Leo Perutz

"A Behaim le costó trabajo resignarse, siquiera pasajeramente, con el desenlace tan poco honroso de aquel encuentro. Sobre todo le mortificaba la alusión a las ortigas que no le pareció carente de fundamento, pues abundaban en el asilvestrado huerto. Le entraron ganas de echar abajo la puerta de Boccetta para tenerle durante un rato a merced de sus puños. Pero con semejante acción habría contravenido la ley, y tal acto repugnaba a su naturaleza. Además, aunque la casa estaba muy deteriorada, justo la puerta se encontraba en un estado bastante aceptable. Estaba hecha de gruesos maderos de roble y habría sido inútil arremeter contra ella sólo con los puños.
Así que de momento no le quedó más remedio que seguir su camino, y mientras se alejaba profería contra Boccetta y contra sí mismo las palabras que le inspiraba la ira. Calificaba a Boccetta de avaro, ladrón y estafador y a sí mismo se culpaba de ser un torpe y un necio que ya no servía para nada y merecía una manta de palos. También afirmó en voz alta, haciendo que los que pasaban a su lado se diesen la vuelta asombrados, que quería ver a Boccetta secarse en la horca, pues Dios le debía esa pequeña satisfacción. Y después de haber incluido de esa manera a Dios en la lista de sus deudores, se tranquilizó un poco, pues Dios, según le habían enseñado, era a veces un pagador lento pero, en general, digno de confianza que no olvidaba los intereses."

Leopold Perutz conocido como Leo Perutz
El Judas de Leonardo



"Aquella noche, mientras volvía a casa por calles bien iluminadas, los transeúntes que pasaban cerca de mí debieron de tomarme por alguien que ha perdido el seso y el norte de una sola vez, yendo como iba presa de la excitación en que me habían sumido los acontecimientos de la velada, sin sombrero y luciendo una herida todavía fresca en la frente. Cuándo y dónde me hice aquella magulladura es algo que nunca he podido saber con certeza. Seguramente sucedió en el pabellón, cuando por espacio de unos segundos perdí el conocimiento; fue un ligero acceso de debilidad y pasó enseguida, pero supongo que de un modo u otro mi frente chocó contra algún objeto duro, el respaldo de una silla o el canto del escritorio. Recuerdo con bastante exactitud que inmediatamente después de recobrar el sentido noté un dolor intenso y penetrante sobre el ojo derecho, al que hice caso omiso y que por lo demás no tardó en desaparecer. Al salir de la villa de los Bischoff no tenía conciencia de haberme herido en el rostro, de modo que las miradas sorprendidas que me lanzaba la gente me hicieron concebir Dios sabe qué extrañas fantasías.
Me imaginaba que toda la ciudad estaba ya informada de lo que había sucedido en casa de Eugen Bischoff, y que todos sus habitantes tomaban partido en lo ocurrido y me atribuían a mí el crimen.
—¡Pero es posible que aún no te hayan detenido! —parecían decir los ojos sorprendidos de un joven estudiante que en aquel momento salía de un café. Me asusté y aceleré el paso. Enseguida vi a dos muchachos que estaban ante un portal, esperando que les abrieran. Parecían hermanos, y uno de ellos, el que llevaba una rama de serbal en la mano, no hay duda de que me reconoció. «Ahí lo tienes», oí que le decía al otro, y al instante apartaron de mí la vista con una expresión de desprecio e indignación. El que había hablado tenía la tez muy clara, y bajo el ala ancha de su sombrero de verano pude ver el brillo intenso de sus cabellos rojos."

Leo Perutz
El maestro del juicio final




"El joven Albrecht von Waldstein, quien en opinión de Leitnizer era el indicado para poner en práctica el plan tramado por Barvitius, vivía por aquel entonces con la viuda de un sastre en una ruinosa casa situada al pie del Hradschin, en la parte de la ciudad que llamaban el barrio chico. Desde la ventana de su buhardilla tenía una hermosa vista que abarcaba hasta el convento de Strahover. Sin embargo, lo primero que veía cada mañana al acercarse a la ventana era el pequeño huerto de la viuda del sastre, en el que, para enojo del señor Von Waldstein, hacían de las suyas dos cabras, varios pollos y su perro Lumpus, que no paraban de balar, cacarear y ladrar. Pero el que más le molestaba era el gallo, un animalejo raquítico y medio pelado que la viuda llamaba su Jeremías, porque su quiquiriquí sonaba tan triste y desolado que parecía que se lamentaba de todas las miserias del mundo. Cuando en alguna ocasión el ruido le resultaba excesivo al señor Von Waldstein, dejaba su Polibio, que estudiaba en ese momento, y corría escaleras abajo hasta la cocina, donde la viuda trasegaba entre espumaderas, cacerolas y sartenes. Gritaba que ya no podía soportarlo más, que aquello era un infierno y que, si no se ponía fin a semejante alboroto, se vería obligado a marcharse. Pero la viuda se reía y decía que no criaba a las gallinas por su cacareo, y que si el caballero quería sopas de leche y tortillas tendría que aguantar a las cabras y las aves, y en cuanto a Jeremías, sus días estaban contados, pues pronto lo serviría en el guiso dominical.
La tarde solía ser más tranquila. Lumpus ya no perseguía a las cabras y a las gallinas, y es que se escapaba y vagaba por las calles del barrio chico. No regresaba hasta la noche y siempre a la misma hora, cuando la campana de la capilla de Loreto daba las doce. Ladraba y aullaba delante de la puerta para que le abrieran, y con ello despertaba a Jeremías, que se ponía a lamentar las miserias del mundo, interviniendo luego las cabras, mientras Waldstein se apretaba las sienes con las manos, gimiendo y gritando que aquello era el infierno, que no se quedaría ni un minuto más en aquella casa, donde no había tranquilidad ni de noche ni de día. Entretanto la viuda dejaba entrar a Lumpus, que se deslizaba manso hasta su rincón. Las cabras callaban y, finalmente, también Jeremías se dormía olvidando las penas que lloraba.
Así como aquella huerta, con sus gallinas, sus cabras, su Lumpus y Jeremías, suponía para Waldstein el infierno, también era cierto que detrás del infierno estaba el paraíso. Este se encontraba en un gran parque rodeado de un hermoso enrejado y setos, detrás de cuyos añosos árboles podían distinguirse los tejados, la chimenea y las veletas de un pequeño palacio de recreo. En aquel parque reinaba el silencio, nada se movía, únicamente el viento insinuaba su lamento entre las copas de los árboles, y a ratos se oía de lejos la llamada y el ligero repiqueteo de un pájaro carpintero."

Leo Perutz
De noche, bajo el puente de piedra




"Ese día, al oscurecer, yo estaba junto la ventana de mi sala de espera y miraba hacia la calle del pueblo. Nevaba. Los copos caían lenta y blandamente. Los objetos comunes perdían sus contornos y asumían proporciones extrañas y fantásticas. Una bandada de cuervos se levantó graznando de un montón de cenizas. Un trineo de caza se deslizaba por la calle del pueblo. Federico lo guiaba. Sólo lo reconocí cuando se incorporó a medias en su asiento y volvió el rostro saludándome al pasar frente a mi ventana.
Cuando pasó, no fue su rostro juvenil lo que quedó en mi memoria, sino aquel relieve gótico del negocio de curiosidades en Osnabrück. No sé cómo fue. Pero de pronto supe lo que mi memoria buscaba desde hacía tanto tiempo. La causa de que me fuera tan familiar el relieve de mármol con su extraña sonrisa descarnada. El reconocimiento me cayó como un rayo. La cabeza era el fragmento de una mala reproducción del poderoso bajo-relieve que hay en la catedral de Palermo, que presenta al último emperador de la línea Hohenstaufen como triunfante en la gloria de César.
En un instante, el tejido de mentiras urdido tan hábilmente por el maestro fue eliminado de manera tan fácil y rápida como caía la nieve de los tejados. Respiré otra vez libre de mi pesadilla. Todo lo que dijera acerca de Bibiche, del barón y el origen de Federico eran mentiras, nada más que mentiras. La cara infantil de Federico llevaba los rasgos nobles y aterrorizantes de su gran antecesor, Federico II, que había sido la Maravilla del Mundo y su Gran Mayo.
El sol se ocultó detrás de densas nubes, rodeándolas de una gran aureola de color violáceo, amarillo sombrío y verde cobrizo. Parecía como si las nubes estuviesen siendo devoradas por las llamas. No había visto jamás unos colores tales en el cielo. Me dominó un pensamiento extraño. Se diría que esta hoguera de luces, este súbito incendio, esa mancha en el cielo vespertino fuera un juego de Bibiche, un juego denominado el tizón de la Virgen. Y que no venían del sol poniente, sino de ella, del cuartito suavemente iluminado en el que me había besado."

Leo Perutz
El tizón de la Virgen



“… Mi día son voces y sombras que me circundan. Paso por él como quien atraviesa la niebla, y no me encuentro a gusto en él, no es real, es mentira…”

Leo Perutz
De noche, bajo el puente de piedra



“… No doy crédito a los comentarios de desconocidos. Un sordo escuchó que un mudo contaba que un ciego vio bailar a un cojo en una cuerda…”

Leo Perutz
De noche, bajo el puente de piedra



 "Palestina ha cambiado... Los árabes han desaparecido casi por completo de la zona que les pertenece. No siento amor por el nacionalismo, ni siquiera por el patriotismo: ambos son culpables de todas las desgracias."

Leo Perutz
carta a un amigo en 1948


“… Para mí, más importante que cualquier astro es la naturaleza y el carácter de los hombres, su genio y el raciocinio de su alma…”

Leo Perutz
De noche, bajo el puente de piedra




"Proseguimos nuestra marcha, andando por el centro de la calle para mantenernos alejados de las casas, pues la nieve fundida chorreaba de los tejados. Un gato jugaba al sol del mediodía con un troncho de col, haciéndolo rodar de un lado para otro. Dos gorriones se peleaban, chillando y con el plumaje erizado, por un grano de maíz. A cada paso la nieve fundida nos salpicaba las botas.
Al llegar a la esquina del callejón nos cerró el paso una mula que, con todos los arreos llenos de campanillas y las crines adornadas y trenzadas con cintas de colores, se revolcaba en un charco de nieve para librarse de su albarda. A su lado, el arriero, ora cubriéndola de maldiciones, ora colmándola de halagos, intentaba convencerla de que se levantase; tan pronto se despachaba a garrotazos con la bestia como le arrimaba al hocico un puñado de hojas secas de maíz; la llamaba ahora tesoro de su vida y al cabo de un momento engendro de Satanás; en fin, hacía todo lo posible, por las buenas y por las malas, para conseguir que el animal siguiera andando. Nosotros contemplamos la escena divertidos, mientras la mula hacía tan poco caso de los esfuerzos de su amo como si se tratase de la tos de una pulga o de las protestas de un piojo.
De improviso Donop lanzó una exclamación de sorpresa, y vimos a la Monjita pasar veloz por la calle transversal sin advertir nuestra presencia.
En una mano llevaba un cesto, y en la otra el abanico con el que jugaba sin cesar. Sobre los hombros llevaba la mantilla, y en el cabello una fina redecilla de seda. Viéndola arremangarse las faldas y andar de puntillas para esquivar los charcos, me pareció por un instante ver pasar furtivamente a mi lado a la difunta Françoise-Marie, enfadada porque ya hacía tanto tiempo —¡ay!, más de un año— que yo no iba a verla.
—Ahora se va a su casa —dijo Eglofstein—, y le lleva a su padre los restos de la mesa del coronel. Creo que lo hace todos los días.
Abandonamos al maldiciente propietario de la terca mula y empezamos a seguir a paso lento a la Monjita.
Nos felicitamos de que el azar hubiera puesto en nuestro camino a la hermosa amante del coronel, y resolvimos subir al taller de pintura de su padre y, bajo pretexto de contemplar los cuadros y quizá comprar algún arcángel o apóstol, dar un impulso a nuestros propósitos con la Monjita. 

Leo Perutz
El marqués de Bolibar














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