Vasco Pratolini

"Arrigo y yo llegábamos con retraso, con Marisa, que nos había acompañado al Estadio para ver el partido de fútbol. Luciana, por lo general, aparecía un poco enfurruñada: Arrigo la atraía al pequeño vestíbulo. Volvían poco después, apaciguados, trayendo en las pupilas la expresión de los besos que se habían dado.
En fila contra la pared se veían las formas de madera que sostenían los sombreros femeninos que confeccionaba María, con la ayuda de Luciana, que había abandonado el Bazar y transcurría gran parte de los días en la casa de su futura cuñada. Los domingos la madre de María estaba casi siempre ausente: iba a visitar a mi abuela, al piso de abajo, o a la madre de Luciana.
Berto ya era amigo de todos nosotros, y no ya solamente de Giorgio. De gestos espontáneos y palabra fácil, hombre adulto entre muchachos crecidos, era nuestro centro de atracción y a la vez el acatado e imparcial juez de nuestras divergencias sentimentales y de nuestros inciertos proyectos. Para cada argumento tenía una anécdota personal que encajaba en la conversación y la tornaba ligeramente irónica: las cosas que decía, cómo las decía, y su cara cordial, inspiraban simpatía. Mostraba hacia Giorgio un apego fraternal, casi una devota sumisión, que cobraban mayor significado por el hecho de proceder de un hombre experimentado. Berto vivía al otro lado del Arno. Supimos que tenía desde hacía años una novia. Jolanda, pero nunca nos la presentó: no tardamos en comprender que su amor había acabado hacía tiempo, y ya sólo lo unía a ella la costumbre, o quizás había de parte de la muchacha un afecto tan profundo que le inhibía, y así no podía decidirse a romper con ella. Nos había mostrado una fotografía de Jolanda: una muchacha de cara prematuramente marchita, con una ondulada masa de cabellos que seguramente eran negros, y labios fuertemente dibujados.
—Háznosla conocer, tráela aquí un domingo —le habíamos dicho.
—Quién sabe, alguna vez… Pero tiene tanto que hacer los domingos en su casa, que nunca se decide a salir —contestaba; y trataba de cambiar de argumento. Si Giorgio intervenía, diciéndole bonachonamente: «Naturalmente la culpa es tuya», Berto se apresuraba a contestarle cambiando el disco o invitando a una bailarina: «Sí, está bien. Esto ya lo hemos establecido con claridad, ¿no te parece?»"

Vasco Pratolini
El barrio



"Con mi padre nació un poco de fiesta en la casa, se encendió la lámpara grande, la salita recobró sus colores en la sombra de la noche. Mi padre se encerró largo rato, en la habitación de mi madre, para reaparecer vestido de civil, un poco desgarbado y triste, y encima un dejo de perfume femenino. Esa misma noche salimos juntos, dejamos la calle en su silencio, vagamos largamente por el centro. Ahora sí que descubría yo la ciudad; no el itinerario triste de la abuela, desde nuestra casa a la iglesia de los Ricci y luego bordeando el río, paseo luminoso que la mano de mi abuela cerrada sobre la mía me prohibía gozar: la ciudad vino a mi encuentro aquella noche. Mi padre parecía querer volver a intimar con las calles y los palacios, los cafés, los negocios.
Desfilaba ante mis ojos una humanidad nueva, mujeres envueltas en pieles maravillosamente perfumadas y violentas de colores, hombres casi de uniforme con el brillo de sus trajes grises, marrones, negros, sus grandes sombreros, sus bigotes desafiantes; y descubrí perros, como apéndice de las personas, mansos perros de ojos melancólicos; con los canes, las floristas, en cada esquina, muchachitas las más, de cabellos cortos y las mismas miradas melancólicas. En un cruce de calles, una vieja sentada en el cordón de la acera ofrecía «fósforos y cordones para zapatos» con voz triste de letanía; y jovencitos, elegantes y petulantes, en grupos.
Una animación que yo ignoraba me cautivó, un gorgoteo de la sangre y la voluntad de desear todo cuanto aparecía en los escaparates luminosos de los negocios, de los bazares de precio único, de nombres aritméticos: Cuarenta y ocho, Treinta y tres, donde los objetos llevaban colgados cartelitos misteriosos, «10 veces 48», «20 veces 33»; no eran precios, sino álgebra. De las vitrinas de las confiterías llegaban estelas de perfume, rachas cálidas de vainilla y bizcochos que me hacían agua la boca. Y gente en todas partes: apretujada y jocosa en los tranvías que marchaban lentamente en un continuo campaneo, en las carrozas bizarras coronadas por aurigas de cilindros desteñidos, en los «sidecars» como en un tiovivo.
Luego entramos en un café, una sala larguísima, con espejos y raso rojo, donde la gente se apiñaba en torno de las mesas, envuelta en nubes de humo y voces. A lo largo de pasillos irracionales, cruzados por mesas, otras personas se empujaban, reían, las mujeres trinando. Los mozos se movían, prestidigitadores y acróbatas, con el brazo levantado por arriba del gentío, llevando bandejas llenas de tazas humeantes, bandejas de masas."

Vasco Pratolini
Recuerdos de la adolescencia




"De pronto el fuego cesó, los fascistas desfilaron, mochila al hombro y ametralladoras, bajo el pequeño cuartel, como para un tácito armisticio; desaparecieron por el recodo.
Via Duchi di Castro (de 20 a 21). En el patio nos contamos. Algunos faltaban, de aquellos con quienes tendríamos que contar. Por otra parte, ni siquiera para los presentes tenemos armas. Ha obscurecido y llega A. con las armas. D. tiene un manojo de metralletas en equilibrio entre el manubrio y el cuadro de la bicicleta. A esta altura, en cuanto a órdenes, nos bastan las que tenemos; y el puente, B. no puede jurar que haya sido minado. Llegó P.:
—Vienen —dijo.
Explicó atropelladamente, jadeando, que los alemanes, de pronto, ante un ademán del oficial, como habiéndolo pensado mejor, habían vuelto a cargar rápidamente su botín en el camión, y habían partido. Los zapadores habían quedado en la explanada, habían tirado a ras de tierra para ahuyentar a la gente y ahora, a unos metros uno de otro, formando tres filas, avanzaban hacia via Duchi di Castro: yo los vi pasar rozando la esquina. Eran catorce, tenían la parabellum al brazo. Los muchachos querían tirarles; creo que encontré las palabras fuertes que se precisaban para disuadirlos.
—Sólo si ellos nos atacan, la orden es esta —y era cierto, mas por un instante había pensado que el enfrentarlos hubiera significado hacerse exterminar.
Nos apostamos junto a la tapia del patio; no habría sabido usar la metralleta, no sabía por qué lado empezar, ahora mi responsabilidad de «político» cedía el puesto al «militar»; el revólver me infundía más seguridad: era un calibre 6,35, ¿y si se traba? A nuestras espaldas teníamos el patio, todas las ventanas cerradas; alguien bajó y pidió armas.
—¡Silencio!
Anochecía, y ellos avanzaban, mirando en derredor; los últimos dos avanzaban de espaldas. Pasaron a un costado; nosotros espiándolos por los intersticios del portón de reja, los caños de nuestras armas entre lanza y lanza. Duró pocos minutos, fue eterno. (Nos quedó como una insatisfacción; si uno de los muchachos desobedecía, si una automática «se disparaba sola»; tal vez era eso lo que yo esperaba). Los zapadores volvieron a subir por el sendero, pasando por los prados de la Farnesina; debieron bordear los tinglados de la «Titanus». Tres compañeros los seguían a la distancia."

Vasco Pratolini
Las amigas



"Este domingo Mario es huésped de casa Nesi. Tras la muerte del padre, Otello se ha emancipado de improviso. Se ha vuelto de modales francos, sociable, en poco tiempo se ha granjeado de nuevo las simpatías de la calle. Las mujeres no han saboteado su tienda, y hasta Clorinda ha vuelto a comprarle. A todo eso ha contribuido el hecho de que haya regularizado su posición con Aurora, al casarse con ella; fue una boda sin pompa ni convite: subir y bajar las escaleras de la alcaldía, frente a nuestra calle, con los testigos elegidos entre desocupados que esperan para eso en el patio de Palazzo Vecchio. Pero al niño aún no lo ha legitimado. Sin embargo, Otello está decidido, como dijo a Staderini, a considerar el pasado muerto y enterrado. Busca todas las ocasiones para borrar la sombra de remordimiento que todavía lo trastorna. Ha comprado un gramófono con bocina y una carpeta de discos. Después de cenar escucha las canciones junto con Aurora; apartan la mesa y dan algunos pasos de baile. Al niño lo han dejado con la nodriza en casa de esos campesinos que conoce la Señora y que crían al mismo tiempo a la hija de Liliana. Muchas noches Otello sale con Mario y con Bruno: van a jugar una partida de billar. Mario ha sido el promotor del grupo. Sin embargo, de Aurora aún no se fía Mario. Le parece astuta y calculadora y sus atenciones para con Otello excesivas y, por eso, insinceras. Tampoco físicamente le gusta Aurora: ya es una mujer madura, un poco ajada; no consigue explicarse cómo puede haber perdido Otello la cabeza por ella. Mario está convencido de que hay que atribuir a Aurora la responsabilidad exclusiva de todo lo que les ha sucedido. Hoy Mario ha aceptado la invitación para no hacer un desprecio a Otello; pero, como es un muchacho sencillo, puede hacer comedia a las mil maravillas mientras sólo se trate de engañar a Clorinda, pero no consigue disimular sus sentimientos cuando éstos comprometen la moral. Se muestra amable pero frío con Aurora. Y durante la comida no tiene la vivacidad habitual, responde sí y no, no hace preguntas, no anima la conversación."

Vasco Pratolini
Crónicas de pobres amantes





"No nos veíamos desde setiembre del año anterior; me había visto forzado a partir precipitadamente, sin saludarte siquiera. Te había dejado mientras estabas gravemente enfermo, y durante varios meses había carecido de noticias tuyas. Después de la liberación de Florencia, una carta tuya me dijo que habías pasado casi todo aquel año en el hospital.
Monté en la bicicleta para ir a tu encuentro. Era ya de noche y las calles estaban oscuras y llenas de gente, pero el aire era todavía tibio y el viento que me golpeaba sobre el rostro me alegraba. Es la última hora de contento que recuerdo; no hallaré jamás la feliz disposición de espíritu que alegró aquella noche. Podemos habituarnos a las persecuciones, a los fusilamientos, a los desastres; el hombre es como un árbol y en cada uno de sus inviernos va engendrando la primavera que trae nuevas hojas y nuevo vigor. El corazón del hombre es un mecanismo de precisión, compuesto por pocas piezas esenciales, que resisten al frío, al hambre, a la injusticia, a las crueldades, a la traición, pero al que el destino puede herir, como hace el niño con las alas de la mariposa. El corazón sale de estos golpes latiendo cansadamente; a partir de ese momento el hombre será quizá más bueno, quizá más fuerte, y quizá más decidido y consciente en su trabajo, pero no volverá a hallar en su espíritu aquella plenitud de vida y de impulsos con que puede llegar a rozar la felicidad. Aquel día era el 18 de diciembre de 1944.
El bar estaba desierto. Te hallabas sentado junto a la ventana; en un rincón, un soldado extranjero y una muchacha se abrazaban. Al entrar yo te levantaste. Estabas alto, diáfano; la barba rubia, que hacía un par de días que no te afeitabas, daba a tu rostro una vaga luminosidad. Tu mirada era dulce, incierta, casi velada."

Vasco Pratolini
Crónicas Familiares



“Pero el amor de los pobres es más frágil: o las almas se ensamblan o todo se destroza y fragmenta, y el amor se convierte en embrutecimiento, desesperación, odio, incluso tragedia.”

Vasco Pratolini
Crónicas Familiares


"Si yo traicionara vuestro recuerdo en el juego de espejos de la memoria, amigos, sería como si echara veneno esta noche en el plato de mi padre. Tengo que transcribir vuestras palabras antes que en mi oído vuestras voces extingan su rumor. La pluma es mi herramienta de trabajo, como el martillo neumático para el petiso, que era minero, como la cuchara para el parmense, que era albañil. La literatura es mi pan, como la acera para la muchacha prostituta, los embrollos para sus tres amigos de la bolsa negra. He de llamar cuántas gentes pueda en torno de aquel montoncito de tierra -Italia- que éramos nosotros. Toda entera mi patria dentro del balanceante vagón del largo viaje de Navidad, queriéndose y enfrentándose como hicimos nosotros en aquellas horas."

Vasco Pratolini
Oficio de vagabundo



"Sus últimas palabras me anonadaron. Había expresado, de manera clara y despiadada, lo que aparecía a mis mismos ojos como mi culpa. Moralmente, yo me decía, y me sigo diciendo noche y día, moralmente es como si Sandrino me hubiera poseído. Sólo una reacción física me había apartado de él al último momento, y no mi propia voluntad. Por esto yo había callado instintivamente, con Faliero, la noche del episodio. Debía y quería ser sincera con mi marido, pero para serlo completamente hubiera necesitado explicarme, difundirme, como estoy haciendo ahora. Y teníamos poco tiempo a nuestra disposición, no dormíamos en la misma casa en aquellos tiempos, por exigencias de la conspiración. Y, precisamente, fue por reflexionar en eso otro mucho más importante que estábamos haciendo, en los riesgos que afrontaba Faliero en su actividad de golpista, por lo que yo no quise turbarlo con mi confesión. Después de la liberación, me hallé con igual temor de empañar su felicidad y su entusiasmo. Dejé pasar tres días, y hasta me ilusioné con poder callar para siempre. Pero de esta consideración a advertir el abismo que se abría a mis pies, sólo había un paso. Así, la mañana en que Sandrino me expuso brutalmente su propósito de extorsionarme, yo ya estaba en la condición en que me encuentro ahora. Los meses que desde entonces han transcurrido no han hecho sino agregar pruebas de vileza a la vileza de que era culpable. Sin embargo, aquella mañana, oyéndolo expresar de modo tan lúcido y a la vez tan obvio la idea que más me atormentaba, quiero decir la de la consecuencia moral de mi culpa, tuve escalofríos. Sandrino poseía, pues, una capacidad tan aguda y perversa de inducir, que podía interpretar inmediatamente mi pensamiento y hacer blanco sin más en mi inquietud. Entonces lo temí, francamente, lo temí como se puede temer a una fiera suelta y hambrienta. No dudé de que su extorsión consistiese en obligarme a yacer con él todas las veces que le viniese en ganas, a empezar desde aquel mismo momento. Decidí fingirme condescendiente, para distraerlo (aduciría el pretexto de mi indisposición para eludir su deseo) y confesarle todo a Faliero aquella misma noche.
Pero no fue así. Sandrino era más abyecto de cuanto yo creía. Me lo confirmó explícitamente cuando le pregunté qué premio pretendía para guardar el secreto. “No te pido que reanudemos la operación aquella en el punto en que la interrumpimos”, me dijo. “Por lo menos, no por ahora. En este momento te causo demasiada repugnancia, y con tal de rehusar serías capaz de afrontar a tu marido”. Hablaba con mi mismo cerebro, y me asustaba cada vez más."

Vasco Pratolini
Un héroe de nuestro tiempo


“Tus ojos buscaban apoyo en los míos, eran los ojos de un niño que ha perdido a su madre.” 

Vasco Pratolini
Crónicas Familiares

















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