Atiq Rahimi

"Duerme.
De repente, un terrible ruido de explosión le despierta sobresaltado. Empapado en sudor, se sienta sobre el colchón y dirige la mirada hacia la ventana. Tras ella, sigue la noche, siempre negra. La humareda oscura impide que la luna se deslice en el sueño de las casas.
Rasul enciende la vela que Rona ha puesto al alcance de su mano. Se arrastra hasta el cántaro de barro. Ni una gota de agua.
Regresa al lecho, su mirada se clava en el fajo de billetes que Rostam le dejó a Razmodin. Una mosca se ha instalado allí, tan a gusto. El fajo es el mismo que nana Alia agarraba firmemente con su mano rígida y gorda. No es más que una impresión. Todos los fajos se parecen.
¡Cógelo!
Tras largas dudas, lo atrapa con un ademán nervioso, como si de paso quisiera cazar a la mosca. Ésta se escapa, y se reúne con su colonia, sobre la servilleta blanca que cubre el queso y las uvas pasas.
Contempla el dinero durante un largo rato, después lo arroja lejos de él. Por miedo o por repugnancia.
Enciende un cigarrillo.
Y piensa.
Piensa que después de todo quizás ese dinero no es tan sucio como el de nana Alia. Ni siquiera tan peligroso. Entonces, ¿por qué tanto asco? «¡Por dignidad!», diría Razmodin. «Estás verdaderamente carcomido por la dignidad, Rasul. Una dignidad que no se basa en nada, una dignidad absurda.»
Sí, asumo esta dignidad que no se fundamenta en nada. Que lo sepa todo el mundo: prefiero la dignidad al orgullo. Estar orgulloso significa estar orgulloso de algo, y por lo tanto ser dependiente de esa cosa. Mientras que la dignidad es profunda, interior, personal, independiente, sin referentes sociales. La dignidad te da el honor; el orgullo, la arrogancia.
Son sólo palabras bonitas de oír. A pesar de todo lo que has vivido y lo que todavía vives, sigues sin convencerte de que necesitas ese dinero. Son en total casi cincuenta mil afganis. Con todo eso puedes salvar a tu madre, a tu hermana y a tu novia. Dejar morir a tu familia, ¿acaso no es eso un atentado contra tu dignidad, contra tu orgullo?
Exasperado, aspira una larga calada de su cigarrillo y, expulsando el humo, apaga la vela. Después, se tumba y espera en la oscuridad. Espera a que el día amanezca para ir a buscar a su primo y darle el dinero.
No, no es con dinero con lo que voy a salvar a mi familia.
Vale. Pero, entonces, ¿con qué?
Se da la vuelta, se retuerce; rasca con las uñas un poco de pintura descascarillada que se desprende de la pared. Después, como cuando era niño, se chupa los restos de pintura que quedan bajo las uñas, tan nauseabundos como los recordaba. Los chupa para vomitar y no dormirse.
No vomita.
Y se vuelve a dormir.
Llega al hotel Metropol cuando despunta el día. El barrio está rodeado, protegido por dos carros de combate, algunos jeeps armados y vehículos con las siglas de la ONU. Rasul se acerca al hotel con paso decidido. Allí le paran dos hombres armados. Él mueve los labios como articulando el nombre de Razmodin."

Atiq Rahimi
Maldito sea Dostoievski



La literatura no puede cambiar el mundo, pero sí a las personas."

Atiq Rahimi


"Los dos os quedáis callados. Ambos sabéis que de nada sirven tantas preguntas y respuestas. Sin embargo, Yasín continúa:
—Seguro que han pasado. El abacero no tiene voz, el guarda no tiene voz... Abuelo, ¿los rusos están aquí para quedarse con la voz de todo el mundo? ¿Qué hacen con ellas?
¿Por qué dejaste que se llevaran tu voz? ¿Te habrían matado si no? La yaya murió por no dársela... Si estuviera aquí, me contaría el cuento de Baba Jarkash, el viejo vendedor de zarzas. No, si estuviera aquí, no tendría voz...
Se calla un instante y luego prosigue:
—Abuelo, ¿yo tengo voz?
Respondes a pesar tuyo.
-¡Sí!
Repite su pregunta. Lo miras y le haces un gesto afirmativo con la cabeza. El niño guarda silencio de nuevo y, a continuación, pregunta:
—Pero, entonces, ¿cómo es que estoy vivo?
Esconde la cabeza bajo tu chaqueta, como si quisiera pegar su oreja contra tu pecho para oír algún sonido procedente de tu interior. No oye nada. Cierra los ojos. En su propio cuerpo todo es sonoro. Con toda seguridad. Si por lo menos pudieras entrar dentro de él y contarle el cuento de Baba Jarkash...
La voz temblorosa de tu mujer resuena en tus oídos:
—Érase una vez un viejo que vendía zarzas...
Te ves desnudo sobre un azufaifo frondoso. Has subido a sacudir las ramas para Yasín. Al pie del árbol, Yasín recoge las azufaifas. Sin querer, te pones a orinar. Yasín se aleja del árbol llorando y va a sentarse al pie de otro árbol. Vacía el hatillo de manzanas y mete las azufaifas. Anuda la tela. Cava la tierra con sus manitas y, a ras del suelo, descubre una puerta cerrada con un grueso candado. Lo abre con ayuda de un hueso de azufaifa y se mete bajo tierra. Gritas:
—Yasín, ¿a dónde vas? ¡Espérame, que ya baje!
Yasín no oye nada. Entra y la puerta se cierra tras él. Tú intentas bajar del árbol, pero no para de crecer. Caes sin llegar nunca al suelo.
Tus ojos se entreabren. El corazón te martillea el pecho. Yasín sigue acurrucado tranquilamente contra ti. Mirza Qadir y el guarda charlan al lado de la caseta. Te esfuerzas para abrir los ojos al máximo. No quieres adormilarte, no quieres soñar más. Pero tus párpados son tan pesados, que acabas cediendo, impotente."

Atiq Rahimi
Tierra y cenizas


“Los talibanes están matando la cultura. ¡Desde 1996!” 

Atiq Rahimi



"Oscar Wilde decía que después de Dostoievski solo quedaba añadir adjetivos porque ya dijo todo sobre el ser humano, sobre todo, de su lado mas oscuro; pero cuando volví a Afganistán en 2002, viendo pasear a los señores de la guerra por la calle, sentí la curiosidad de saber si éstos, en algún momento, habrían tenido algún sentimiento de culpa por tanto horror causado innecesariamente y pensé en el escritor ruso y en 'Crimen y castigo'."

Atiq Rahimi



“Soy budista porque soy consciente de mi debilidad; soy cristiano porque reconozco mi debilidad; soy judío porque me río de mi debilidad; soy musulmán porque condeno mi debilidad, soy ateo si Dios es todopoderoso.”

Atiq Rahimi




"Toda persona, toda cultura, toda realidad, para poder existir en la Historia necesita ser contada. Ser contada mediante palabras. Incluido Dios, que es el Verbo, creado él mismo mediante palabras.
¿Y las palabras?
Siempre he tenido la impresión de que se conciben, como las personas, durante la noche. Por temor o por deseo. Nacen para dar presencia a las personas y las cosas desaparecidas en el volumen negro de las cavernas. O para hacer tangible su ausencia.
Y es en la soledad cuando cada palabra se vuelve signo, la huella de lo ausente, el nombre del cuerpo deseado, la expresión de un estado invisible.
Digo esto a sabiendas de que los orígenes de una palabra son tan misteriosos como la invención de los dioses, como la presencia de la humanidad en esta tierra, como mi nacimiento.
Solo las palabras saben decir cómo nacieron, por qué están ahí.
Cada palabra nace ineluctablemente en alguna parte, en un momento concreto, de un ser vivo. Lleva en sí misma el relato, la memoria, el aliento, la carne, la sangre… de una persona, de un pueblo, de una civilización… y, por lo tanto, de la humanidad. 
Existe una leyenda árabe según la cual Dios, lanzando un puñado de arena al viento del desierto, creó al caballo; y el caballo trazó en él una caligrafía en caracteres árabes.
Al margen de este origen legendario, la caligrafía no solo embellece las letras sagradas, sino que también revela, cual partitura, el ritmo salmódico del Corán. De ahí esas letras ya estiradas, esbeltas, ya ganchudas, enroscadas, cuadradas… que, con el paso del tiempo, se han convertido en formas estilísticas.
Me basta con mirar en la Biblioteca Nacional francesa uno de los primeros ejemplares del Corán, caligrafiado en el siglo IX. En una hoja, amarilla como la arena, las letras de estilo cúfico me proporcionan la sensación de percibir los movimientos de un caballo, el ruido de sus cascos, y su infinito eco en el desierto.
Los versículos son casi ilegibles, no solo por sus formas caligráficas muy estilizadas y codificadas, sino también por la distancia de los puntos con respecto a las letras, o por su ausencia. Me cuesta no solo leer, sino también seguir los gestos del calígrafo. Sin embargo, oigo una voz que salmodia el Corán.
Las letras son alargadas, estiradas, abstractas en grado sumo, como si el poeta calígrafo ejecutara una actuación con el fin de sublimar la palabra divina."

Atiq Rahimi
La balada del cálamo


"Una mano empuja con miedo la puerta de la habitación. Entra una de las niñas. Bajo la pelambrera alborotada, su cara es dulce. Menuda. Sus ojitos se clavan en el hombre. «¡Papá!», se atreve; y, tímidamente, se acerca. «¿Papá, estás dormido? ¿Qué tienes en la boca?», dice señalando la sonda con el dedo. Se para cerca del padre, duda antes de ponerle la mano sobre la mejilla. «¡Pero si no estás durmiendo!», grita. «¿Por qué mamá siempre dice que estás dormido? Mamá dice que estás enfermo. No me deja entrar y hablar contigo... y sin embargo, ella habla contigo todo el rato.» Quiere sentarse a su lado, pero el grito de su hermana, parada en el quicio de la puerta, la detiene. «¡Cállate!», le grita adoptando el tono de la madre, y corre hacia la pequeña. «¡Ven conmigo!», le dice arrastrándola de la mano para apartarla del padre. Después de una breve mirada dubitativa, la más pequeña trepa por el pecho del padre y le tira de la barba como una loca. La otra exclama, animada: «¡Vamos papá, habla!», se inclina hacia su boca, y toca el tubo. «¡Quítate este chisme! ¡Habla!» Le quita el tubo con la esperanza de oírle decir una palabra. Nada. Nada más que respiraciones. Lentas y profundas. Mira fijamente la boca entreabierta del padre. Curiosa, introduce su manita y saca la mosca. «¡Una mosca!», grita, y con cara de asco, la tira al suelo. La más pequeña se ríe y pone su mejilla sucia sobre el pecho del padre.
La madre entra alarmada, grita: «¿Pero qué hacéis?», se abalanza sobre las chiquillas, «¡Salid! ¡Venga!», y les tira del brazo. «¡Una mosca! ¡Papá se estaba comiendo una mosca!», gritan las dos niñas casi a la vez. «¡Callaos!», les ordena la madre.
Salen de la habitación.
La mosca, ahogada en saliva, se debate sobre el kilim.
La mujer vuelve a entrar en la habitación. Antes de meter de nuevo la sonda en la boca del hombre, le lanza un vistazo inquieto y curioso. «¡¿La mosca?!» No nota nada raro, pone el tubo en su sitio y se marcha.
Más tarde, regresa para verter agua con azúcar y sal en la bolsa de suero, y echar las gotas de colirio en los ojos del hombre.
Acabada la tarea, ya no se queda al lado de su hombre.
Ya no desgrana el rosario negro al ritmo de la respiración de su hombre.
Se va.
No vuelve a entrar hasta la llamada a la oración del mediodía, pero no para coger la pequeña alfombra, desplegarla, extenderla en el suelo y hacer la oración. No viene más que para echar de nuevo las gotas de colirio en los ojos del hombre. Una, dos. Una, dos. Y marcharse.
Después de la llamada a la oración, la voz cascada del mulá invoca a Dios para que conceda su protección a los fieles del barrio en este día miércoles: «...porque, como dijo nuestro Profeta: "es un día de desgracia aquel en el que el Faraón y su pueblo fueron ahogados, igual que fueron destruidos el pueblo del Profeta Salih, los pueblos de Ad y Thamoud..."». Se para, y prosigue muy rápido y con voz amenazante: «Queridos fieles, como siempre os he dicho, el miércoles es, según los hadith de nuestro Profeta, el día más noble, y "en él no conviene derramar sangre, ni dar, ni recibir". Sin embargo, uno de los hadith, recogido por Ibn Younés, dice que durante la Yihad podemos proveernos de recursos. ¡Hoy, vuestro hermano, el venerable Comandante, os proporcionará armas para que defendáis vuestro honor, vuestra sangre, vuestro pueblo!».
En la calle, los hombres se desgañitan: «¡Allah-o Akbar!» Corren. «¡Allah-o Akbar!» Sus voces se alejan, «Allah-o...», y se aproximan a la mezquita.
Varias hormigas rodean el cadáver de la mosca sobre el kilim. Después se abalanzan sobre ella para llevársela.
La mujer viene a echar un vistazo al hombre, preocupada. ¡Teme, quizás, que la llamada a las armas le haya puesto en pie!
Se queda no lejos de la puerta. Se acaricia los labios con los dedos, después, nerviosamente, se los mete entre los dientes, como para sacar las palabras que no se atreven a salir. Abandona la habitación. Se la oye preparar algo para el almuerzo, hablar y jugar con las niñas.
Y después la siesta.
Las sombras.
El silencio."

Atiq Rahimi
La piedra de la paciencia











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