo una nueva región donde su pueblo pudiese establecerse, u obedecía al emperador y se dirigía al frente de sus jinetes hacia Bizancio, cuyo sitio había vivido tantas veces en su interior. El dulce y dorado alimento de Constantinopla llenaba su alma. Lo ansiaba como un romano desterrado.
En cada etapa le esperaban nuevos honores. Recibió el título de duque de Tracia, lo cual significaba los derechos de un gobernador. Una nueva legación trajo la noticia de que podía aparecer ante el basileo como un magister militum; Teodorico tendría ahora en su mano todas las fuerzas armadas del imperio.
Los jinetes godos creían estar en el paraíso. Hacía sólo unos meses eran como locos acosados, bárbaros replegados en los montes y amenazados de muerte. Y Bizancio había puesto precio a la cabeza de su caudillo. Ahora volvía a ser hijo del emperador, magister militum, gobernador de Tracia... ¿qué más podía esperar?
A la llegada al palacio imperial, entró solemnemente con su séquito en el Senado. El consejo de ancianos de Bizancio, aquellos hombres condescendientes, aquella asamblea vestida con orgullosas túnicas, solicitó de Teodorico que aceptase para el año siguiente la dignidad de cónsul. Un extranjero había sido ya nombrado patricio, pero hasta ahora ningún bárbaro había llegado a cónsul.
Al atardecer, durante el banquete, Zenón dijo:
—Es apropiado que un padre, en su alegría, lo conceda todo cuando se trate de honrar a su hijo. La tesorería imperial se hará cargo de todos los asuntos del consulado.
El consulado ya no significaba en aquella época del imperio ninguna autoridad. Era un título honorífico. Y sin embargo, los años eran designados con los nombres de los cónsules. Precedían al cónsul los lictores llevando las fasces. Su palacio tenía la categoría de refugio sagrado. A una sola seña suya podían ser conmutadas las penas de muerte. Pero el consulado era al mismo tiempo una pesada carga: los ciudadanos esperaban de año en año la celebración de los tan admirados juegos. Los combates en el circo, las luchas de las fieras, los deslumbrantes desfiles, ricos obsequios para los habitantes de Bizancio, pagas elevadas para los legionarios... todo ello constituía una prueba de la generosidad de un cónsul. Así pues, no era de extrañar que durante largos años ningún ambicioso pretendiera el título honorífico pero costoso de cónsul de Bizancio. Ahora Teodorico, hijo del emperador, prestaría un nuevo brillo al consulado.
Artemidoro se convirtió en primer consejero del hijo del emperador, cónsul y dueño de muchos otros títulos...
El filósofo preguntó:
—¿Tienes algún otro deseo?
—Querría que mi madre y mi hermana estuvieran presentes en mi presentación como cónsul.
Era una situación delicada. La madre del hijo del emperador sólo podía ocupar un puesto junto a la basilisa. Pero Erelieva no era ni la esposa legítima de Teodomiro, ni ortodoxa. Aunque en Bizancio se sabía que Teodorico era hereje, no perdonarían el mismo defecto en su madre, de la cual ni siquiera estaban seguros que hubiese sido bautizada.
Erelieva pensaba en su hijo. Inclinó la cabeza. Cuando entró en el palacio imperial, ya había renunciado a su nombre, que aquí sonaba de modo muy peculiar. En la corte de la emperatriz se llamaba Eusebia.
También había llegado al campamento de los godos la carta de Anicia, junto con otra de Artemidoro. El anciano amigo pintaba a Teodorico un futuro optimista. «Escúchame: con la mano de Anicia se abrirá para ti todo lo inalcanzable. Sólo con que renuncies a la herejía arriana, podrás ser totalmente romano. Los niños que dé a luz esta doncella nacida en la púrpura, serán dignos de vestir el manto del basileo. ¡Y tú, Teodorico, serás el pilar eterno de nuestro grande y maravilloso imperio!»
Teodorico llamó a su tienda a los ancianos más sabios, a los generales godos, que eran de su misma sangre. Segismundo, hijo de Amal, el pariente de sangre real, expresó la opinión de los ancianos."

Laszlo Passuth
Rávena fue la tumba de Roma
















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