Manuel Payno

Amor secreto

Mucho tiempo hacía que Alfredo no me visitaba, hasta que el día menos pensado se presentó en mi cuarto. Su palidez, su largo cabello que caía en desorden sobre sus carrillos hundidos, sus ojos lánguidos y tristes y, por último, los marcados síntomas que le advertía de una grave enfermedad me alarmaron sobremanera, tanto, que no pude evitar el preguntarle la causa del mal, o mejor dicho, el mal que padecía.

—Es una tontería, un capricho, una quimera lo que me ha puesto en este estado; en una palabra, es un amor secreto.

—¿Es posible?

—Es una historia —prosiguió— insignificante para el común de la gente; pero quizá tú la comprenderás; historia, te repito, de esas que dejan huellas tan profundas en la existencia del hombre, que ni el tiempo tiene poder para borrar.

El tono sentimental, a la vez que solemne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al extremo; así es que le rogué que me contase esa historia de su amor secreto, y él continuó:

—¿Conociste a Carolina?

—¡Carolina!… ¿Aquella jovencita de rostro expresivo y tierno, de delgada cintura, pie breve?

—La misma.

—Pues en verdad la conocí y me interesó sobremanera… pero…

—A esa joven —prosiguió Alfredo— la amé con el amor tierno y sublime con que se ama a una madre, a un ángel; pero parece que la fatalidad se interpuso en mi camino y no permitió que nunca le revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que habría hecho su felicidad y la mía.

“La primera noche que la vi fue en un baile; ligera, aérea y fantástica como las sílfides, con su hermoso y blanco rostro lleno de alegría y de entusiasmo. La amé en el mismo momento, y procuré abrirme paso entre la multitud para llegar cerca de esa mujer celestial, cuya existencia me pareció desde aquel momento que no pertenecía al mundo, sino a una región superior; me acerqué temblando, con la respiración trabajosa, la frente bañada de un sudor frío… ¡Ah!, el amor, el amor verdadero es una enfermedad bien cruel. Decía, pues, que me acerqué y procuré articular algunas palabras, y yo no sé lo que dije; pero el caso es que ella con una afabilidad indefinible me invitó que me sentase a su lado; lo hice, y abriendo sus pequeños labios pronunció algunas palabras indiferentes sobre el calor, el viento, etcétera; pero a mí me pareció su voz musical, y esas palabras insignificantes sonaron de una manera tan mágica a mis oídos que aún las escucho en este momento. Si esa mujer en aquel acto me hubiera dicho: Yo te amo, Alfredo; si hubiera tomado mi mano helada entre sus pequeños dedos de alabastro y me la hubiera estrechado; si me hubiera sido permitido depositar un beso en su blanca frente… ¡Oh!, habría llorado de gratitud, me habría vuelto loco, me habría muerto tal vez de placer.

“A poco momento un elegante invitó a bailar a Carolina. El cruel, arrebató de mi lado a mi querida, a mi tesoro, a mi ángel. El resto de la noche Carolina bailó, platicó con sus amigas, sonrió con los libertinos pisaverdes; y para mí, que la adoraba, no tuvo ya ni una sonrisa, ni una mirada ni una palabra. Me retiré cabizbajo, celoso, maldiciendo el baile. Cuando llegué a mi casa me arrojé en mi lecho y me puse a llorar de rabia.

“A la mañana siguiente, lo primero que hice fue indagar dónde vivía Carolina; pero mis pesquisas por algún tiempo fueron inútiles. Una noche la vi en el teatro, hermosa y engalanada como siempre, con su sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos negros y brillantes de alegría. Carolina se rió unas veces con las gracias de los actores, y se enterneció otras con las escenas patéticas; en los entreactos paseaba su vista por todo el patio y palcos, examinaba las casacas de moda, las relumbrantes cadenas y fistoles de los elegantes, saludaba graciosamente con su abanico a sus conocidas, sonreía, platicaba… y para mí, nada… ni una sola vez dirigió la vista por donde estaba mi luneta, a pesar de que mis ojos ardientes y empapados en lágrimas seguían sus más insignificantes movimientos. También esa noche fue de insomnio, de delirio; noche de esas en que el lecho quema, en que la fiebre hace latir fuertemente las arterias, en que una imagen fantástica está fija e inmóvil en la orilla de nuestro lecho.

“Era menester tomar una resolución. En efecto, supe por fin dónde vivía Carolina, quiénes componían su familia y el género de vida que tenía. ¿Pero cómo penetrar hasta esas casas opulentas de los ricos? ¿Cómo insinuarme en el corazón de una joven del alto tono, que dedicaba la mitad de su tiempo a descansar en las mullidas otomanas de seda, y la otra mitad en adornarse y concurrir en su espléndida carroza a los paseos y a los teatros? ¡Ah!, si las mujeres ricas y orgullosas conociesen cuánto vale ese amor ardiente y puro que se enciende en nuestros corazones; si miraran el interior de nuestra organización, toda ocupada, por decirlo así, en amar; si reflexionaran que para nosotros, pobres hombres a quienes la fortuna no prodigó riquezas, pero que la naturaleza nos dio un corazón franco y leal, las mujeres son un tesoro inestimable y las guardamos con el delicado esmero que ellas conservan en un vaso de nácar las azucenas blancas y aromáticas, sin duda nos amarían mucho; pero… las mujeres no son capaces de amar el alma jamás. Su carácter frívolo las inclina a prenderse más de un chaleco que de un honrado corazón; de una cadena de oro o de una corbata, que de un cerebro bien organizado.

“He aquí mi tormento. Seguir lánguido, triste y cabizbajo, devorado con mi pasión oculta, a una mujer que corría loca y descuidada entre el mágico y continuado festín, de que goza la clase opulenta de México. Carolina iba a los teatros, allí la seguía yo; Carolina en su brillante carrera daba vueltas por las frondosas calles de árboles de la Alameda, también me hallaba yo sentado en el rincón oscuro de una banca. En todas partes estaba ella rebosando alegría y dicha, y yo, mustio, con el alma llena de acíbar y el corazón destilando sangre.

“Me resolví a escribirle. Di al lacayo una carta, y en la noche me fui al teatro lleno de esperanzas. Esa noche acaso me miraría Carolina, acaso fijaría su atención en mi rostro pálido y me tendría lástima… era mucho esto: tras de la lástima vendría el amor y entonces sería yo el más feliz de los hombres. ¡Vana esperanza! En toda la noche no logré que Carolina fijase su atención en mi persona. Al cabo de ocho días me desengañé que el lacayo no le había entregado mi carta. Redoblé mis instancias y conseguí por fin que una amiga suya pusiese en sus manos un billete, escrito con todo el sentimentalismo y el candor de un hombre que ama de veras; pero, ¡Dios mío!, Carolina recibía diariamente tantos billetes iguales; escuchaba tantas declaraciones de amor; la prodigaban desde sus padres hasta los criados tantas lisonjas, que no se dignó abrir mi carta y la devolvió sin preguntar aun por curiosidad quién se la escribía.

“¿Has experimentado alguna vez el tormento atroz que se siente, cuando nos desprecia una mujer a quien amamos con toda la fuerza de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio horrible de correr día y noche loco, delirante de amor tras de una mujer que ríe, que no siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora?

“Cinco meses duraron estas penas, y yo constante, resignado, no cesaba de seguir sus pasos y observar sus acciones. El contraste era siempre el mismo: ella loca, llena de contento, reía y miraba al drama que se llama mundo al través de un prisma de ilusiones; y yo triste, desesperado con un amor secreto que nadie podía comprender, miraba a toda la gente tras la media luz de un velo infernal.

“Pasaban ante mi vista mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante, las otras llenas de robustez y brotándoles el nácar por sus redondas mejillas. Veía unas de cuerpo flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas de formas atléticas; aquellas de semblante tétrico y romántico; las otras con una cara de risa y alegría clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis ojos, cuyo aroma percibía, cuya belleza palpaba, hacía latir mi corazón, ni brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran absolutamente indiferentes; solo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las mujeres se enternece, como dice Antony, cuando ven un mendigo o un herido; pero son insensibles cuando un hombre les dice: ‘Te amo, te adoro, y tu amor es tan necesario a mi existencia como el sol a las flores, como el viento a las aves, como el agua a los peces.’ ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, como te he repetido, y esto era peor para mí que si me hubiese aborrecido.

“La última noche que la vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistía en un dominó de raso negro; pero el instinto del amor me hizo adivinar que era ella. La seguí en el salón del teatro, en los palcos, en la cantina, en todas partes donde la diversión la conducía. El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien había soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el bullicio de un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con las lisonjas y los amores que le decían. ¡Oh!, si yo tuviera derechos sobre su corazón, la hubiera llamado, y con una voz dulce y persuasiva le hubiera dicho: ‘Carolina mía, corres por una senda de perdición; los hombres sensatos nunca escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de prostitución y voluptuosidad; sepárate por piedad de esta reunión cuyo aliento empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la blanca flor de tu inocencia; ámame solo a mí, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacíes cuantos sentimientos tengas en el tuyo: ámame, porque yo no te perderé ni te dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada.’ Mil cosas más le hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huía de mí y risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y engañadoras que la sociedad llama galantería. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera querido tener el poder de un dios para arrebatarla del peligroso camino en que se hallaba.

“Observé que un petimetre¹ de estos almibarados, insustanciales, destituidos de moral y de talento, que por una de tantas anomalías aprecia y puede decirse venera la sociedad, platicaba con gran interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué fuera de la sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero él, riendo, me dijo: ‘¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?’ Reflexioné un momento, y con voz ahogada por el dolor, le respondí: ‘Ningunos.’ ‘Pues bien —prosiguió riéndose mi antagonista—, yo sí los tengo y los va usted a ver.’ El infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en que Carolina le llamaba su tesoro, su único dueño. ‘Ya ve usted, pobre hombre —me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar esta noche misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted y que tengo en mi cómoda, reclaman mi atención; son mujeres inocentes y sencillas, y Carolina ha mudado ya ocho amantes.’

“Sentí al escuchar estas palabras que el alma abandonaba mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el llanto me oprimía la garganta. Caí en una silla desmayado, y a poco no vi a mi lado más que un amigo que procuraba humedecer mis labios con un poco de vino.

“A los tres días supe que Carolina estaba atacada de una violenta fiebre y que los médicos desesperaban de su vida. Entonces no hubo consideraciones que me detuvieran; me introduje en su casa decidido a declararle mi amor, a hacerle saber que si había pasado su existencia juvenil entre frívolos y pasajeros placeres, que si su corazón moría con el desconsuelo y vacío horrible de no haber hallado un hombre que la amase de veras, yo estaba allí para asegurarle que lloraría sobre su tumba, que el santo amor que le había tenido lo conservaría vivo en mi corazón. ¡Oh!, estas promesas habrían tranquilizado a la pobre niña, que moría en la aurora de su vida, y habría pensado en Dios y muerto con la paz de una santa.

“Pero era un delirio hablar de amor a una mujer en los últimos instantes de su vida, cuando los sacerdotes rezaban los salmos en su cabecera; cuando la familia, llorosa, alumbraba con velas de cera benditas las facciones marchitas y pálidas de Carolina. ¡Oh!, yo estaba loco; agonizaba también, tenía fiebre en el alma. ¡Imbéciles y locos que somos los hombres!”

—Y ¿qué sucedió al fin?

—Al fin murió Carolina —me contestó—, y yo constante la seguí a la tumba, como la había seguido a los teatros y a las máscaras. Al cubrir la fría tierra los últimos restos de una criatura poco antes tan hermosa, tan alegre y tan contenta, desaparecieron también mis más risueñas esperanzas, las solas ilusiones de mi vida.

Alfredo salió de mi cuarto, sin despedida.

Manuel Payno




"Desengáñese usted; el ladrón, por valiente que sea, al tiempo de robar siempre tiene miedo. El valor viene unido, dice Santo Tomás, con la justicia de la causa, y esto le explica a usted el valor de los mártires que desafiaban la cólera de los emperadores romanos; pero volviendo a los ladrones, repito que tienen miedo, y por miedo matan al que trata de conocerlos."

Manuel Payno
Los bandidos de Río Frío





"Dicen que en Europa se llama lisa y peladamente ministerio, a la reunión de todos los miembros que se hallan encargados de los ramos de administración pública, y dicen también que esto es porque generalmente el hombre más influyente lleva la voz en los asuntos, y así se dice ministerio Mole, ministerio Mendizábal, etcétera. Si es esto verdad o no, díganlo los que han estado en Europa y han echado una ojeada al estado político de aquellos países. Aquí no sucede eso. Los cuatro ministros han conservado la independencia de sus funciones y obedecen y mandan a la vez, y sus nombres se imprimen con letra bastardilla en los diarios, sin que los redactores de ellos hayan tenido hasta hoy motivo para encabezar la parte política con «actos del ministerio fulano», sino actos del gobierno, y luego: «Cámara de Representantes y Corte Suprema de Justicia». Esto ha sucedido desde el establecimiento de la libertad, y la base de ella y de la Constitución, ha estado y está indicada en todos los periódicos.
Cada ministerio, pues, tiene una fisonomía particular en sus labores, en sus maneras, en sus empleados y en sus pretendientes.
En el Ministerio de la Guerra, todo es actividad, todo movimiento. Sus empleados, todos los más militares, tienen algunas aventuras que contar: uno, campañas en el sur; otro, en el norte con los indios bárbaros; otros, largas peregrinaciones por Morelia y Guadalajara; y otros en la misma capital que también ha sido teatro donde se han tirado sendos balazos. Hablan con despejo, con gracia, con cierta franqueza militar: no son a veces los más amigos de la milicia, porque dicen que al dulcero le da basca comer dulce, y platican y ríen, pero despachan con velocidad sus negocios. Todo el día corren de sus mesas a la del mayor: las puertas crujen; los gritos y la campanilla imprimen acción a los viejos muelles de los ordenanzas; los antecedentes pululan y saltan de mesa en mesa, hasta que un decreto de Archívese les da estabilidad, y por la ley de gravedad caen a su centro que son los estantes.
Todas las fisonomías que aparecen en el Ministerio de Guerra son severas, de sendos bigotes y de luengas perillas. Todos los cuerpos están adornados de bandas azules o verdes, de galones en el pantalón, de solapas encarnadas, de bordados de oro o de plata, porque concurren naturalmente: tenientes que quieren ser capitanes, capitanes que desean el grado de comandantes de escuadrón o batallón, tenientes coroneles a quienes no se han premiado sus servicios en Tejas, y generales que llegan de expediciones o salen a ellas. Todos, se supone, entran de prisa porque es gente ocupada; pisan recio, hablan conciso, y en su aire marcial y buena apostura se conoce que han estudiado la ordenanza."

Manuel Payno
Costumbres mexicanas



"Imposible mencionar a San Ángel sin recordar tiempos que pasaron y que, como las golondrinas de Bécquer, no volverán."

Manuel Payno




Jueves Santo

La historia que en todo el mundo cristiano se recuerda en esta semana, no es la narración de un héroe fabuloso y sanguinario, sino la del humilde, la del justo que cambió los destinos de la humanidad.

Desde las más remotas y oscuras edades, los sacerdotes y los filósofos formaron sus sistemas religiosos y los enseñaron a los pueblos, los que los fueron variando, corrompiendo y transmitiendo a otros.

La guerra o las necesidades de las gentes, los obligaban a formar colonias y a establecerse en lugares lejanos, y a ellos llevaban sus dioses, sus creencias y sus costumbres. Pero pasaron siglos tras de siglos. El mundo oriental se fue poblando, y del mundo oriental pasaron unas razas al occidental y comenzaron a formar naciones civilizadas y pueblos que han hecho mucho ruido en la historia; pero ninguna de estas razas, ninguna de estas naciones, ninguno de estos pueblos guerreros o civilizados, conoció en toda su extensión ni los elementos de la vida moral, ni los derechos claros y naturales del hombre, ni los principios fundamentales de las constituciones de los pueblos. Años y años se perpetuó la esclavitud que cambió sólo de formas y de martirios; años y años estuvo recibida como un dogma la teoría de la desigualdad del hombre ante las leyes; años y años practicado y ensalzado el despojo, la violencia y la guerra.

Fue de un lugar silencioso, oscuro, quizá desconocido de la mayor parte de los poderosos de la tierra, de donde nació una doctrina tan sencilla, tan perceptible, tan fácil, tan completa, que lo mismo la puede entender el campesino ignorante, como el político profundo; lo mismo aprovecha en su observancia al magnate que gobierna una nación, como al último de los ciudadanos que obedecen.

«No hagas a otro lo que no quisieses que te hicieran.»

«Amaos como hermanos los unos a los otros.»

«Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.»

Manuel Payno





"La fortuna, lo mismo que con el tendero hereje, se comenzó a mostrar adversa con nuestro amigo. Cerciorado por sus agentes de que tanto Arturo como Manuel se habían marchado de México, salió de su escondite, que era una celda del convento de San Fernando, y como era de esperarse, se dirigió a casa de Celestina, que así se llamaba la muchacha. Tan luego como ésta lo vio le echó los brazos al cuello, le hizo mil zalamerías, y le dijo, no obstante de que era una mujer sin educación, pero de muy buen talento, las más lisonjeras palabras.
El viejo, encantado con estos agasajos, que raras veces le prodigaba Celestina, olvidó los sustos que le había causado la persecución de Arturo; el amor de Teresa, a quien ya daba por muerta; sus intrigas; todo, en fin, y se puso a bailar, a cantar, a reír como un loco, correspondiendo de la manera más apasionada a las caricias de la muchacha. En cuanto ésta consideró al viejo fascinado y loco de amor, puso su mano en la camisa de rica holanda, y trató de quitarle el valiosísimo fistol, que fue, en unión de otras alhajas, depositado por el padre de Arturo en poder del tutor, y que no era otro que el fistol de Rugiero. Cuando conoció don Pedro las decididas intenciones de Celestina, de apoderarse de esta prenda que estimaba muchísimo, y por la cual varios acaudalados de México le habían ofrecido gruesas sumas, sonriendo maliciosamente, y enseñando como de costumbre sus negruscos dientes, se abotonó la levita hasta el cuello, y repelió a la muchacha, la que tropezando con un banquillo fue a dar sobre un sofá."

Manuel Payno
El fistol del diablo



"La locura se determina casi siempre cuando absolutamente se pierde la esperanza. La esperanza es una especie de alimento moral que mantiene al cerebro. Cuando este alimento falta, mueren las funciones regulares, lo mismo que toda la máquina del hombre se descompone y aniquila por el hambre. Figúrese usted que un padre cargado de familia ve a su mujer enferma, a sus hijos llorando de hambre, y en tan extraña situación no encuentra ni trabajo, ni quien le dé ya un peso, pierde absolutamente la esperanza de salir de esa situación. O se vuelve loco o se suicida… y no le dé usted vueltas, don Remigio, los que se suicidan son todos locos, por más muestras que den de estar en su cabal juicio, escribiendo cartas y haciendo disposiciones testamentarias, o almorzándose un buen rosbif y bebiéndose una botella de champaña antes de matarse."

Manuel Payno
Los bandidos de Río Frío





"La pasión verdadera que se llama amor no puede alojarse en corazones duros y rebeldes a todo buen sentimiento."

Manuel Payno



"Los hermanos Aguirrevengurren eran, aunque de apellido vizcaíno, nacidos en Galicia, a donde había ido su padre en calidad de mayoral de una dehesa, y su madre en la de nodriza de una familia rica. Los hermanos Aguirrevengurren eran gemelos, o cuates, Como decimos nosotros. El uno se llamaba José Pascasio, y el otro Pascasio José. Ambos tenían La misma nariz encarnada, las mismas cejas y pestañas cerdosas, el mismo cuerpo y la misma gordura: dos gotas de agua no se parecerían más.
Apenas tuvieron veinte años, cuando el padre, que ya estaba viejo y achacoso, no quiso dejar a su prole sin carrera ni educación, y los envió a las Indias, que esta fue por muchos años la educación y la carrera que infinidad de familias pobres daban a sus hijos. En cuanto a los que tenían valimiento, acomodaban a sus hijos de escribanos, de curas, de canónigos, de lo que podían.
Desde el portero de oficina, hasta el virrey, todo había de venir de España, y esta es una de las quejas que con más razón han exhalado los oradores cívicos por muchos años en el glorioso dieciséis de septiembre. El león de las Españas era, en efecto, tan voraz, que no dejaba ni un hueco para la flaca águila de los aztecas.
Los dos gemelos, como hemos dicho, recibieron como único haber para su viaje la bendición paternal, y todavía más mimados que nuestro pobre García, que vino a la buena de Dios, trajeron una carta para un canónigo, que era su pariente lejano. En cuanto llegaron a México, éste proporcionó destino a sus dos parientes: al uno lo envío en la nao de Filipinas, y al otro lo puso de cajero en una tienda mestiza. Al separarse los dos hermanos, celebraron una compañía y quedó estipulado que, si algún día, como esperaban, llegaban a ser ricos, la mitad de lo que cada uno tuviese sería del otro; que la firma sería, Aguirrevengurren hermanos y que, si tenían tienda, cualquiera que fuesen los efectos que se vendiesen, y el capital que se girase, había de tener un letrero que dijese: "Aguirrevengurren hermanos"."

Manuel Payno
El hombre de la situación



"Los valentones de Tepetlaxtoc no quedaron muy contentos de la conducta de Evaristo en el ataque que sufrieron por las fuerzas del coronel Baninelli. Decían en la pulquería del pueblo que era una gallina, un collón, un sinvergüenza, que se había huido en cuanto vio las capas amarillas, que si él como capitán que era de la cuadrilla, se hubiese puesto a la cabeza de ellos, se habrían zumbado redonda a la caballería de línea y hasta cogido preso al coronel.
De los indios enmascarados decían blasfemia y media.
Evaristo, añadían, no se había portado bien dejando abandonadas a esa gente para que se las comieran los zopilotes: repetían que a lo mejor se había rajado, y se proponían, cuando viniese Evaristo al pueblo, convidarlo a tomar pulque y buscarle camorra, provocarlo y pelearse con él para saber, si cara a cara y hombre a hombre, era capaz de sostenerse y si no se iría para atrás como un gallina.
Evaristo, no obstante esta mala disposición de la gente de Tepetlaxtoc, se presentó en el pueblo y les dijo:
-Ya saben que soy Capitán de rurales, pero quiero que seamos amigos y compas hasta la pared de enfrente; conque vénganse conmigo con sus armas y caballo, ya nos dará el gobierno nuestro sueldo y veremos después cómo arreglamos nuestro modo de vivir. Conque ¿qué tienen que contestar?
-Pues compas y nada más -respondieron los valentones y se estrecharon y sacudieron las manos sucias y callosas.
Y la compañía de brutales para custodiar el camino de Veracruz quedó formada.
Evaristo tuvo la audacia de ir a México, y con el nombramiento provisional de Baninelli y las instrucciones que le había dado se presentó a la comandancia, y en menos de una semana arregló cuanto era necesario y volvió con su despacho de capitán y la orden para que le abonaran las aduanas de Texcoco y Chalco haberes para veinticinco hombres a un peso diario cada uno.
Con todo y esto, los vecinos honrados de Texcoco, de Chalco y de Tepetlaxtoc, y aun el mismo administrador de la Blanca, que lo había recomendado, fueron atando cabos y casi no tuvieron duda de que Evaristo no era extraño a los acontecimientos de Río Frío."

Manuel Payno
Los bandidos de Río Frío



"… tenía ya los ojos llenos de ese líquido que sale del alma, se convierte en brillantes y resbala por las mejillas, no sólo de los desgraciados que sufren, sino de los amantes felices que gozan."

Manuel Payno




"Una mujer que no sabe coser y bordar, es como un hombre que no sabe leer ni escribir.
Desgracia y maldición para la mujer que consiente que su marido cosa los botones de sus pantalones y recorte con las tijeras las excrecencias que las lavanderas suelen criar en el cuello y puños de la camisa.
Execración eterna para la esposa que por indolencia sale a la calle con lo que se llama puntos en las medias.
Las ocupaciones expresadas de costura, no será conveniente que las tomen con absoluta continuación, pues al cabo de algún tiempo se resentiría de ello su complexión delicada, y enfermarían del pecho o del pulmón. Por el contrario, deben evitar todo trabajo fuerte y continuado en los primeros días de la concepción y algunos después de pasado el parto; pero perteneciendo esto a la higiene matrimonial, la dejaremos para otro capítulo y continuaremos con el presente.
Hay mujeres que les causa hastío sólo el ver un libro —esto es malo—. Hay otras que devoran cuanta novela y papelucho cae a sus manos —esto es peor—. Dice un proloquio que en el medio consiste la virtud, y en este punto debe llevarse a puro y debido efecto.
No hay ocupación más útil para toda clase de gentes que el leer. El entendimiento se fertiliza, la imaginación se aviva, el corazón se deleita, y el fastidio huye a grandes pasos ante la presencia de un libro. Todas estas son verdades evidentes, reconocidas, y que otros las habían ya dicho antes que yo; pero estas reglas deben sufrir grandes modificaciones respecto a las mujeres. El literato, el eclesiástico, el jurisconsulto deben y pueden leer (y eso si tienen ya el juicio y gusto formados) cuantas obras puedan, desde los escritos de Lutero hasta los sermones de Bossuet; desde el Hijo del Carnaval de Pigault-Lebrun, hasta Pablo y Virginia de Bernardino de Saint-Pierre; desde los Cuentos de Bocaccio y Fábulas de La Fontaine, hasta tas meditaciones de Lamartine; desde las novelas de Voltaire, hasta Los mártires de Chateaubriand; pero ¿una mujer? ¡Ah! Una mujer no debe jamás exponerse a pervertir su corazón, a desviar a su alma de esas ideas de religión y piedad que santifican aun a las mujeres perdidas. Tampoco deberá buscarse una febril exaltación de sentimientos que la hagan perder el contento y tranquilidad de la vida doméstica, y ver a su marido como un poltrón e insufrible clásico."

Manuel Payno
Memorias sobre el matrimonio






















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