Henrik Pontoppidan

"A medida que pasaron los años, la descripción del hombre se convirtió en mi principal interés."

Henrik Pontoppidan



"Durante más de un minuto reinó en la sala un silencio de muerte. Era como si un ángel invisible flotase en el recinto. Manuel mismo más parecía un espíritu que una persona viva, según estaba allí arriba, delgado, pálido como un muerto, intensamente iluminado por la luz de dos lámparas del techo que convertían las cavidades de sus ojos y mejillas en las profundas y negras cavidades de una cara muerta. Las largas y enflaquecidas manos estaban cruzadas sobre el pecho; la mirada estaba levantada hacia lo alto.

Nadie respiraba en la sala. Hasta el ministro olvidó un momento su dignidad y con la boca abierta miraba por encima de sus lentes, como si se los hubiese puesto así para poder ver mejor. El mismo Guillermo Pram estaba cual si no supiera qué decir. Y como entonces levantase Manuel los brazos hacia el cielo, diciendo con voz débil y temblorosa: "¿Habla, Señor... tu siervo escucha!" y al mismo tiempo retumbase allá lejos el sordo ruido de un trueno, un escalofrío recorrió de pronto toda la sala.

Manuel seguía de pie con las manos extendidas hacia lo alto y los ojos cerrados; pero ni un sonido asomó a sus blancos labios. Podía verse su cuerpo convertido en un puro temblor; el sudor le corría por la cara. Y de pronto se derrumbó, cubrió la cara con las manos y, sollozando amargamente, exclamó:

–¡Dios mío! ¡Dios mío...! ¿Por qué me has abandonado?

En ese momento se sintió una sensación de alivio. Era como si todos se hubiesen librado de una angustia estranguladora al ver que ante sí tenían, no a un profeta enviado por Dios, sino sencillamente a un loco."

Henrik Pontoppidan
La tierra prometida



"El comedor, como la mayoría de las habitaciones de la casa parroquial, era una pieza amplia, señorial, con techo de estuco y decoraciones de paisajes sobre las puertas. Aunque las aldeas de Vejlby y Skibberup pertenecían desde hacía mucho tiempo a la clase de buena parroquia, toda la casa parroquial, incluidas todas sus edificaciones contiguas, estaba construida en un estilo que recordaba más el castillo de un gran propietario que la vivienda de un eclesiástico.
El antecesor del párroco Tonnesen había sido un hombre riquísimo. Su primer acto en la parroquia fue demoler completamente la vieja casa parroquial, levantando por cuenta propia en su lugar el actual palacio, cuyo elevado coste dio motivo entonces a verdaderas peregrinaciones de toda la comarca. Todavía palpitaban las historias fabulosas sobre la facilidad con que aquel hombre gastaba sus dineros. Si acudía a él un campesino quejándosele de una desgracia en el ganado, o de un incendio en el granero, le eximía al instante del diezmo, e incluso a veces le metía en la mano un billete de cincuenta táleros al despedirse. A cambio de ello, les pedía que le dejasen en paz entre sus libros y objetos artísticos; y como la población de la comarca siempre había tenido más apego a los bienes terrenos que al tesoro de la religión, durante los cinco años que el «pastor millonario» residió allí existió entre la parroquia y él la más excelente comprensión.
Sin embargo, el párroco Tonnesen tenía sus buenas razones para quejarse amargamente de su antecesor, quien con su conducta hacía sembrado la confusión más completa en la mente de la parroquia. Todos los feligreses se habían acostumbrado a considerar el diezmo como algo que podían dar o dejar de dar, según les pareciera; y como Tonnesen pidiese el cumplimiento de las normas establecidas, e incluso exigiese severamente el pago puntual de los distintos tributos, se consideró esta actitud como una avidez de dinero que decía mal de un pastor, dando origen a una sedición, que fue el comienzo de una tirantez, que jamás cedió desde entonces, entre el párroco y parte de los feligreses.
Pero si en este aspecto tenía el párroco motivos fundados para estar quejoso de su antecesor, le estaba, en cambio, doblemente agradecido por la principesca mansión que le había dejado. Ésta respondía precisamente a lo que, según su modo de ver, era una residencia propia para el representante de Cristo en la parroquia de Vejlby y Skibberup. Y eso era, en parte, la causa de que él siguiese en aquel cargo bastante modesto, habida cuenta de su edad y antigüedad, ya que, por otra parte, el mantenerle allí era una ofensa que le habían hecho desde arriba, y que él atribuía a malevolencia personal de un inmediato superior, el obispo, hombre de espíritu liberal tanto en lo religioso como en lo político, a cuyo nombramiento había aludido momentos antes en su conversación con el capellán. No era, en efecto, porque el párroco Tonnesen se estimase a sí mismo en poco; y como en dos ocasiones fuese pasado por alto en la provisión de algunos puestos más elevados, Tonnesen vio en ello una injusticia a sabiendas y decidió ir con menos frecuencia a pedir traslado a su obispo actual, decisión que le habían permitido tomar lo reducido de su familia y las rentas de una pequeña fortuna privada.
Sin embargo, recibió algo de bálsamo para su herida cuando, un par de años antes, se dejó nombrar párroco, o «párroco decano», como obstinadamente se hacía llamar por sus feligreses. En esta situación, su acumulada fuerza comercial adquirió un campo adecuado, y el sentimiento de su propia valía se indemnizó allí de todas las ofensas sufridas. Desde ese día, él vivía, y respiraba en viejos rescriptos y párrafos de la ley, redactaba con apasionada solicitud escritos de varias horas, dirigidos a las autoridades de la diócesis y el consejo provincial, exponiendo sus puntos de vista; enviaba en toda ocasión a los pastores que de él dependían informes detallados, y era, sobre todo, el terror de los maestros de escuela de su jurisdicción, a los cuales perseguía con interminables listas de informes y esquemas, cuyo cumplimiento les imponía con la exigencia de la más estricta exactitud.
Con todas estas disposiciones de organización entretuvo también durante el té a su capellán, dándole a entender que, si él había pedido ayuda para su actividad ministerial en la parroquia, era para poder dedicarse a estas tareas más enojosas."

Henrik Pontoppidan
La tierra prometida



El nido del águila

Cayendo a plomo sobre un pequeño pueblo, alzábase en la azulada atmósfera abrupto peñasco, tan alto y desnudo, que ningún pie humano pudo alcanzar su cúspide, y donde una familia de águilas había construido su nido. Sobre este nido Bjornstjerne Bjorson ha escrito una historia; pero como la he oído contar algo diferente, a mi vez la traslado al papel.

Escuchad:

Sobre la cima de este peñasco, repito, una familia de águilas había construido su nido, y desde lejanos tiempos, tantos como pueda recordar la memoria de los hombres, las águilas habían sido el terror de la comarca.

Tan pronto caían sobre las cabras y ovejas que tranquilamente ramoneaban la hierba de los lejanos prados, como picoteaban los ojos de los pastores que con sus palos intentaban defender sus rebaños. Sí; a veces, hasta se apoderaban de los niños mientras jugueteaban en la plaza del pueblo; levantábanlos suspendidos en sus garras, más alto que la cima del peñasco, para desde allí lanzarlos y destrozarlos en su caída.

Los audaces jóvenes del país soñaban siempre con el noble propósito de escalar el peñasco para arrojar del nido a los rapaces y volver la tranquilidad al pueblo. Desde la infancia ejercitábanse en encaramarse por las paredes del peñasco y a esto se debía que no se encontrara por los alrededores otros hombres tan audaces y atrevidos como ellos. Era rarísimo quien pasara de los veinte años sin que hubiese tentado el peligroso escalo del nido del águila, pues nadie los hubiera considerado hombres, ni ellos se habrían atrevido a cortejar de noche una muchacha sin haber probado su valentía contra el invencible enemigo.

Y, sin embargo, ninguno de ellos logró poner su mano en el nefasto nido. Algunos llegaban hasta el primer saliente del peñasco; pero, una vez en él, se apoderaba el vértigo al contemplar, bajo sus pies, la aguda flecha del campanario del pueblo irguiéndose en el azul como el hierro de una lanza. Otros llegaron hasta la segunda aspereza, casi a la mitad del camino; pero al querer traspasarla, las capas pizarrosas se desmenuzaban bajo sus pies, y con celeridad vertiginosa resbalaban a lo largo de la abrupta roca, rechazados, rotos sus huesos y hendido el cráneo. Uno sólo alcanzó un día la tercera anfractuosidad; pero, una vez en ella, cayó de improviso de espaldas, como repelido por invisible mano. Cual pájaro herido, atravesó el aire, desgarrándolo con ronco grito, rebotó de roca en roca y rodó, en fin, despedazado, en medio del pueblo.

Por esta época, un nuevo párroco llegó a la comarca, y cuando se enteró de la loca lucha emprendida por los habitantes contra las águilas, comenzó desde el púlpito a fulminar sus rayos contra aquel insensato juego de vida o muerte.

—Es tentar a Dios —exclamó— el cual, en su sabiduría, ha puesto límites al poder del hombre, límites que nadie puede traspasar sin ser castigado. —Y señalando el nido, añadió que Dios mismo lo había emplazado tan alto como señal evidente de que hay cosas que desafían todos los esfuerzos humanos—. ¡Pues saludable es que siempre haya alguna —decía— que el pueblo jamás pueda alcanzar!

Entre los ancianos del lugar, el sermón del cura cayó en terreno abonado; pues no había casa que no contara con un hijo estropeado, ni familia que no llorase la pérdida del consuelo y apoyo a su vejez. No obstante, parecía como si la abrupta cima les atrajese con irresistible pujanza; pues corría ya de boca en boca la noticia de que al siguiente domingo un joven de diez y ocho años, hijo único de una pobre viuda, intentaría el arriesgado escalo.

En la grande plaza de la iglesia, a la hora fijada, los habitantes del pueblo, reunidos, hablaban bajo, contemplando, a través de las veraniegas nieblas, las paredes de la roca en que el joven había llegado al primer saliente. Este, ni siquiera se detuvo; quitóse el sombrero, y lanzando con todas las fuerzas de sus pulmones un grito de esperanza, saludó a su madre, que, desgreñada y sollozando, arrodillada al pie del peñasco, tendíale sus brazos… Al alcanzar la segunda aspereza, sentóse el joven y, mientras se enjugaba el sudor, midió con ojo certero la distancia que le separaba del final del camino.

Todas las miradas se fijaron en él, cuando un instante después se le vio estrechar el cinturón y, con la lentitud de un gato, avanzar de nuevo, ayudándose con las manos, puesto que el peñasco, desgastado por las heladas del invierno, volvíase cada vez más perpendicular. A cada tentativa de avance resbalaba; y los viejos bajaban la cabeza, mirando con ojos de compasión a la madre desvanecida en medio de un corro de mujeres.

—Esto acabará mal —murmuraban acercándose unos a otros—. ¡Es demasiado joven! ¡Y demasiado atrevido!

En una pequeña elevación del terreno, una joven de rubia cabellera, aislada de todos, con su corpiño encarnado, contemplaba la escena cruzadas sus dos manos a la espalda. Varias mujeres del pueblo, al pasar cerca, la miraban con torva, ceñuda faz, al saber que era la novia del audaz joven y precisamente la que le había pedido aquella prueba de su valentía y de su cariño. Indiferente a la ansiedad general y a la indignación que la rodeaba, seguía con la vista, sonriente, a su prometido, suspendido entre el cielo y la tierra; y en su linda cara, tersa y acarminada, leíase la certeza de que sería su novio el que lograra alcanzar lo que otro no pudiera obtener.

De pronto, un grito partió de la asamblea. Subiendo rápidamente en zig-zag, el joven acababa de alcanzar la tercera y última saliente. Pero sus fuerzas parecían agotadas. A pesar de que no semejaba más grande que una mosca, pudo distinguírsele agarrado aún a la roca.

El que poseía mejor vista de los del lugar, un hombre rodeado de un grupo ansioso, dijo sacudiendo tristemente la cabeza:

—No volverá vivo. Está más blanco que la cal y tiene las manos ensangrentadas.

Silencio general se impuso. El joven erguíase de nuevo y el hombre citado viole como se estrechaba aún más el cinturón, examinando las paredes rocosas que ante él tenía, perpendiculares entonces hasta llegar al nido. Viósele buscar a tientas apoyo para sus manos y pies…

Un estremecimiento sacudió dolorosamente a todos: ¡el joven resbalaba!

Gruesas piedras destacáronse del peñasco rodando ruidosas a lo largo de las rocas…

—Todo acabó para él —pensaron algunos; otros, en su emoción, dijéronlo en alta voz.

Pero, vivamente, el atrevido cogióse con sus dos manos a una hendidura de la roca y se retuvo agazapado hasta que sus pies encontraron nuevo apoyo. Y lentamente, con precaución, avanzó…

Minutos parecidos a siglos transcurrieron, durante los cuales los espectadores reunidos mirábanse unos a otros espantados, pues la sombra proyectada por la cima ocultó a sus ojos asombrados el audaz joven. ¡Tal vez había caído!

De improviso estalló un clamoreo general. Viéronle sobre la cima de la roca, destacándose en el claro azul del cielo.

En aquel momento, las águilas, muy lentamente, atravesaban los aires…; pero el joven, con un rápido movimiento, cogió las ramas del nido y nido y huevos cayeron precipitados de lo alto de la roca en las profundidades peñascosas. Las águilas, aterrorizadas, interrumpieron su vuelo; después, las dos, arrojando agudos chillidos y con rápido y ruidoso batir de alas, volaron de nuevo, desapareciendo a lo lejos…

Y en la pradera los gritos de contento hendían la atmósfera de tal modo como jamás desde tiempos inmemoriales se habían oído. Solamente el párroco se retiró silencioso y cabizbajo.

«Sólo él no podía comprender aquello…». ¡Y es que no hay nada en el mundo, por alto que sea, que la voluntad tenaz y firme de un pueblo no pueda alcanzar un día!

Henrik Pontoppidan




"Me dediqué a la novela, una forma artística que en los últimos días ha sido desatendida y por lo tanto ha adquirido una mala reputación, pero que durante el siglo XIX se ha desarrollado y elevado hasta los rangos ocupados por el drama y las épicas antiguas."

Henrik Pontoppidan
Per el afortunado























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