Carlos Reyles

"Aunque simple y pecador, paréceme que esta suerte de propaganda, digna del poeta de las Florecillas de los ascetas de la India, que aún se acuestan sobre colchones de clavos y viven de la pública caridad, es la que menos conviene a un pueblo excesivamente galante, sentimental, artista, pero nada sobrado hoy de energías viriles. Más qué sería, sin tales arrestos de desinterés, del amor, de las actitudes estéticas y de los bellos discursos que tanto amamos los latinos; particularmente los más enfermos de ese mal misterioso y baladí que se llama la literatura. He ahí porque el viejo prejuicio contra las actividades interesadas y especialmente contra el lucro, desvanecido en casi todas las clases sociales, signe arraigado y vivaz entre las gentes de letras. Ya se sabe que ello es pura retorica; tema susceptible de dar pie a elocuentes volteos verbales; pero aun así, tanta ceguera y obstinada persistencia en un error, comprensible en la antigüedad, donde la riqueza era a veces corruptora, pero sin disculpa en las civilizaciones actuales, que han menester de los alados pies de Hermes para no quedarse rezagadas, debe de obedecer a razones profundas, aparte de indicar la poca aptitud de los irrealistas para comprender el mundo moderno y traducir la acerba inquina de los hombres de pluma por los hombres de espada, de los rêveurs por los agisseurs."

Carlos Claudio Reyles Gutiérrez
La muerte del cisne



"Se detuvo, entornando los ojos como hacen algunas personas para recordar, y luego prosiguió:
—Lo que no puedo precisar es cuándo me enamoré de ti; yo creo que siempre lo estuve. Si me decían que era linda, me alegraba por mi Julio; si procuraba ser elegante y mona, era para seducirte; y si me sentí dichosa cuando me subieron el moño y me llevaron al primer baile, fue porque me dije:
«ahora ya soy una señorita y puedo, cuando le parezca, casarme con él».
Gustando la miel de los recuerdos gratos hablaba, hablaba mientras Guzmán, con la seriedad del artista absorbido en su obra, la cubría de violetas. Tenía la canasta á la mano, y sin levantarse iba cogiendo los ramilletes y poniéndolos con peregrino arte en la cabeza, sobre el busto y en el cuello de su amada.
—¡Alma!...
—¡Vida!...
-¿Recuerdas aquella noche? tú estabas enfermo, no podías bailar y me seguías con la vista tristemente, tal vez con un poco de celitos. Desde el principio tuve el carnet lleno, y yo que entré al baile con un temor horroroso de planchar... No perdí pieza; los mozos me asaltaban pidiéndome los intermedios; y a la hora de haber entrado tampoco tenía intermedios... La señora de la casa me abrumó de atenciones, los viejos graves lo mismo, en fin, un triunfo que te hizo pasar un mal rato, y ¿lo creerás? yo gozaba de verte triste; sabía que era por mí y eso me llenaba de felicidad y orgullo.
Guando estuvimos solos en el comedor de casa me dije: «Yo tengo la culpa de esa tristeza y yo debo disiparla»."

Carlos Reyles
El extraño















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