Andrés Rivera

"Como ateo, no creo en el pecado. Sin embargo, tengo un pecado: no haber aprendido inglés para leer a Shakespeare y a Joyce en su lengua original. Me perdí esa música para siempre…"

Andrés Rivera




"El gringo Negretti dijo que yo tenía edad para escuchar y comprender las historias que a él se le antojara contarme. Que a una mujercita como yo había que instruirla en las cosas de la vida, y que él se encargaría de eso. El gringo dijo que él sería un maestro dedicado y cariñoso.
El gringo decía eso, y me pasaba las manos por las grupas. Y después por las tetas, y después, otra vez, por las grupas, atrás. Y allí las demoraba. Decía, también, que yo era una muchacha en flor, una ternerita bien alimentada, una Beatriz de las pampas. Una Beatriz criolla, con fuertes posaderas y fuertes tetas. Y el gringo se reía, y me palmeaba las redondeces del culo. Le faltaban, al gringo, tres dientes delanteros, en la parte de abajo de la boca. Y le salía un silbido cuando hablaba.
El gringo, cuando se le soltaba la lengua, decía que yo había ido más lejos de lo que él esperaba al comprar a la mujer que, aseguraba, era mi madre. Que él pagó, desde que yo era así de chiquita, mi alimentación, mis ropas, mi catecismo, y los aros, brazaletes y collares indios que me regaló. Y que yo, reconocía Negretti, no lo había defraudado.
Al gringo se le soltaba la lengua en la tina, cuando yo lo bañaba. La tina, decía el gringo, se la había regalado Don Juan Manuel de Rosas. Y la exhibía, orgulloso el gringo, a alguno de sus paisanos. Y a mí, arrodillada, fregándole la espalda, el gringo, sentado en la tina, una pipa en la boca, podía decirme que el brigadier Don Juan Manuel de Rosas era como un príncipe italiano, como esos nobles, bellos, rubios como ángeles, que platicaban con Miguel Ángel sobre los misterios del Universo.
Oh, qué hombre, suspiraba el cocoliche, con el agua jabonosa hasta el cuello. Yo le fregaba la espalda, y la tina estaba en el centro de la cocina, allí, en esa casa que Negretti levantó en las afueras de Buenos Aires, en tierras que supo regalarle el brigadier Don Juan Manuel de Rosas.
Qué hombre, decía el gringo como si estuviera a punto de echarse a llorar. Y se levantaba en la tina, y le chorreaban, de la piel grasosa y cubierta de pecas, el agua y la espuma de jabón. Yo me ponía de pie, y le pasaba el jabón por la espalda hasta la cintura y, entonces, Negretti, con una de sus manos, me tomaba la mano con la que le enjabonaba la espalda, y decía, mientras torcía la cabeza hacia mí, y me miraba por encima de sus lentes:
La mano ahí, ternerita.
Y ponía mi mano en el tajo que separaba sus nalgas.
Sin jabón, ternerita. La manita sin jabón, decía Negretti, mirándome, la pipa encajada en el agujero donde le faltaban los dientes.
El dedito ahí, ternerita, decía el gringo, envarado, la voz como si boquease.
Ahí, ternerita. Ahí, el dedito... Lento, lento...
Boqueaba el gringo. Y, despacio, los ojos cerrados, la pipa apagada entre los labios que le temblaban, volvía a sentarse en la tina.
Yo le enjabonaba la calva y los sobacos, los brazos de carne blanda, y le echaba agua caliente, de a poco, sobre los hombros. Y él, los cristales de los lentes empañados por el vapor de agua caliente, volvía a Italia.
Yo, ternerita, aprendí el oficio de pintor en Florencia. Una ciudad única en el mundo. Cómo olvidar la luz, las piedras de Florencia. Ver Florencia, e poi moriré: Y al gringo, en la tina, se le escaparon, de los ojos cerrados, unas lágrimas. Por eso me acuerdo. Le miré las lágrimas, parada junto a él, y la calva le relucía por el resplandor del mediodía que en traba por las ven tan as de la cocina, y me dije que ese hombre estaba vencido. Y no me dije más que eso.
Yo lo pinté, ternerita, al brigadier. Ya te dije como era: alto, rubio, enorme y severo como una estatua. Y, ahora, ustedes echaron al príncipe, dijo el gringo, como si hablase de ejecutores de una fatalidad demencial e incomprensible, o de algo que ocurrió en un tiempo remoto, y que está allí, impenetrable, a la vista, para menoscabo de la inteligencia humana.
Lo sequé, como tantas otras veces, cerca del fogón de la cocina. Y, como tantas otras veces, escuché su rezongo. Negretti decía que aquí, en este país de salvajes, tenía frío en invierno y en verano. Que ni en Buenos Aires dejaba de tener frío.
¿Conocés la pampa, ternerita?, me preguntó.
De dónde, le contesté. Y me reí.
El no escuchó mi risa. ¿Qué hubiera adivinado si la escuchaba?
Tierra y tierra, dijo el gringo. Tierra más allá del horizonte. Tierra al Norte. Tierra al Sur. Tierra al Este y al Oeste. Tierra y tierra. Soledad, ternerita. Animales que te miran con ojos que no ven. Un árbol. Un monte de árboles. Tierra. Un árbol. Un monte de árboles. Tierra. Un pájaro que grita y desaparece. Y, después, nada. El silencio. O un trueno que crece en el silencio. O una tormenta de tierra que te oscurece la luz, que te hunde en un infierno de polvo, y donde nada es nada. Y el viento que ruge en tu cabeza. Mejor que no reces, ternerita, porque, ¿para qué? La intemperie no es la falta de techo. Es la indefensión, ternerita, ante las leyes de un mundo salvaje. Salvajes sus hombres; salvaje su suelo.
El gringo suspiró: en cuanto vendiera la chacra, y algún retrato a buen precio, se volvía a Italia. En Italia no tendría frío en los meses de la primavera. Ni, tampoco, en los del estío. Y me dijo, esa vez y otras, que me llevaría a su país, que, dijo, era un país civilizado, culto, dueño de la mejor pintura del mundo. Y de una historia imperial. Patria de la ópera, ternerita. La ópera: ah, la ópera. En nuestras mesas, allá en Italia, se cantan arias enteras. Y la alegría y el vino no abandonan las mesas. Y se respeta al padre. Y los campesinos, que cantan óperas, reconocen al príncipe. Y le besan la mano."

Andrés Rivera
La sierva



"El hombre de setenta años mira a los chicos -cuatro o cinco o seis- que se agolpan frente a la puerta de su casa, que tiritan en la tarde de invierno, y que levantan sus pequeñas caras oscuras y frágiles hacia él, el hombre se setenta años, silencioso y en calma, por primera vez en calma en no sabe cuánto tiempo. Y los chicos, cuyas carnes magras, y cuyos huesos tiritan bajo los pulóveres mugrientos, miran, inmóviles y silenciosos, al hombre de setenta años, después que uno de ellos murmuró, como avergonzado, me da algo, y esperan que el hombre de setenta años vele la luz helada de sus ojos y sea por un largo, largo instante, generoso, y entre a la casa, y se demore otro largo, largo instante, y regrese con seis o siete manzanas rojas y brillantes, las manzanas rojas y brillantes en dos prolijas hileras, de a tres, en una bandeja de cartón, y permita que ellos, que tiritan en la tarde de invierno, contemplen las redondeces de la fruta, el brillo de su piel, la probable consistencia de su carne. Luego, cuando una saliva espesa se les cuele entre los dientes, el hombre de setenta años repartirá su barata caridad, y ellos se dispersarán calle abajo, voraces y silenciosos, la luz del invierno sobre la sombra de sus cuerpos, como los vientos del olvido."

Andrés Rivera
Tierra de exilio



"Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?"

Andrés Rivera
La revolución es un sueño eterno



"¿Escribo de causas y no describo los efectos? Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia."

Andrés Rivera




"Estoy convencido de que los representantes de la burguesía argentina que constituyeron este país como nación eran, en general, hombres cultos. Los burgueses que hoy conocemos, (...), son personas groseras e incultas. No se salva nadie. Ahí hay una diferencia."

Andrés Rivera




"¿Llovió en la infundada noche del 5 de julio de 1807? Castelli escribe que disparó su fusil contra las escurridizas sombras de los soldados ingleses, desde una azotea de Buenos Aires, hasta que llegó la noche, si la hubo, del domingo 5 de julio de 1807. Después bajó de la azotea y caminó hacia el Fuerte entre barricadas y gemidos, antorchas, gritos desaforados de centinelas, olor a sangre, excrementos, carne asada, vino, orines, lluvia quizá.
Allí, en una sala del Fuerte, bajo la luz de las lámparas y detrás de una larga mesa de madera en la que había papeles sucios, cigarros, tinteros, sables y balas, canastos de paja con empanadas que chorreaban grasa, fusiles, jarras de vino, estaba, de pie, Martín de Alzaga.
Estaba de pie, Alzaga, los largos y flacos brazos y las manos, cuidadas, de dedos largos y flacos, que recogían, de la larga mesa, papeles sucios en los que un amanuense asentaba los mandatos, las imprecaciones que él le dictaba, distante, inescrutable, empecinado, para que se consumase, durante una noche de domingo y en las calles de una aldea réproba y pretenciosa, las más afrentosa catástrofe que ejército imperial alguno registre en sus anales. Y Alzaga, de pie detrás de la larga mesa, repartía entre jefes y soldados, ricos y esclavos, blancos y negros, mensajeros extenuados, centinelas vociferantes, jarras de vino y empanadas que chorreaban grasa, y mandatos, imprecaciones, dones y sentencias, que un amanuense transcribía a papeles sucios, para que en una noche de domingo, por segunda vez en doce meses, pusieran de rodillas al invasor y arrastraran sus banderas por las calles de una aldea réproba, inmunda y pretenciosa.
Alzaga, que repartía mandatos, imprecaciones, dones y sentencias, mira a Castelli, los ojos como piedras lavadas por la sal y la niebla del mar, y le pregunta si está informado de la etimología vasca de la palabra Alzaga. Castelli, el pelo y la capa, que aún no olía a bosta y sangre, mojados por la lluvia de una infundada noche de julio, responde. No lo sé, señor. Mi padre, señor, nació en una ciudad edificada sobre el agua. Alzaga mira al tipo enjuto, mojados pelo y capa por la lluvia que caía sobre Buenos Aires en una infundada noche de julio, y que dice, sin sonreír, que Venecia es una ciudad construida sobre el agua, y en cuyos mercados y canales y puentes y palacios se vende la alegría de vivir. Alzaga escucha eso, de pie detrás de la larga mesa, el cuerpo flaco y duro como el granito, y mira al tipo que lo dice, y le tiende, distante e inescrutable, una jarra de vino.
Alzaga, de pie detrás de la larga mesa, dice que la traducción castellana de Alzaga es abisal, árbol de tronco limpio, madera muy dura y algo amarillenta, que crece en terrenos aguanosos. De la familia del abedul, del aliso, doctor Castelli. Su corteza, o las hojas de su copa, son un remedio eficaz, se cree, contra la rabia. La madera, muy dura, doctor Castelli, muy dura, la usan los artesanos para diseñar instrumentos musicales: eso, sólo a los tontos, le sonaría paradójico."

Marcos Ribak​ más conocido como Andrés Rivera
La revolución es un sueño nocturno



"La palabra desencanto es buena, sí. Después de todo, pertenezco al bando de los que pelearon y perdieron."

Andrés Rivera



“Nací en un hogar obrero. Mi padre, que era dirigente sindical, necesitaba leer, necesitaba saber. Por esa época se reunían en mi casa otros hombres como mi padre. Bajaban de los andamios, salían de los talleres metalúrgicos, emergían de los talleres de sastres, y allí estaban. Tenían pocos escritores para citar, pero los citaban; necesitaban ese mundo abstracto de la letra para afirmarse. No hubo alternativa para mí. En un momento abrí un cuaderno y empecé a escribir.”

Andrés Rivera




"No hay lector que le dicte a un narrador honesto lo que debe escribir. Hay, si, un lector que está allí enfrente del escritorio y que es más inteligente que yo y puede juzgar. Es un lector ideal, claro. Con él me mido. Pero, de alguna manera, está hecho a mi semejanza."

Andrés Rivera






"¿Para qué escribí, entonces, que ardor y madurez se contradicen, y que la madurez crece cuando el ardor aprende?"

Andrés Rivera



"¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía?"

Andrés Rivera




"Quien no lo lee no aprenderá nunca a escribir."

Andrés Rivera



"Somos oradores sin fieles, ideólogos sin discípulos, predicador en el desierto. No hay nada detrás de nosotros; nada debajo de nosotros, que nos sostenga."

Andrés Rivera



"(...) Uno sabe cuál es el principio y el final; el resto no lo sabe. El resto pertenece al campo de la escritura, que modifica muchas primeras intenciones, muchas reflexiones, buena parte de su imaginación."

Andrés Rivera



“Yo estoy convencido de que ningún libro, por bueno que sea, puede cambiar el mundo. Pero tengo que escribir.”

Andrés Rivera





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