Andrés Pérez Domínguez

"Al cabo de un rato, vuelve despacio por el bulevar, atraviesa la plaza y emboca la rue Lappe. No pasa ningún coche, pero Rubén Castro mira con cuidado a un lado y a otro antes de cruzar. No es más que una estratagema absurda, casi un gesto pueril para espantar los minutos en vano, como si eso fuera posible. Cruza la calle y, antes de traspasar el umbral, se detiene un instante frente al escaparate de una panadería que le sirve como espejo. Se ha recuperado un poco durante las últimas semanas, pero aún pesa casi veinte kilos menos que cuando la Gestapo vino a buscarlo al piso de esta misma calle. Se ajusta las gafas sobre el puente de la nariz, sus primeras gafas que no tienen los cristales rotos ni están torcidas, unas gafas gracias a las que el mundo que lo rodea ya no es una mancha borrosa y confusa, y piensa que si tiene que quitarse el sombrero para saludar a alguien dejará al descubierto unas entradas mucho más profundas de las que tenía antes de que lo obligasen a dejar París. El pelo que le queda se le ha vuelto gris, casi blanco ya a pesar de ser todavía un hombre joven, y ha perdido la espesura de antes. Le faltan varios dientes, y aunque las magras raciones de comida con las que lo mal alimentaban en el campo —sopa aguada dos veces al día, un trozo ridículo de algo que pretendía pasar por chorizo y un pedazo de pan duro por la noche— han quedado atrás, la piel aún se le pega a los pómulos con la misma insolencia pertinaz que a los que se van a morir."

Andrés Pérez Domínguez
El violinista de Matthaussen



"El libro es un reflejo de la propia vida."

Andrés Pérez Domínguez



"Entonces volvió a mirar la ventana. Y si no disparó no fue sólo por el niño, aunque tal vez lo peor era que ni siquiera le preocupaba que un chaval desconocido viese cómo mataba a un hombre indefenso o le gritase asesino mientras se perdía en la oscuridad de la playa. En las dos guerras en las que había participado había visto morir a demasiada gente inocente, a niños saltar de una trinchera con el rostro desencajado y la bayoneta calada. Incluso en Berlín tuvo que enfrentarse a tiros con un grupo de adolescentes a los que les habían lavado el cerebro y les habían puesto el uniforme verde oliva de las SS cuando ya estaba todo perdido y sólo era posible el desastre. Para Navarro no eran más que soldados, y había ordenado abrir fuego contra ellos, como si fuesen adultos, aunque luego aparecieran los remordimientos. Cuando uno se juega la vida no es momento de entretenerse en reflexiones morales ni de hacer distinciones. A él también le habían disparado y herido sin que le preguntasen antes qué edad tenía o qué pintaba en aquella guerra, tan lejos de su casa. La luz seguía encendida pero, desde la última vez que miró, la puerta se había abierto y el crío había salido. Navarro no podía distinguir su carita en la oscuridad, pero no había duda de que el chiquillo los estaba observando, con curiosidad, como si le costase entender qué hacían. Apretó los labios, tanto que sintió cómo le crujían los huesos de la mandíbula. Podía haberle dado una voz al chaval para que volviera a meterse en su casa, o incluso apretar el gatillo y marcharse de allí antes de que el niño se diese cuenta de lo que estaba pasando. Pero sin saberlo el chiquillo le estaba proporcionando la excusa que necesitaba, la razón para no hacer lo que no deseaba. Con el cañón de su pistola seguía apuntando a la nuca de quien le habían dicho que era un traidor, como la imagen congelada de una película, pero su prisionero aún no sabía que había vuelto a nacer esa noche. El propio Navarro acababa de darse cuenta de que no lo iba a matar. Más por rabia consigo mismo que por hacerle daño, le dio una patada en las costillas a Miranda, que rodó sobre la arena, sin quejarse siquiera, y se alejó caminando por la orilla."

Andrés Pérez Domínguez
El silencio de tu nombre















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