José Rafael Pocaterra

"Entre aquella gente de Oriente y de Occidente, un poco gárrula, criadero de caudillos y emporio de tristes hazañas de campamento o de encrucijada, lejos de la atolondrada capital, más allá de la mesocracia de las villejas de la zona central, al socaire de las cordilleras que se van desde el valle de Caracas, costa abajo a anudarse en la Pamplona colombiana, el gran silencio de las llanuras... El pastor con su mecha de carne y su potro flaco, la desolación sin caminos, ni voluntad ni esperanza. El Llano. Un aleluya que se convirtió en de profundis. Allí también capté el paisaje y el hombre que tanto éxito ha alcanzado después en el asfalto del Distrito Federal, estilizándose en Joropos o pintándose en grandes murales literarios de tipo simbólico.

*  *  *

(...) En mis cuentos y en mis novelas («Vidas Oscuras», «La casa de los Abila» algún otro trabajo) yo he querido dar otra noción: la real. La que yo vi en luengos años en el corazón de las llanuras, bajo el castigo de las plagas, de las guerrillas salteadoras que acometían, surgidas del Centro o del Oeste, las últimas reses, los últimos caballos, las últimas gallinas, en hatos, potreros y ranchos... De paso quedaban mujerucas encinta y hambre adelante como estrella de Belén, camino de poblados despoblados. Y dale con la literatura patiquinesca de estar forjando lindas novelas y masoquineando la pueril vanidad criolla que remata, en cada pedazo del país en que vivimos, con aquello de: ¡Este heroico y sufrido Estado! Puede haber un arte sin honradez, como una mujer bella sin honestidad.

Esos trozos de ambiente son «el ambiente» de mi literatura. Ni rectifico, ni sacrifico: Narro. (...)"

José Rafael Pocaterra



La casa de la bruja

I

Cuando pasaba el alegre grupo de muchachos a remontar cometas —a los que dicen pintorescamente “papagayos” en mi país— por las colinas de Agua Blanca, veíamos con horror aquella casucha de adobes rojos techada de palmas y de pedazos de latón, con el único agujero de su ventana mirando como un ojo siniestro hacia lo más sombrío del callejón…Rodeábala una palizada de cardos, y alzábase en el aislado arrabal, más aislada que todas, solamente protegida por la falda escarpada y áspera del cerro.

Era “la Casa de la Bruja”.

II

Recorriendo la ciudad, de puerta en puerta, desde el amanecer, recogíase con el día cuando comenzaban a encenderse las farolas urbanas que parecían arrojarla del poblado. ¡Cuántas veces vi a la luz fantástica de los crepúsculos, más horribles en su extraña demacración, la nariz más curva y el manto más raído, perderse su silueta al doblar una esquina, al extremo de las calles rectas y tristes de mi tierra natal!

—¡La bruja! ¡La bruja!

Y eran gritos y pedradas; voces de todos los granujas. Si la acosaban y un guijarro iba a golpear su pobre armadijo de huesos, sacaba del manto un dedo muy largo, señalaba el cielo y regonzaba una especie de protesta monótona como una oración.

—¿Por qué no busca un trabajo? Póngase a servir en una casa; usted está ¡buena y sana!

Sin responder, echaba ella a andar calle abajo ondulando su verdoso manto, como una bandera de miseria.

III

Pasaba por la vida fastidiosa de la provincia envuelta en una atmósfera de terror y supersticiones; evocaba cosas macabras, vuelos a horcajadas en palos de escoba para asistir al sabat demoníaco, la misa negra en una cueva pavorosa cocinando en marmitas de caldo de azufre tiernos niños que morían después de chuparles la sangre.

Creíamos verla volar por sobre los techos en Semana Santa, después de beberse el aceite en las lámparas de las iglesias, cantando el pavoroso estribillo que nos enseñaron las criadas:

¡Lunes y martes
miércoles, tres!
jueves y viernes…

Y una voz, la voz misma de Satanás, añadía:

Sábado seis.

Noches de no poder dormir viendo su rostro en los pliegues de las ropas colgadas, en las sombras que hacían danzar sobre las paredes la lámpara encendida a la virgen, cuya mecha chirriaba de un modo muy particular…Y arropándonos hasta la cabeza, parecíamos oír el horrible estribillo:

Domingo siete.

IV

Para acrecer aquella superstición del lugar, observábanse en ella detalles que la acusaban, pruebas que en la Edad Media hubieran bastado a dar con sus huesos en la hoguera; ¿para qué eran aquellos misteriosos hacecillos de hierba que ocultaba en el manto? ¿Qué menjurjes contenía aquel frasco colgado de una cuerda con el cual mendigaba, en las boticas, aceites o ácido fénico, o bálsamo sagrado, drogas todas para preparar ungüentos malignos contra la dicha, la fortuna o la salud de los demás?

Cerca del matadero público, alguien la sorprendió envolviendo en su pañuelo un cuervo muerto, y la mañana de un domingo los muchachos del arrabal la hicieron descender del caballete de la casucha a pedradas. Gritó, furiosa, que estaba componiendo el techo, porque llovía sobre su cama; pero ¿a quién iba a meterle tamaño embuste? ¡La habían sorprendido al amanecer sobre la casa, al regreso de la misa del sábado, y no pudo bajar; al canto de los gallos se le había acabado “el encanto”!

—¡Ave María Purísima! –gritaban desaforadas las mujeres en los corrales. Los perros ladraban furiosos y aquel día la bruja no pudo salir, porque llovieron, como nunca, piedras y abrenuncios sobre la casa maldita.

V

Una semana después el niño de la vecina que fue la primera en avisar la aparición de la bruja en los techos, murió de una calentura. Se le fue poniendo amarillo, amarillo como si le chuparan la sangre.

El doctor dijo lo de siempre: que era paludismo, y el señor Cura, que sin duda no quiso desmentir al médico, les reprendió ásperamente:

—¡Qué brujería, ni hechicería, hatajo de estúpidos! Vivan mejor con Dios y tengan más caridad para esa infeliz mujer…

Mucho era el respeto que les merecía aquel rudo pastor lugareño y francote que llevaba a pie a la hora que fuese, bajo el sol o bajo la lluvia, amparado en su paraguas, los auxilios diversos a dos y tres leguas a la redonda. Pero nada pudo contra el rencor del vecindario hacia aquella malvada mujer que vivía matando niños y echando daños: patios enteros de gallinas que se perdían víctimas del moquillo; hombres que siempre fueron excelentes maridos se “pegaban” a otra; el pan de maíz casi nunca levantaba en el budare; hubo viruelas…

— ¡Nada! ¡Nada! Digan lo que digan, esa mujer va a acabar con el vecindario.

Y resolvieron llevar la queja a la autoridad.

VI

El consabido andino y Jefe Civil oyó gravemente la denuncia. Depusieron los testigos, se acumularon pruebas fehacientes, y el más caracterizado, el padre de la criatura muerta formuló:

—Nosotros no queremos el mal de naiden, contrimás el de una pobre sola; pero es el caso que no nos deja vida; y ya no es con las cosas de la mujer diuno, de la salú y de los animales, sino que asina mesmo quiere urtimarle a uno las creaturas…Y eso no, señor Jefe-civil, eso sí que no –protestó con la voz sofocada de lágrimas al recuerdo de su hijito muerto.

El funcionario apoyó la demanda. ¿Acaso él no sabía a qué atenerse con las gentes ociosas y mal entretenidas?

—¿Cómo le parece a busté? —añadió—. Siempre paran en brujerías. En Capacho se dio el caso de una bruja, pero noje pasaron ocho días cuando ya el Bachiller Primitivo le buscó la contra, ¿no?

Luego los  despidió solemne:

—Bueno, pues, ya la autoridaz está en cuenta para proceder. Váyanse tranquilos, los amigos.

Y como era hombre activo y eficaz, organizó la patrulla para caerle encima esa misma noche y sorprenderla en plena “brujería”.

—¡La vamos a coger infraganti! –dijo gozoso al secretario terciándose la peinilla. Busté se me queda en el teléfono por si acaso…

La ronda aumentada con los vecinos que esa noche se incorporaron voluntarios, rodeó la casa misteriosa. Y con el Jefe Civil a la cabeza se deslizaron ocho hombres por debajo de la palizada. Trataba este de darle ánimos y le salían el miedo y los refranes con igual violencia.

—Procuren no hacer bulla, porque “brujo no duerme”.

En el silencio nocturno, negra y muda, se alzaba la casa. Parecíales más lógreba, más siniestra, más grande. De repente uno señaló un bulto hacia el centro del patio.

—¡Veánla, allí está!

—¡Ave María Purísima! –masculló otro.

Y un tercero prudente aconsejó con voz temblorosa:

—¡No le diga asina, compadre, que se nos vuela!

—¡Sí le liga! –exclamó valerosamente el Jefe-civil, santiguándose en la oscuridad.

Y heroicamente hizo irrupción seguido de sus ocho valientes.

—¡Vamos a ver, pues, qué tiene la amiga por aquí!

Sorprendida la pobre mujer, nada respondió, arrojando la colilla del tabaco que fumaba, con el fuego hacia dentro, en un reguero de chispas; ese triste hábito de lavanderas y de ancianas hambrientas, que así logran conservar algún calor dentro de la boca. Pero aquellos hombres jurarían que ella escupía candela. Y uno tímido, con las piernas y la voz debilísimas, saludó aterrado:

—¡Buenas noches, mi señora!

—Vamos —ordenó reponiéndose el Jefe, al constatar que era un cabo de tabaco–. ¡Basta de necedades! Prenda una luz, señora.

—Yo no tengo vela… –balbuceó todavía llena de terror.

Y él, heroico, la increpó en tono burlón:

—No venga con eso. ¿Brujo sin vela?… ¡Basirruque!

—Venimos a registrarle la casa –advirtió el segundo en carácter.

—Pues yo no tengo luz, y aunque tuviera no la encendería para que otro venga a registrarme la casa –repuso resuelta, poniéndose de pie, comprendiendo de súbito lo que aquellos hombres pretendían.

—Mire, señora —aconsejó el que temía que echase a volar—, no se oponga a la autoridad: el señor es el Jefe-civil de la parroquia, el general Circuncisión Uribe —y designó al cabecilla, quien, a su vez, desnudando la peinilla, intimó:

—¡Uno que encienda algo, vamos!

Y mientras corría alguno al vecindario en busca de un candil, la infeliz protestaba enérgicamente de aquel atropello. Ella era una pobre mujer, sola, que no hacía daño a ninguna persona; que no se metía con nadie, ¿por qué, pues, la acosaban hasta en su casa como a un perro rabioso?

—Esto lo vamos a ver… —observó el Jefe—. Por el momento, si no tiene nada malo que esconder, ¿por qué se opone a la autoridaz?

—¡Porque estoy en mi casa!

—Esa no es razón, mi señora –concilió el vecino, que esperaba verla salir volando de un momento a otro.

—Ultimadamente, con la autoridaz no se discute… ¡Aquí está ya luz!

Mientras uno, delante, empuñaba en alto el candil, el grupo de héroes avanzó hacia la puerta de la única habitación que había a lo largo del cobertizo, y en cuyo umbral como una leona, con la cabeza desmelenada y los brazos abiertos, la mujer se irguió:

—¡Aquí me matan ustedes, pero no pasan, no pasan!

Era tan soberbia la actitud de la desgraciada, que retrocedieron intimidados…Pero alguno gritó, con el grito gozoso y salvaje de los cazadores de montaña:

—¡No les decía yo que aquí había algo!

—Apártese, señora.

Y manos villanas, que nunca falta, la apartaron de un empujón formidable, brutal, para aquella armadura de huesos.

Cayó encorvada, golpeando la pared con la frente, ronca de rabia y de impotencia.

—¡Sinvergüenzas! ¡Cobardes!

La luz del mechón alumbró un aposento estrecho; en los muros había colgadas ropas, telas de araña, manojos de plantas, un tabla mugrienta, aparador y altar del Santo borroso en que ella se apoyaba…Y al bajar la luz dieron un grito que el horror ahogó en las gargantas.

Sobre un camastro cubierto de  hojas de plátano, tostadas por la fiebre, estaba una cosa hinchada, deforme, que debía ser algo humano, pero tan monstruoso y lleno de escamas y de oscuras pústulas, que más se asemejaba a esos troncos muertos bajo la roña vegetal.

Aquello trató de incorporarse. Y vieron, entonces, en un rostro tumefacto, encuadrado por dos orejas enormes, como dos lonjas de carne fresca, los ojos reventados, que lloraban un pus sanguinolento, el agujero negro, que era boca y nariz donde bailaba la lengua horriblemente, ululando y lamento, una especie de aullido, como el rumor del agua puesta a hervir.

—¡Un lázaro! ¡Un lázaro!

Y dejando caer el candil que se apagó en un silbido de tragedia, huyeron enloquecidos por el espanto.

Sí, un lázaro; un desgraciado a quien la enfermedad antigua y tremenda iba devorando lentamente a pedazos sobre la yacija de su miseria; un atacado del viejo mal de la Escritura, que martirizó a los profetas y a los santos; otra víctima del remoto contagio asiático, que los cruzados llevaron a Europa, y los barcos negreros trajeron a la América desde el litoral africano.

Toda la brujería de la bruja era aquel pobre leproso, aquel hijo infeliz que ocultaba en el fondo del casucho, riñendo con el más sagrado de los heroísmos, una diaria batalla contra el hambre, las enfermedades y los hombres… A esa bruja horrenda que llenaba de odio y de pavor a los niños de la ciudad, su enfermo, su hijo, en las cóleras inmensas de la desesperación, en el negro humor de su desgracia, la tiraba de los cabellos, la golpeaba brutalmente, la estrechaba contra sus carnes hinchadas para contagiarle el horrible mal.

VII

El enfermo fue recluido en la leprosería de Cabo Blanco; su madre estuvo detenida unos días y luego no se supo más de ella…La autoridad dispuso quemar la casa para que se aislara el sitio.

Por eso cuando regresaba el alegre grupo de muchachos a remontar “papagayos” en la colina de Agua Blanca y nos sorprendía el anochecer cerca de la casa maldita –de la cual no quedaba sino un pedazo de techo, la pared de adobes rojos y el negro agujero de la ventana– pasábamos corriendo.

Nos parecía que la bruja iba a asomar por aquel hueco la cabeza desmelenada para maldecirnos…

VIII

Cuando encuentres, al paso, en las calles desiertas de tu ciudad natal, una de esas ancianas que parecen huir, encorvadas y tímidas, amparándose a la sombra irrisoria de los aleros o refugiadas de la lluvia en el quicio de algún portón, no les quites la acera ni vuelvas el rostro con disgusto. Tú no sabes, ¡oh transeúnte! , qué prodigio de heroísmo, de abnegación y de amor ocultan a veces esos mantos raídos de las pobres viejecitas brujas.

José Rafael Pocaterra




"Lo que yo creo que no debe soportarse, ni en el arte ni en la vida, es esta especie de heroína literaria con que se está drogando a las plebes urbanas... ¡pero si hasta las pésimas notas de nuestro Himno Nacional están llenas de embuste!... En mis cuentos y novelas yo he querido dar otra noción: la real. La que yo vi en luengos años en el corazón de las llanuras, bajo el castigo de las plagas, de las guerrillas salteadoras que acometían, surgidas del Centro o del Oeste, las últimas reses, los últimos caballos, las últimas gallinas... Claro está, puede haber un arte sin honradez, como una mujer es bella sin honestidad... Yo no rectifico, ni sacrifico: Narro.
(...)
A las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de a medio, un guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos pavos rellenos de postre... Cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y de Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento... Se arremolinó la gente, los gendarmes abriéndose paso... ¿qué es? ¿qué sucede?... ¡Nada hombre! Que un auto mató a un muchacho de la calle... un granuja de esos... informó, indignado el dueño del auto que guiaba un Trueno."

José Rafael Pocaterra
Cuentos grotescos



“Los ministros, los políticos de Caracas y del interior, los cortesanos, los adherentes, los trepadores, los crustáceos: ¡la fauna de estos últimos tiempos! Y hasta la flora porque notábase allá y acá algún infeliz chayota.”

José Rafael Pocaterra



"Me imagino que él soy yo, es usted, somos nosotros, los de aquí… Es nuestro carácter, nuestro modo de ser: brillo sí, pero de un instante, de un segundo, ¡un relámpago pues!, como si le hubiesen encargado hacer constar, por raticos, que la luz existe… Así somos, brillantes por momentos, sin saber por qué ni de dónde ni cómo nos viene el brillo… Pero sin estabilidad ni firmeza, ni permanencia… Queremos un rato; reímos otro rato; admiramos otro ratico… Luego, ¡nada! Siempre el relámpago, la luz que se mete en la noche, y esa sí es permanente entre nosotros, siempre…"

José Rafael Pocaterra




"Nací en Valencia, un 18 de diciembre«, dice en una nota autobiográfica. «No he sido niño prodigio, ni bachiller, ni toco ningún instrumento. Estudié solo, sufrí solo, solo luché contra el «trágico cotidiano». A mi madre le debo la vida; a los demás nada. Cuando murió mi padre todavía no terminaba yo de echar los dientes. Después la existencia me enseñó a tener colmillos y garras; más tarde la piedad humana me ha enseñado a sonreír."

José Rafael Pocaterra




Redención

I

De lo que ella fue para mí, la vida no me había devuelto sino un despojo: el naufragio de su belleza y de sus sentimientos en aquellos ocho años pasados sobre el cojín de todos los carruajes, en los reservados de todas las cantinas, cayendo una, seis, cien veces entre esplendores de fuego fatuo y días tristísimos sin pan ni trajes ni domicilio fijo. Dormía aún. El cabello dorado que tantas veces alborotara mis deseos, muerto, casi gris, mate, con leves reflejos de su brillo pasado; los ojos, entrecerrados por el sueño congojoso, se velaban bajo los párpados amoratados; y la boca antes risueña, que mostraba menudos dientes, tenía ahora esa expresión dura que al violentar la barbilla ahonda la comisura de los labios. Como si hubiese tomado algo amargo… Era ella aquel despojo de un naufragio que ahora, con las primeras luces de la mañana, se revelaba entre las ropas de mi cama de solitario, surgiendo de las sábanas como un fantasma sobre las espumas de mar agitado. Pálida, enflaquecida, marchita.

II

La primera locura de mi juventud. Una noche, entre gentes alegres, en no recuerdo qué sitio de fama dudosa, conocí a aquella Lucía que se iniciaba en la vida de los desórdenes con esa resolución casi infantil de algunos políticos muy jóvenes y de las muchachas sorprendidas por el vicio. Pequeña historia de amor: la seducción de cualquiera, el fugaz capricho, luego el abandono y la dura necesidad de comer, de vivir, de surgir, sonriendo y cantando por fuerza de edad sobre todas las ilusiones destrozadas.

Cómo vivió tanto tiempo a mi lado, fue lo que después no pude comprender, pero conmigo estuvo en amor y juventud largos días de paz, alegre, retozona, con una inconsciencia de pájaro, absorbiendo lo mejor que todo hombre lleva en sí: la hora intensa de las pasiones. Cansancio primero, luego fastidio; lentamente dejó de ser mía. Fue ella recuperándose en su propia alma y de lo profundo de sus instintos una ascendencia de tuberculosis y de alcoholismo le tendió los brazos y la atrajo hacia la infamia común, hacia la infamia inevitable… Pude detenerla; un postrer esfuerzo de voluntad podía salvar aquel pájaro que iba a estrellarse contra los cristales engañosos. Un poco de la íntima generosidad que se llama renunciación, bastaba. El egoísmo remoto, el celo del macho de las cavernas y también un mucho de ese “sentido práctico” que mata en nosotros las flores más espontáneas, triunfó de escrúpulos sentimentales…

Y Lucía marchó una tarde, muy pálida, muy llorosa, pero con un ardor febril de recomenzar en su vida el interrumpido mandato de sus antepasados crapulosos y enfermos.

Recuperábase, volvía a sí misma, de donde se la había arrancado, para hacerle el mal de que conociera el bien por poco tiempo.

III

Ocho años… y anoche, mientras cenaba a la salida del cine, un llanto ronco, quebrado, en el cual reconocí un eco profundo y lejano, llegó hasta mí conmoviéndome de modo súbito, casi estúpido.

—¿Qué es? ¿Quién llora allá dentro?

—Nada; es esa mujer que vive dando escándalos —me contestó el sirviente—, ya la han llevado varias veces a la policía, y todavía no está contenta. Debe catorce reales y si no los paga de aquí sale para “arriba”.

En efecto, dentro de un reservado sórdido, pintado al temple, en un desorden de cena frustrada, sobre un sofá estaba una mujer torcida, ebria, llorando… El traje costoso, de mal gusto, el colorete; algo así como la faz desencajada de los cómicos en los ensayos de mediodía; algo ridículo y doloroso, profundamente canallesco… la escapatoria de los que estaban con ella… su desesperación… Lloraba, ocultando el rostro, doblada contra el brazo del mueble en aquella gracia de líneas de la mujer que llora al pie de la cruz. El sirviente la sacudió por un brazo; quería arrastrarla fuera, a la calle, para entregarla a la policía. No lo permití; él se marchó mascullando un insulto.

Y entonces con una piedad que no honra pero que se parece al remordimiento, al remordimiento colectivo por todos los que damos el mal y lo recibimos, fui hasta aquella mujer que sin haberme visto el rostro siquiera, presintiendo un brazo misericordioso, acaso un fervor recóndito hacia antiguos ensueños, en la amargura suprema escondió la cabeza en mi hombro:

—¡No me dejes llevar! ¡Yo estoy borracha!

Y realmente, cayó en un sopor profundo, con los ojos nublados de lágrimas. Era Lucía. Reconocí aquel rostro; al cabo de aquellos brazos recordé todo el pasado muerto; ora aquel mismo refugiarse en mis brazos, empequeñecida y miedosa, cuando le refería cuentos de aparecidos. El amor pasado, el que se sella con una sonrisa, como se pone una cruz para señalar los muertos que cayeron en el camino. Una cruz sobre un montón de piedras.

Ante el asombro momentáneo de los que allí estaban la llevé hasta el coche, en brazos, y pagué los catorce reales.
Al salir, alguien comento, burlón, en alta voz:

—Eso está en el Quijote.

IV

Despertó a mediodía, en la garçonniere. Se avergonzó al reconocerme, volvió la cara, hizo una mueca de disgusto, quiso llorar; se me estrechó profundamente, con gratitud de perro recogido en la calle… Aquella emoción duró poco, el animal surgió; tenía sed, hambre, la risa convencional del oficio…

—¡“Enratonada”, chico…!

La palabra completaba su ambiente indispensable. Una frase burda, soez, pero autentica.

Y bebió soda con brandy, y comió mucho, vorazmente, hasta hartarse… Después quiso acariciarme y tuve que desprenderme fina y resueltamente de los brazos mercenarios, del animal agradecido… Todavía olía a embriaguez; el cabello enredado, los labios insolentes, la mirada viciosa y honda.

En la tarde, ya al marcharse, con una expresión melancólica, me abrazó estrechamente como queriendo refugiar en el abrazo la futura intención, y sin haberme oído ni un reproche, ni una leve censura, quiso prometerme trémula, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Oye, te juro que no me volverás a encontrar así!

V

La otra noche, al paso de un automóvil cerrado de donde salían voces de hombres y gritos y carcajadas de mujer, Lucía sacó la cabeza desmelenada, con labios sangrientos de carmín:

—¡Adiós, papá! Cuando coja otra mona la voy a dormir allá!

José Rafael Pocaterra



"Trabaja y sueña, que soñar es bueno; 
trabaja y piensa, que pensar consuela.
No ames ni esperes lo que ya es ajeno."

José Rafael Pocaterra



“...Tú y yo somos todo el país: yo el pendejo que trabaja, el que aguanta, el que cree en antiguallas de dignidad, de vergüenza, de honradez, el que mantiene a los zánganos hasta quedar arruinado para merecer luego su desprecio... Pero el castigo de ustedes, los pasados de su fila, de su partido, de su casta; el castigo de los transados viene detrás, ahí mismo, con el negro Estranón, hijo de los esclavos de mi padre; ese es el que viene al poder a que tú le sirvas, a que le laves las patas, a que le des una hija tuya, una Gárate blanca... ¡Yo me voy de aquí, a morirme bien lejos..! ¡Esta es una gusanera incurable..!”

José Rafael Pocaterra


















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