María Luisa Puga

l. La forma

Es desazón, incomodidad, posturas imposibles. Produce que el cuerpo no se esté quieto. Es una compañía ineludible e inasible, concreta, que me cubre como coraza… no, parecería que es insoportablemente fuerte y no. Más bien es como aureola. Y tiene una manera de manifestarse siempre sorpresiva, casi juguetona: jamás sé por dónde. El cuello, las rodillas, los antebrazos, la cintura. Desde que llegó no he vuelto a estar sola.

2. El espacio

Tiende a querer ocupar todo el espacio. Desplazarlo a uno por completo. Y muestra su cara agresiva cuando uno no lo deja. Uno no lo deja que invada por completo por miedo. Ya no es tanto el dolor lo que intimida, sino su agresividad. Llega a ser tan extrema que uno despliega una nueva actitud: la rabia. Una rabia inmensa. Pareciera entonces que uno lo saca a patadas de la conciencia. Pero el dolor ha conseguido su objetivo: todo nuestro ser está consciente de él. No cabe nada más. Y por eso lo comenzamos a experimentar otra vez, como quien no quiere la cosa. Pequeñito, insidioso, casi burlón. Entendemos, mi cuerpo y yo, que el espacio ya no es nuestro; tampoco es del dolor, es de los dos. Y hay que aprender a compartirlo.

3. La presencia

Ya que sabe que no puede ocupar todo el espacio, acepta quedarse buena parte del tiempo sólo como presencia. Y eso es lo que produce el verdadero sobresalto. Es como adquirir una suegra, un niño pariente huérfano, un vecino ruidoso. Ya no se irán. Tienen que ver con uno y es responsabilidad de uno adaptarse. Ahí estás, Dolor, no sé por dónde te vas a aparecer nunca, pero me estarás dando jalones más o menos apremiantes todo el día, todos los días. Antes yo no era así y a veces me extraño.

4. La aceptación

Por más que me esfuerzo no puedo ver por encima de él. En cualquier dirección que mire, ahí está, aunque sólo lo capte oblicuamente. Está estacionado en mi mirada y es cuando despierto por las mañanas cuando más extrañeza me causa. Llegó, llegó para quedarse, pero no me puedo acostumbrar a él. Con nostalgia recuerdo cuando no estaba, o no de esta manera tan definida. Y como me cuesta acostumbrarme, la que cambia soy yo. Soy desconocida. No es desagradable, es inquietante. Como estar ausente. Quisiera tomarlo por los hombros, con fuerza y sentarlo a mi lado. Está bien, pero quédate quieto. No me estorbes, no me tapes. Quieto ahí.
     Parece que acepta, que es sumiso y que con tal de quedarse hará lo que yo le diga, pero va agarrando confianza. Se siente cada vez más libre.

5. La insidia

Ya ha sido aceptado, ya ha asentado su presencia en la costumbre. Casi podría decirse que es parte de mi persona, pero descubro su insidia, su inagotable insidia y no me repongo. No puedo sino mirarlo y ver cómo hace de los objetos (que yo creía amigos míos), sus secuaces. Puede uno ver cómo se vuelven mustios. Cómo de manera solapada ruedan lentamente hasta caer al suelo. Con una terquedad dura se convierten en obstáculos insalvables. El bastón, que comienza a convertirse en una extensión del brazo, puede ser inamovible cuando yace en el piso. No se deja levantar, mete un extremo bajo el refrigerador. No se deja rotar. Cosas que en otras situaciones hace casi por sí solo. La silla del escritorio también se vuelve indómita.

6. En la vida diaria

A veces nos quedamos solos mi dolor y yo. Nos contemplamos con desgano. Haz lo que tengas que hacer, parece que nos decimos y se me ocurre entonces: ¿A dónde se podrá ir si lo ignoro? Nos quedamos solos y nos miramos de reojo. Hay una como amargura en ambos. Sí, henos aquí conviviendo, pero no pasa nada. Me hace cambiar mi vida, pero no es insoportable. En cambio él, estoy segura, necesita movimiento y lo estoy decepcionando. El desánimo, la depresión, las molestias, incluso, no duran demasiado. No tienen un desenlace. Cuando nos quedamos solos nos aburrimos.

7. Los respingos de Dolor

A veces se asusta, es muy contradictorio, porque por un lado se aburre de prolongar su estancia en un solo cuerpo, pero si oye cosas como “curación”, me encara ofendido, con un rictus enfermizo en la boca. Me hace pensar en un psicópata gringo. Si no la estamos pasando tan mal, ¿o sí? Quisiera describir su aspecto: es delgado, untuoso, oscuro. Está al acecho siempre, aunque no esté cerca. Lo siento en distintos puntos de mi cuerpo y cuando me veo accidentalmente en el espejo, me parezco a él. No es nada agradable. En mi imaginación me veo contenta y ligera. Clara y atenta. Cuando me acuerdo, erguida. Si me voy encogiendo es porque lo traigo encima y por más que le echo hombrazos no se quita. En eso se parece a Gato (que es mi gato): encimoso. Sólo moviéndome se aleja un poco.

8. Cero uno a su favor

Hoy me venció. No sabía que se trataba de eso hasta que tuve que reconocer su victoria total. La cosa es que yo no lucho en contra de él. Yo lucho en contra de mi estado de ánimo, para que no se caiga. Por eso me agarró desprevenida, además de que lo hizo cuando estaba dormida, no se vale. Con una mueca burlona se jactó: No hay reglas. Sé que está enojado porque nuestra vida no es tan apasionante, a veces se quisiera ir y no puede. A diferencia de mí, él no quiere aprender a vivir conmigo. Por mí, que no aprenda, pero no es así la cosa. No es simplemente encogerse de hombros. Yo me tengo que apuntar tantos también, pero no como en un partido de tenis. Tengo que ganarle terreno. Tengo que irlo desalojando, a medida que recupero mi cuerpo. Quizá mi convivencia con él no ha sido la acertada. A lo mejor entendí mal. Creí que con dejarlo estar era suficiente. No, no es así. Hay que reconocerlo, entender su tamaño, su volumen para poder cercarlo.

9. ¿Una iguales?

Porque pareciera que ayer se ausentó. Me dio vacaciones, o un respiro. A lo mejor se puso a reflexionar sobre mis palabras de antier. No estamos compitiendo. Estamos aprendiendo a convivir. Estas dos naturalezas están aprendiendo: doler/aguantar. Cuando tuve que convivir con el miedo, hace ya mucho, aprendí que no es venciéndolo, sino poniéndolo a mi lado. ¿Será así con Dolor? A ratos, como ayer, ceja. En otras ocasiones me agarra desprevenida porque yo me descuido.

10. Cuando se mete en el sueño

No lo veo, nunca lo veo como cuando estoy despierta. En el sueño es un ruido que aparece en mis rodillas u hombros. Un ruidito crujiente, huidizo, pero pertinaz. Me atormenta, que no es lo mismo que decir: me duele. Me abruma, sí, su presencia. Me afea. No quiero ser mirada. No quiero que lo descubran, es algo muy privado. No es algo mío, es algo que alguien me aplica. Sólo puedo pensar en torturadores helados. Varios, aunque invisibles. Despierto y me reviso: no están, se quedaron allá, en el sueño.

11. ¿En dónde quedé yo?

Porque tengo bien definida su presencia, su territorio, sus recovecos, pero ¿y yo? Perdí mi imagen. Esa que tanto tiempo he pasado en construir, que es tan frágil porque cualquier cosa la distorsiona. De repente capto una imagen en el espejo y no la identifico conmigo. ¿Cómo explicar lo que veo? Huesos. Huesos sin volumen. Y por más que persiga a las personas sentadas en sillas de ruedas, en la televisión o en la realidad, no me sé ver así. Soy algo huidizo, indefinible, algo que se está evaporando. Y es cuando lo siento a él, a Dolor, engordar a mi costa.

12. Cuando los demás hablan de él

Los escucho asombrada, casi como si estuvieran hablando de otra cosa. ¿Te dolió?, me preguntan si pasamos un bache en la carretera. ¿Ahorita te está doliendo? Siento que Dolor se duele cuando hablan así de él. Siento que me mira entristecido. Yo quisiera explicarles que no es así. Está ahí siempre, pero no es así. No emite vibraciones ni echa mal de ojo. Se deja ver apenas. Roza. A veces pellizca. Está ahí, simplemente. A veces se acurruca junto a mí y yo de tanto en tanto le rasco la cabeza. Está bien, me hace llorar a veces; me mata de la rabia otras, pero la mayor parte del tiempo está. Sólo está. ¡Qué buen ánimo!, me dice la gente, ¡Qué fortaleza! Me vuelvo a asombrar. Me resultan más desconocidos ellos que Dolor.

13. Como no se mueve, platico con él

Siempre creo que te vas a quedar en el estudio cuando me voy a México, igual que Gato, pero te vienes de polizón. ¿Qué tienes que andar haciendo en la camioneta, echado a mis pies, estorbándome? ¿Para qué me tienes que venir a doler en medio de esta ciudad, como si con ella no fuera suficiente? ¿Acaso tienes obligaciones? ¿Eres como la otra cara del enfermero? ¿Cumples con un horario? ¿Haces reportes? Punzada a las doce treinta. Pellizcos a la una, en medio del tráfico, con esa cantidad de gente que va y viene como si todo fuera normal, hasta su hambre. Y tú ahí, como burócrata, cumpliendo tu aburrido deber. Porque te aburres, ¿no es cierto? Sospecho que te gustan los ramalazos que te llevan a EMERGENCIAS en los hospitales; que te hacen caminar con paso rápido y con la adrenalina en alto. Te gusta el movimiento y el cambio de escenarios, no esta quietud casi cobijadora de un dolor opaco, aguantable y siempre presente, como bulto que uno llevara encima. Y te aburres. No puedes hacer nada. No te puedes ir, pedir un cambio de plaza, algo. Y ni modo que te eche yo, ya no se puede. Ya te acepté, igual que al miedo, que por ahí anda y está tan hecho a mi vida que resulta invisible. Miedo ya es igual que Gato. Anda por mi estudio, que es el suyo. Lo recorre, lo olisquea, se retuerce en el suelo de placer cuando enciendo el calentón, se queja enojado cuando se le acaba la comida. Vivimos solos, pero juntos. Sólo protesta cuando se me olvida.

14. El tiempo y Dolor

Perdí el pasado y el futuro. Ambos son irreales. Que si la prótesis, la operación. Que si cuando no me dolía. Ya no soy así y no seré de otra manera. No lo puedo imaginar. Soy este presente raro y largo que no me permite ver hacia dónde se dirige y en el cual estamos contenidos Dolor y yo como incómodos pasajeros de un solitario vagón de tren. Hay mundo en torno nuestro, podemos escucharlo y sentirnos contenidos por él, pero yo, al menos, no me siento parte de él. No me siento parte de nada más que de mi cuerpo tan raro, tan desconocido y al mismo tiempo tan mi casa. Con todo y ese intruso. Ambos miramos por la ventana. ¿Cuál ventana? Sepa. Yo siento que miro por la ventana todo lo que me rodea y que voy dejando atrás. No estoy yendo en línea recta, para nada, es ondulante, caprichosa, como esos garabatos que hacemos mientras hablamos por teléfono. Tiene un no sé qué de satisfactorio. Y tiene también sus momentos buenos y malos.

15. Los amaneceres

Hay tres tipos: el diabólico, el adolorido, el normal con dolorcitos. Es en el transcurso de la noche cuando me va diciendo (murmurando) Dolor cómo será el día siguiente. Cuando abro los ojos no lo sé, se me ha olvidado o a lo mejor no me lo ha dicho, pero basta el menor movimiento para saber cuál será. Una sensación total del cuerpo. No cabe nada más. Los sueños se evaporan, igual que los planes para el día. No es que queden cancelados. Simplemente desaparecen en esos momentos. Comienza el lento recorrido del cuerpo por cada uno de sus sectores para saber por dónde no hay que pasar. Me siento observada con atención a medida que elimino movimientos. ¿Con qué podría comparar esto? Tal vez podría ser con la ropa que uno se pone. Cada prenda dicta la manera en que se va uno a mover. Ah, me puse los pantalones estrechos. Este suéter es el de las mangas demasiado largas. Nunca en mi vida he logrado que la ropa se experimente igual. Cuando es cómoda es de chiripada. Y uno se aferra a una blusa, una chamarra, lo que sea. La vida suelta su risotada. La vida es lo menos burocrático que he conocido.
     Cuando tomo el primer sorbo de café ya me conozco en mi versión de ese día y estoy dispuesta a empezar su transcurso con lentitud y placer hasta donde se pueda. La atención de Dolor se disipa.

María Luisa Puga
Diario del dolor



"Así, oyéndolas hablar entre ellas, trataba de encontrar a Socorro debajo de todo su maquillaje y las lecciones aprendidas. No lograba más que ver una capa que no entendía, mientras que Lourdes sí. Y las escuchaba pensando en Lola y en lo que Lola estaría pensando (ahora que tendría más tiempo, me decía yo, para ayudarnos a entendernos). La muerte a lo mejor la traemos todos en la cara, pero es imposible que nos demos cuenta, ¿no?, dije, es sólo en el momento de morir que la reconoces… a lo mejor eso nos está pasando con Lola, pero también a lo mejor eso pasaría igual con cualquiera de nosotras… Huy, dijo Socorro, no quiero ni pensar… no es que me dé miedo, sino que como que me mareara.
Algo pasaba. Dos cosas: una, que no me costaba tanto hablar gracias a esa nueva sensación de estarme dirigiendo a Lola; que las demás oyeran o no, no importaba. Era esa sensación de lo dicho en voz alta a un interlocutor tan especial. La otra era que mi incomodidad con Socorro disminuía si no la veía; si no la tenía de frente. Y Lourdes por un momento había quedado atrás, aunque, claro, era ella la que se estaba dando cuenta. ¿Y tú, Susana? Yo qué. ¿Qué quieres? ¿Cómo lo quieres? No tengo la menor idea, dije no poco resentida porque odiaba que me hablara así cuando había otras personas. No, dijo Lourdes, yo tampoco. He creído querer ciertas cosas, pero en el camino, digamos, me doy cuenta de que no es cierto… Socorro bostezaba y yo me sentía sorprendida ante lo que Lourdes había dicho: pero tú quieres escribir, ¿no?, le pregunté. Sí, claro, pero eso no es más que un proceso para otras cosas. Socorro bostezaba más: me tengo que dormir porque si amanezco con ojeras no voy a poder modelar mañana… Lo dijo así y a nadie le pareció monstruoso ni frívolo. De alguna manera habíamos recuperado a Lola y nuevamente estábamos las cuatro mirando para adelante; Lola segura, tranquila, colocada, como si dijéramos, en su sitio. Pero ¿sabes qué, Susana?, me dijo Lourdes antes de ir a acostarse, tienes que leer más. Es lo único que te hace falta…
¿Qué era lo que me pasaba cuando me decía algo así? Era como cuando Mateo me decía: tienes que salir más, ver más, estar más entre la gente. Se me formaba una especie de intriga. Por qué, por qué, ¿qué se ve de mí? ¿Por qué mi jefe no me decía nunca nada semejante? Y con él hablaba de todo, aunque me daba cuenta de que me tomaba un poco como chiste. Acababa siempre diciendo: pero si eres muy joven, además, y eres linda. Qué problemas puedes tener. Cómo se notaba que nunca había visto a Socorro. Lo de ser linda o no, yo lo descarté desde muy al principio. Lourdes era la inteligente, Lola la maternal, Socorro la bonita y yo la destanteada. Así eran las cosas. Pero mi jefe no lo sabía, y yo se lo atribuía un poco a su edad y al hecho de ser español. No se daba cuenta. Y bueno, que a veces alguien se fijara en mí, no me parecía sorprendente tampoco. Siempre se anda uno encontrando por ahí gente que te ve o a quien tú ves. Eso no tenía nada que ver con ser linda. Lo que me inquietaba eran esas cosas que Lourdes me decía y que dejaban implícito que a mí me faltaba algo. Y leer me aburría tanto. Era como meterse en un tiempo seco y solitario, muy lento. Todo me distraía cuando, con un esfuerzo, me colocaba ante ese cúmulo de palabras. Como me sucede ahora con tus reuniones, igual. ¿Qué es lo que pasa en esas reuniones, según yo? Que se colocan unos ante otros para asentar convicciones, formas de ser y formas de fuerza. Las palabras son el pretexto. Lo que se dicen queda afuera de ellas. Es como poner un ruido de fondo a lo mejor para que no resulte demasiado brutal. No se escuchan; se ven. Se comparan unos con otros. Y bueno, si no hay más remedio que hacerlo hablando, ni modo, pero por qué darle tanta importancia a eso y no a lo que verdaderamente pasa.
Me acuerdo de Lourdes leyendo en el apartamento. Ese silencio especial, contenido. Ella como hipnotizada con los ojos fijos en el libro. Igual inmovilidad tenía yo cuando me ponía a ver por la ventana. Sí, es todo lo que uno se va diciendo, pero a mí son las palabras sin forma las que me gustan. Lourdes siempre se sentaba con un cuadernito al lado y cada rato la veía escribiendo. ¿Qué quería tocar? ¿La palabra? ¿La idea que le despertaba? No sé. Pero en todo caso para mí no era así. Yo veía televisión, oía radio. Miraba por la ventana. Me rebelaba ante ese tono de Lourdes: tienes que leer más, Susana. Más… si no leía nada. Incluso, fíjate, cuando estaba con gente —a veces venían al apartamento amigos de Lourdes, de Claude—, yo sabía que no seguía la discusión sino los tonos, los gestos."

María Luisa Puga
Pánico o peligro



Comenzar el día de hoy como si fuera el único, el más importante, el último. Sí me voy a llevar la computadora y voy a terminar con ellos el cuento [en el taller]. Si no se les va a quedar trunco. De manera que lo de Arredondo ahorita, para pasarlo y transmitirlo mañana.

Creo que ahí termino. Mañana paso y lo mando. Y ahora Stendhal.

Como en una ciudad ahora. Un tiempo más estructurado desde afuera. Horarios. El marido va y viene. Tiene sus ventajas y desventajas. Pero ahora quiero ver más sus ventajas: comemos más regularmente; estamos en contacto con el pueblo, más. Somos más parte. Y yo puedo trabajar mejor. Apenas estoy comenzando, pero hoy terminaron los talleres, hasta el 6 de julio. Casi un mes. Un tiempo para dedicarme a estructuras, un tiempo de trabajo por las tardes.

He estado sacando películas, pero ya no creo que mañana lo haga. Todavía voy a ir a Pátzcuaro mañana, pero ya serán mis vueltas de cotidianeidad.

Leo, pues, a Stendhal y me conmociono un poco. Encararon la vida vivida. Cómo tiene uno siempre la tentación de estar escribiendo la autobiografía. Desde el primer deseo de escribir, y a lo mejor será hasta el último (Carmen Boullosa me dijo que ya no mire hacia mí. Que mire hacia fuera), pero yo cada vez me conozco menos, sé menos lo que me está pasando. Cada vez me doy más curiosidad. Y tal vez por eso voy a aceptar la propuesta de Berta Hiriart. Escribir sobre el mar.

Ayer se me ocurrió la idea. La terraza de mi abue. El tiempo de la espera. La presencia de la muerte.

Esta lectura me remueve muchísimas cosas. Me da ideas. Me da ganas.

Traigo un monólogo interno desatado ―por tanto manejar, yo creo, pero también por la ferretería―. Y ese monólogo es idéntico al que tenía de niña. ¿Cómo empezó? Era medio amorfo en casa de mi abuela, pero a lo mejor ahí fue donde comenzó: en esa terraza. Y evidentemente se fue estructurando a medida que crecía. Brulard dice: cuando entendí que la enterraban perdí la posibilidad de ser feliz.

¿Cómo ha sido mi manera de amar?

¿O mi manera de entusiasmo?

¿Vencí alguna vez el sentimiento de rechazo que veía en los demás hacia mí? ¿O el horror que me producía la pobreza en torno a mí? En Acapulco, en Mazatlán, en el D.F., y ahora aquí, en Zirahuén.

No sé nada más que lo que yo he escrito y algo me sigue jalando para que llegue más y más a fondo.

Se está produciendo esta confrontación con uno mismo.

Siempre quise ser otra persona.

Quisiera poder entender mejor. Y por eso creo que hay que volver la mirada a la autobiografía, para tratar de indagar más a fondo qué le pasa a un ser humano en la vida. Mi visión de mí se mueve como loquita. Se detiene en un punto y en otro y en otro. Y son como mil vericuetos por donde uno quisiera irse y sentir que escribe. De lo que veo todo puede ser posible. Todo tiene explicación. Todo tiene razón.

Mis tonos auto-afirmativos se han ido desgastando. La duda me jalonea por todos lados. Y oigo frases, tonos, existencias.

Como que tengo ganas de soltar una conciencia sociológica del asunto. Hasta de la escritura. Pero no sé cómo hacer nada.

No, no es para contar mi historia. Mi historia no tiene nada que ver y es de ahí de donde nace todo. No es de las circunstancias, sino de una experiencia humana que se estuvo fijando. Que no vivió como los demás viven, sino que vivió diciéndoselo todo. Porque me quedé sin madre. Aunque creo que a mí me daba mucha ilusión, mucho más, mi padre.

Decir: yo lo escribí.

Pero no. Uno repite y repite hasta llegar al fondo.

Inventar ciudades.

Todo lo que hago parece juego. Y es juego y no.

Yo no sé qué lío me traigo con mis cuadernos. Revisarlos, no sé. A lo mejor quemarlos. 

María Luisa Puga
Del cuaderno número 215
11 de junio de 1992 [de vuelta en Zirahuén]




Cosas que van de salida. Formas que se imponen. Que nos rebasan. Ritmos que nos dejan atrás. Lenguajes impersonales; metodologías que son maneras de no dejar que la gente piense.

Este curso me ha hecho ver hasta qué punto es difícil luchar en contra de lo que se impone. En contra del presente. En contra de las corrientes que adquieren fuerza como modas porque son resultado de intereses.

Veo, pues, la deshumanización de la vida y cómo va dejando al ser humano sin lenguaje, o con un lenguaje cada vez más mecánico. No tener lenguaje es no tener armas para reaccionar ante las modas. Usar el lenguaje con claridad, con precisión, es la única forma de defensa que tiene el individuo ante sistemas de información cada vez más arrolladores. Y no es conociendo las reglas del lenguaje como se conoce el lenguaje; como se apropia uno de él. Es viéndolo. Es viéndose en él. Viendo las palabras propias.

Sí, gentes formadas de otras maneras reaccionan ante lo que sucede y puede ser que sus reacciones sean de horror ante lo moderno. Reacciones conservadoras. Pero lo que no se debe perder de vista es la gente. ¿Qué le ha pasado a la gente en todo esto? ¿Su vida mejora, se enriquece a medida que nuestras sociedades adoptan una modernidad etérea?

Esta Ciudad de México es una de las mejores muestras de que no. De que hay un lenguaje por encima de las cabezas de la gente. Allá abajo la gente lo mira inerte y no tiene cómo alcanzarlo. Por eso es preciso que desarrolle el suyo.

La ciudad me obliga a defenderme con lenguaje. Son tan múltiples sus signos, que si no antepongo los míos, me traga. Y es difícil. Se requiere de una enorme fuerza de voluntad para no dejarse ir en el ritmo que impone la ciudad. Hay que detener el aturdimiento con las palabras propias. Hay que decirse cosas para tener un reflejo en la realidad. Dentro del tráfico, entre la multitud, en medio del ruido darle cuerpo a la realidad propia; romper el silencio del enajenamiento. (Eso, entre otras cosas, es el registro; la mirada oblicua. La próxima novela).

• La voz de las recepcionistas: tonos aflautados, impersonales.

• Los rostros de los conductores contagian la tensión.

María Luisa Puga
Del cuaderno número 211
5 de marzo de 1992 [de visita en la Ciudad de México]




“Creo que escribo para no contar nada. Escribo para desahogarme, para entender, para hacer reales las cosas que veo cada día […]. Si no las veo en palabras se me evaporan, me atraviesa la conciencia como si fuera aire, inasible lo vivido. Me desespera.”

María Luisa Puga




"Cuando me senté ante mi escritorio, Dolor me miró extrañado: pensé que no te vería en meses. O que no me verías más, dije, abriendo mi cuaderno. Pero no, aquí estoy de regreso, aunque eso no es exacto, no de regreso. Aquí estoy, pero en el vacío. Estoy colocada en el vacío. Si creías que la espera era lo peor, espérate a estar alguna vez en el vacío. Con lo único que se me ocurre compararlo es con un haberte quedado en la anestesia, no muerta, solo anestesiada, se siente rarísimo."

María Luisa Puga
Diario del dolor



"El diario, es decir, el cuaderno que escribo desde siempre, ese cuaderno en donde hacía las novelitas para mi hermana, lo escribía en todas partes. Caminando por Londres, en los cafés, parques, autobuses, metro. Y cuando llegaba a mi cuarto lo ponía sobre la mesa, cerca de la máquina de escribir. El cuaderno es como mi grabadora, mi cámara fotográfica, mi conciencia. La sala de gimnasia de la escritura; el lugar de las reacciones secretas; el poder juzgar el mundo."

María Luisa Puga
De cuerpo entero



“Escritura. Esa cae a los pies con un alegre tintineo.
A tientas la levanto buscándole el derecho y el revés.
Hay que saber cómo se usa. Hoy, ahora, en esta situación”

María Luisa Puga
Diario del dolor



“Estamos aprendiendo a convivir. Estas dos naturalezas están aprendiendo: doler/aguantar. Cuando tuve que convivir con el miedo, hace ya mucho, aprendí que no es venciéndolo, sino poniéndolo a mi lado. ¿Será así con Dolor?”

María Luisa Puga
Diario del dolor


“La cosa es que yo no lucho en contra de él. Yo lucho en contra de mi estado de ánimo, para que no se caiga.”

María Luisa Puga
Diario del dolor



"Las novelas siempre nacen en los transportes públicos, creo. O cuando menos en el tránsito que uno hace de un punto a otro. La visión casi inconsciente de una forma real cuando se está esperando el turno en la tintorería, el banco, el supermercado, el taxi, el semáforo. En esos momentos de espera sorda, con el juicio suspendido, colgado del vaivén del día, se deja venir la imagen que abofetea la consciencia suavemente. Deja un tono, la posibilidad de una historia, la verdad de un personaje.

Y un día ese ropero o desván o como quiera llamársele, de la conciencia, se llena. Es preciso sacar todo, airearlo, estirarlo, tocarlo, olerlo. Ahí se inicia la escritura. En el silencio de un cuarto, con los ojos de la memoria posados en un punto cualquiera. Ya entonces la realidad no importa. Importa la realidad de la escritura. Puede uno salir a la calle cuantas veces quiera, la realidad es la escritura. Nairobi se me volvió novela."

María Luisa Puga
De cuerpo entero



"Lo que pasa es que normal es siempre todo. Nadie, hasta donde sé, vive en estado de excepción."

María Luisa Puga




"Me siento muy bien en la camioneta, sólo que a veces lo miro de reojo y sé que le sucedió algo: una embolia que le paralizó todo el lado derecho, o sea yo."

María Luisa Puga




"Porque ahí estará mi cuerpo, mi memoria, mis hábitos ahora huecos, algunos de mis objetos (cuaderno, pluma, a lo mejor computadora), pero yo no seré la misma. Quizá lo único que permanezca idéntico en todo esto sea Dolor. Por lo menos al principio, después quién sabe."

María Luisa Puga
Diario del dolor









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