Enrique Pérez Escrich

"Dejemos por algunos instantes a la egipcia, y sigamos al africano, a quien los celos y el deseo de venganza que devoraba su corazón prestaban alas para llegar cuanto antes a la prisión del infortunado príncipe.
Cingo podía matar a su rival impunemente, satisfacer una venganza, sin que la conciencia, ese juez terrible y secreto de los hombres, viniera más tarde a robarle el sueño y a amargar su existencia, porque Herodes, el sangriento monarca de Israel, colocaba la vida de su hijo bajo los pies de su esclavo.
Es así que una alegría salvaje, un placer feroz, inexplicable, reanimaba el encono del africano. Nunca con mayor placer, con mayor afán había corrido a ejecutar una orden de su señor. Salvar al príncipe, perdonarle la vida, concederle la libertad hubiera sido, para un esclavo tan servil y tan fiel como Cingo, faltar a su deber.
El desgraciado destino del príncipe estaba en sus manos, y Antipatro no tenía más porvenir que la muerte. Pero ¿cómo había de morir? El rey se lo había indicado.
«Mata a mi hijo, pero nada de sangre, y entiérrale sin pompa ni ceremonia alguna en el viejo castillo de Hircanión.» Éstas eran las palabras del idumeo, y Cingo corría a obedecerlas. La clase de muerte no hacía al caso. Morir de una puñalada, estrangulado o envenenado por la picadura de una víbora, todo era morir.
El resultado de aquella misión terrible era un cadáver: ofrecerle cubierto de sangre por el hierro homicida, amoratado por el cordón de seda, o verdoso por el veneno del reptil era lo mismo. Se necesitaba ahogar el latido de un corazón joven y ambicioso, apagar la vida de un mancebo inquieto y atrevido, cortar una existencia peligrosa para la tranquilidad de un rey fanático y cruel, que agonizaba abrazado a su corona y que temía le arrebatasen algunas horas de reinado.
Cingo llegó ante la pesada puerta del calabozo y se detuvo. Por la primera vez en su vida sintió que su corazón latía de un modo extraño y nuevo para él. Aquel crimen, ¿era del rey o suyo? Sin explicárselo se hizo esta pregunta. La conciencia se alzaba dentro de su pecho; su voz extraña y poderosa le conmovió como la primera ráfaga de una tempestad sacude las velas de un buque, arrancándole un gemido inexplicable."

Enrique Pérez Escrich
El mártir del Gólgota



 "El teatro y la novela son mis tribunas; consignar verdades, atacar el vicio, enaltecer la virtud y defender la moralidad ha sido siempre mi constante afán [...] Pero si las ideas de un autor se revelan por la esencia que se encierra en sus obras, léanse las mías, y se verá que, como escritor, he predicado las ideas de ese gran libro, el Evangelio; además, como hombre, he procurado, y esto lo saben cuantos me conocen, practicarlas en mi vida privada."

Enrique Pérez Escrich



"Fue preciso conducirle á su camarote, y entonces don Cándido tomó el mando de la fragata.
Nadie á bordo se había atrevido á disputarle el mando: el contramaestre, el piloto y toda la tripulación habían comprendido el valor, la serenidad y el conocimiento del improvisado capitán, y obedecían sus órdenes ciegamente.
Al quinto día don Cándido, que no había dormido ni descansado una sola hora, comenzó á frotarse las manos y á bostezar,
—Muchachos, ¡reanimad el espíritu!—, les dijo á los tripulantes. —El baile terminará muy en breve. Esta noche habrá ron en abundancia, y doble ración de rancho.
Desde este momento las nubes comenzaron á disiparse, apareció el sol como avergonzado entre los rotos celajes,
y el mar fué poco á poco tranquilizando su terrible furia.
La Joven Cecilia se había salvado, venciendo en la lucha con los elementos. Don Cándido adquirió con aquella tempestad la fama de gran marino.
Á la caída de la tarde el peligro había desaparecido. Don Cándido entregó el mando al contramaestre y bajó á su camarote.
Estaba muerto de hambre y sueño. Comió, bebió, y se acostó en su catre. Dos minutos después dormía profundamente.
El sueño de don Cándido duró veinticuatro horas.
Todos esperaban que se levantara para darle las gracias, incluso el capitán, que con la cabeza vendada se paseaba por el alcázar de popa hablando con algunos pasajeros.
Por fin, seguido de Luciano, se presentó en la escotilla del salón de popa. Don Cándido, modesto, risueño, inofensivo como en los primeros días de navegación, recibió las enhorabuenas y los apretones de manos sin mostrarse engreído.
—El peligro ha sido grande, señores; pero todos mis conocimientos náuticos y mi práctica de nada hubieran servido á no ser la Joven Cecilia un buen buque, —dijo don Cándido. — ¡Ahí Debe usted estar satisfecho, capitán, de mandar tan linda fragata!
—Que usted, con su serenidad é inteligencia, ha salvado de un naufragio desastroso, señor don Cándido, —repuso el capitán.
— ¡Bah! No hablemos mas de eso; ya que el tiempo es bueno y el viento favorable, ganemos lo perdido, y olvidemos lo pasado."

Enrique Pérez Escrich también conocido por sus seudónimos Carlos Peña-Rubia y Tello
Los desgraciados




"Lector amigo: El libro que tienes en las manos, tal vez no sea del todo inútil para los hijos de familia; para esos jóvenes de imaginación viva, de alma ardiente que, abandonando el hogar doméstico, corren empujados por sus ilusiones, por sus risueñas esperanzas, en busca de un nombre glorioso y de una fortuna, encontrando muchas veces crueles desengaños que acaban de poner la pistola del suicida en sus manos, dejando con su muerte un dolor eterno en el corazón de los padres."

Enrique Pérez Escrich
En el prólogo de El frac azul (Memorias de un hombre flaco)










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