Anatoli Rybakov

"Los vestigios culturales más considerables son los vestigios arquitectónicos: son duraderos por los materiales de que están hechos, son accesibles por hallarse al aire libre, de manera que se los puede conocer al natural, en reproducciones y en fotos. También Lenin comprendía la importancia de la escultura cuando decía que se hiciera propaganda monumental. Pero Lenin la entendía como vehículo para llevar a la conciencia de las masas nuevos prestigios históricos. Ahora bien, la auténtica tarea de la propaganda monumental era la de perpetuar una época. De los cincuenta monumentos levantados entonces, ¿cuántos quedaban? ¿Uno? ¿Dos?
El monumento de su época sería Moscú, la ciudad que él crearía de nuevo. Porque sólo las ciudades perduran. La escultura humilde de los años veinte había sido un error. La contraposición entre el ascetismo revolucionario y el ostentoso lujo de la NEP sirvió de pretexto a los arquitectos formalistas para renunciar a la herencia clásica. Pero la herencia clásica era lo que había que aprovechar ante todo.
Pedro I así lo comprendía y creó San Petersburgo según los modelos clásicos. Por eso, desde el punto de vista arquitectónico. Leningrado era una ciudad. Pero una ciudad de siglos pasados, de pocos pisos. Moscú debía aparecer ante las futuras generaciones como una ciudad dirigida hacia lo alto. Su estilo debían dárselo los edificios altos en conjugación con soluciones clásicas. El primer edificio de gran altura sería el palacio de los Soviets. Kírov propuso su construcción en el año 1922, durante el Primer Congreso de los Soviets. ¿Quién se acordaba ya de eso? El palacio de los Soviets, lo construiría él, lo construiría como centro arquitectónico del nuevo Moscú: trazaría nuevas avenidas, tendería el metropolitano, levantaría viviendas y edificios administrativos modernos, construiría puentes y malecones nuevos, edificaría hoteles, escuelas, bibliotecas, teatros, clubs, entre jardines y parques. Todo eso sería un majestuoso monumento de su época.
Estos pensamientos hacían recordar a Stalin las ruinas de las iglesias antiguas de Atení.
De niño, en cambio, esos templos semiderruidos le sobrecogían por su vacío sordo y por su lejano misterio."

Anatoli Ribakov
Los hijos del Arbat



"-Me gustaría saber qué es lo que ha entendido exactamente.
-He entendido que carezco de cualquier derecho, que se puede hacer conmigo lo que se quiera. Se me puede juzgar por sabotaje. Se me puede ofender y escupir a la cara. Sin embargo, considero amorales sus reflexiones acerca del sabotaje. Admito que se cometen errores, muchos errores, como he comprobado por mí mismo. Pero que el sabotaje solo sea un invento del Partido, un método de política estatal para represaliar a hombres honrados, no puedo creerlo. Admitir esa posibilidad significaría dejar de creer en el Partido. Y yo creo en el Partido, a despecho de todo lo que me ha ocurrido.
-Eso de Stalin, Vd. no lo ha dicho, ni yo lo he oído. Con toda su nobleza, Sasha tiene usted un punto débil: con los cascotes de su fe intenta componer otra vasija. Pero no lo conseguirá, porque los cascotes solo pueden recomponerse en la misma forma. O vuelve a su fe, o la reniega para siempre."

Anatoli Ribakov
Los hijos del Arbat




"No recuerdo con qué broma salí del paso. Efectivamente, ¿Qué me parecía Valia? Era difícil saberlo. Era mi maestra y yo su alumno, un paleto mayor de edad que lo había olvidado todo por completo, excepto quizá las cuatro reglas. Venía cada martes y cada viernes, trabajaba conmigo hasta muy tarde; cuando me explicaba la lección fruncía ligeramente el ceño, no sonreía, no se reía, era seria, concentrada; a veces se echaba para atrás los cabellos de la frente, ligeros y vaporosos, y cuando se los tocaba desprendían olor de agua y de jabón infantil, era un instantáneo hálito de pureza y frescor. Y tanto sus cabellos como el gesto con que los echaba para atrás, como el olor, eran para mí partes de su personalidad, de la personalidad de una profesora de matemáticas con sus fórmulas y sus demostraciones. Y nada más… ¡Las matemáticas, sabéis, son una asignatura que no da risa! Yo me esforzaba tanto como podía, estudiaba desde la mañana hasta avanzada la noche y empezaba a comprender algo, ¡sentía incluso cierto placer, palabra de honor!
Mis relaciones con Valia no fueron más allá de las horas de estudio. Era una muchacha buena, inteligente y hermosa, pero cuando llega el amor esto verdaderamente no es lo principal, por desgracia, claro. Y ésta fue entonces mi decisión, quizás una decisión incorrecta o puede que correcta, estábamos en unos niveles demasiado diferentes, no estaba a su altura… Pero cuando me acuerdo de esta ilustrada muchacha, de su cara seria, de sus cabellos suaves, del gesto con que se los sacaba de la frente, del olor a limpio que con ello provocaba, experimento una agradable sensación.
Bien, pasé felizmente los exámenes e ingresé en la sección de estudios por correspondencia del Instituto Industrial de Leningrado.
Me quedaban tres días libres, mi estado de ánimo era magnífico; camino de casa, decidí pasar por Járkov para visitar a Efim. Trabajaba en la Fábrica de Tractores, y había terminado la carrera en el Instituto Politécnico sin dejar la producción. Se había casado en la Fábrica de Tractores y nos lo había comunicado, pero no como algo importante, sino así, de pasada, junto con otros asuntos, colocándonos ante el hecho consumado. En aquella época se casaban y asunto terminado, no había automóviles con cintas de colores ni muñequitas en el radiador."

Anatoli Rybakov o Anatoli Ribakov
La arena pesada 



"Varia no asistía a las reuniones convocadas para condenar a los «espías, saboteadores y asesinos». Se marchaba al instituto, ya que estudiaba de noche, o bien, si los empleados eran convocados durante las horas de trabajo, se iba al Soviet o a la Dirección de Obras de Moscú. Igor Vladimirovich confirmaba que, en efecto, había ido por encargo suyo. Para él, era un enigma cómo se enteraba con antelación de la convocatoria de una reunión o de una asamblea. Una vez la pillaron desprevenida, y entonces dijo delante de todos, disponiéndose a marcharse: «Ígor Vladimirovich, me voy corriendo a la Dirección de Arquitectura». Y él contestó: «Sí, sí. Apresúrese, Ivanova: están esperándola». De modo que a todos les pareció fidedigno el pretexto. Varia se dio cuenta de que le echaba una mano y, ya en la puerta, se detuvo para mirarle y hacerle una inclinación de cabeza.
El volvió a su despacho y se acercó a la ventana para verla cruzar la calle. ¿Qué podía hacer? Amaba a aquella chiquilla, la amaba desde hacía ya tiempo, desde que la vio en el Nacional. Llegó con Vika, circunstancia que no la favorecía, pero cuando se quitó el sombrero de ala ancha y él pudo ver sus ojos, comprendió que no importaba en absoluto con quién hubiera venido. Lo único que importaba era encontrar un pretexto para marcharse juntos. Luego la perdió de vista. Vika le contó que se había casado con un jugador de billar, un griego, pero que se habían separado. Y cuando Lióvochka la llevó a su oficina para ver si podrían admitirla de delineante, Igor Vladimirovich quiso ver en ello un presagio del destino.
Dos años atrás, Ígor Vladimirovich se había decidido a enviarle una carta para que supiera que la amaba. Al día siguiente, Varia fue a su despacho y se detuvo en la puerta. Llevaba un vestido sin mangas, y él le dijo que tenía un bonito bronceado. «He estado en la playa —replicó—. En Serébrenni Bor. Pero he venido por lo de su carta.» Y, después de una pausa, le dijo que amaba a otro hombre, que estaba lejos pero que volvería dentro de un año, si tuvo el coraje de sonreír: «Bueno, Várenka, pues esperaré yo también».
Desde luego, le hubiera gustado saber quién era ese hombre al que amaba. No le pareció apropiado preguntárselo directamente, pero, por lo que contaba Vika y algunas frases de Liova, pudo colegir que se trataba de un amigo y compañero de escuela de la hermana de Varia que se hallaba confinado en Siberia, y que en casa de su madre había vivido Varía de realquilada con su marido, el jugador de billar. Sin embargo, habían transcurrido dos años, terminaba el tercero, y no se producía ningún cambio en la vida de Varia. De lo cual dedujo Ígor Vladímirovich que las cosas no se habían arreglado con aquel confinado. Veía a Varia abatida. No había tomado vacaciones y seguía en Moscú esperando algo. La situación era favorable para él, pero temía precipitar los acontecimientos. Que continuara todo igual: trabajaban juntos, la veía a diario, y ya no hubiera podido vivir de otro modo. Sólo deseaba que no cambiaran las cosas, que no fueran a peor: eran momentos difíciles y Varia no se conducía con prudencia.
Lo que más le preocupaba era que Varía no participaba en las manifestaciones de los días de fiesta. Todos los empleados, con sus mejores galas, acudían a las nueve de la mañana al lugar de concentración, formaban su columna, desfilaban por la Plaza Roja con ramos de flores y pancartas, y la única que faltaba era Varia Ivanova. Una vez le insinuó que no debía hacer eso. ¿Para qué buscarle tres pies al gato? Esas cosas saltan a la vista. Ella contestó que iba a las manifestaciones con el instituto donde estudiaba."

Anatoli Ribakov
Polvo y cenizas


















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