Francisco Rojas González

"Aquella moza, de contundentes caderas, de pechos agresivos y pasos garbosos, no es otra que Tórtola Parda, dueña de mágicos secretos y de encantos físicos irresistibles; lleva en sus manos un hígado de bura recién cercenado. Otras mujeres, muchas, rebuscan entre los pedregales, debajo los cantos o entre las raíces de la mísera vegetación. Las raras manipulaciones se prolongan horas, en medio de la tormenta de fuego, que escurre del cielo; pero las hembras seris son entonces una prolongación de la testarudez del mar; son un flujo que revienta a desusadas distancias. La extensión maculada por móviles puntitos es un reverbero que rechaza la luz fragmentada en astillas, que se clavan en los ojos para herir el cerebro con crueles agujetas… Pero ellas parecen inmunes al bochorno, a la fatiga, al dolor. Reptando sobre la arena, tantean el terreno pulgada por pulgada, revolcando sus manos, sus brazos, sus codos entre el arenal…
De pronto, un grito de dolor hace que las mujeres levanten sus troncos y alcen sus cabezas. El desconsolado alarido sale por la boca de una muchacha, quien sacude desesperadamente en el aire su diestra.
Una anciana va en auxilio de la doliente; aplica sus labios resecos sobre el miembro ofendido y chupa violentamente, para luego escupir. Esta operación se repite, mientras el resto de las mujeres se entrega a una extraña recolección: pescan entre unas tenacillas hechas con palitos de «vara prieta», móviles y enfurecidos alacranes, que van a parar al fondo de un cacharro.
A este afortunado hallazgo siguen otro y otro; los nidales de arácnidos se prodigan. El cacharro está a medio llenar. Dos jovenzuelas enriquecen la cosecha con tres viboreznos corajudos, que van a hacer compañía a los alacranes en el fondo del recipiente.
La jornada es pródiga.
Tornan todas al campamento, donde una vieja, experimentada tejedora, da los últimos toques a la fina estructura de una jaula de carrizo.
Tórtola Parda, sentada en cuclillas y a la sombra de un techado de conchas de tortuga, vigila la preciada piltrafa de bura, que escurre abundantes jugos sobre la superficie de un platillo de la tosca cerámica.
Cuando la jaula ha quedado concluida, la hechicera introduce en ella la víscera, seguida de los alacranes y de las serpientes. Cierra cuidadosamente la puertecilla de la trampa, para después darse a enfurecer con púas a los prisioneros, con el designio de que los bichejos inyecten todo su tóxico en el hígado. La población de la jaula pronto entra en rabiosa diligencia; los arácnidos pinchan a los reptiles y éstos, a su vez, destrozan a aquéllos entre sus filudos incisivos. Las venenosas secreciones escurren sobre el trozo de carne caprina, al que muchos animales, ciegos de furor, atacan también directamente.
La hechicera, rodeada de viejas, muchachas y niñas, que contemplan recogidas aquella experiencia, redobla su encono entre imploraciones y gestos de cómica solemnidad.
Mientras tanto, el hígado se va tornando poco a poco tumefacto y negro, humedecido por los repugnantes escurrimientos.
Cuando Tórtola Parda lo juzga conveniente, lleva la jaulilla hasta la playa y la deja expuesta a los rayos del sol, al viento de la tarde y al sereno tibio. Un grupo de muchachas es designado para velar en torno del nidal de muerte."

Francisco Rojas González
Lola Casanova





 La parábola del joven tuerto

…“Y vivió feliz largos años.” Tantos, como aquéllos en que la gente no puso reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto; pero con filosófica resignación habíase dicho: “Teniendo uno bueno, el otro resultaba un lujo.” Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de que llegó a suponer que todos veían con la propia misericordia su tacha; porque “teniendo uno bueno…”

Mas llegó un día infausto; fue aquél cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela.

“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda.

La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risas, ni algarada… Era que acababa de hacerse un descubrimiento.

Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.

“Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardó su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.

Tuerto, sí señor, él acabó por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol…

Sin embargo, bien podría ser que nadie diera valor al hallazgo del indiscreto escolar… ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces –imprudente– poner a prueba tan optimista suposición.

Así lo hizo.

Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso.

Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples y burlones que lo siguieron tras de la cuchufleta:

“Adiós, media luz.”

Detuvo la marcha y por primera vez miró como ven los tuertos; era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos: empezaba a oír como oyen los tuertos.

Desde entonces la vida se le hizo ingrata.

Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se dispersó por el pueblo.

Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era como un manchón de aceite que se extendía por todas las calles, por todas las plazas… Ya el expediente de rehuir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban:

Uno, dos tres,
tuerto es…

O era el mocoso que tras del parapeto de una esquina lo increpaba:

“Eh, tú, prende el otro farol…”

Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar vergüenza y la vergüenza rabia, porque la broma, la sentía como injuria y la gresca como provocación.

Con su estado de ánimo mudaron también sus actitudes, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire cómico que tanto gustaba a los muchachos:

Uno, dos tres,
tuerto es…

Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados.

Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos.

Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión:

“Ojo de tirador.”

Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto.

Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos de mezquite, lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático…

Pero la porfía no encontraba dique:

Uno, dos tres,
tuerto es…

Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos… Pero la inopinada presencia de dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime.

Fue a parar a la cárcel.

Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.

El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota:

“Adiós, ojo de tirador…”

Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandulón le hiciera pagar muy caros los arrestos… Y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.

Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones… La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.

Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba tan fastidiosa.

En falla los medios humanos, ocurrieron al conjuro de la divinidad: la madre prometió a la Virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban a cambio de templar la inclemencia del muchacherío.

Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.

Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.

Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la Virgen de San Juan!”

Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba tan sólo con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:

Uno, dos tres,
tuerto es…

Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio.

Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahíto de salitre y de pólvora.

En aquel instante, él seguía embobado la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda una gruesa varilla… Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila buscó recreo en las policromías efímeras… De pronto él sintió un golpe tremendo en su ojo sano… Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.

La multitud lo rodeó.

–La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito –gritó la madre, quien imploró después-: Busquen un doctor, en caridad de Dios.

Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte… Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos le dijo:

–Ya sabía yo, hijito, que la Virgen de San Juan no nos iba a negar un milagro… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente!

Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras.

–¿Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido mi ojo bueno en las puertas de su templo.

–Ése es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando te vean en el pueblo, todos quedarán chasqueados y no van a tener más remedio que buscarse otro tuerto de quien burlarse… Pero tú, hijo mío, ya no eres tuerto.

Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una sonrisa dulce, de ciego, que le iluminó toda la cara.

–¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…!

–Volveremos el año que entra; sí, volveremos al santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora.

–Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata.

Y, lentamente, prosiguieron su camino.

Francisco Rojas González
La parábola del joven tuerto, in: Francisco Rojas González: El diosero (Colección Letras Mexicanas).
México, D.F.: Fondo de Cultura Económica 1952, S. 59-65.






"Los muros sostenían grandes espejos con marcos dorados; sobre las lunas francesas habíase escrito una previsora pero oprobiosa tarifa. En los huecos de las paredes, cromos alemanes con cínicas figuras que pretendían reconstruir las más atrevidas hazañas que la mitología atribuye al revoltoso diosecillo de los venablos inoculados.
En el fondo, un mostrador alto, de madera blanca, y tras de él, un cantinero joven, activo y decidor, que apenas se daba maña para encauzar la corriente de líquido que demandaban los gaznates exigentes y gritones de la parroquia.
Al otro extremo, el piano —ronco como eterno crudo— recibía la porriza del siglo por manos de un viejo rollizo y sucio, de calva desbordada sobre un cerquillo canoso y lacio; su nariz enrojecida se clavaba en el teclado: dedo de emergencia para atacar la zarabanda. Cerca de él, una anciana obesa y bigotuda rescataba de la dipsomanía del filarmónico los «dieces» con que la alegre clientela premiaba cada una de las interpretaciones del «profesor».
El Bicicleto, diligente y saleroso, mecía sus abultadas ancas en un constante ir y venir, sirviendo copas y, vaciando botellas en los insaciables vasos:
—¡Ay, mialma, pero qué retepeladotes son estos zapatistas del dianche!
En un rincón, puesta en jarras, Juana Fausto, recia matrona mestiza metida en años, pero todavía con carnes capaces y suficientes para despertar los apetitos de la muchachada, sonreía con el escándalo amarillento de sus dientes de oro a las alentadoras perspectivas de aquella extraordinaria noche.
Tal la mancebía de Cuautla en plena función.
Cinco mil revolucionarios irrumpieron en la pequeña ciudad. Allí se juntaron los grupitos que habían merodeado aisladamente durante medio año, para integrar entre todos un núcleo respetable en número y pavoroso en la acción de la venganza colectiva. Todos y cada uno de aquellos hombres llevaban dentro de sí un yacimiento de inquietudes y una idea embrionaria de la justicia pura. Esa y no otra era la ideología que ilustraba a la masa.
En cuanto al mecanismo capaz de cristalizar aquellos caros ideales, todo giraba en torno de la violencia: destruir lo construido en muchos años con el esfuerzo de los más para el provecho de los menos… Después se pensaría en erigir sobre el yermo ceniciento el nuevo edificio de la redención. ¿Planes? ¿Preceptos? ¿Leyes? No sabían ni querían saber nada de eso. Ellos descargaron el hachazo contra el tronco del árbol que les quitaba la luz del sol; su tarea estaba concluida. De lo otro: de imponer el orden al desorden, de encauzar el torrente, de orientar fructíferamente el esfuerzo común, ya se encargaban, según habían oído decir, la maestrita Lola Jiménez y Muro y el joven Gildardo Magaña."

Francisco Rojas González
La negra Angustias




Los novios

Él era de Bachajón, venía de una familia de alfareros; sus manos desde niñas habían aprendido a redondear la forma, a manejar el barro con tal delicadeza, que cuando moldeaba, más parecía que hiciera caricias. Era hijo único, mas cierta inquietud nacida del alma lo iba separando día a día de sus padres, llevado por un dulce vértigo… Hacía tiempo que el murmullo del riachuelo lo extasiaba y su corazón tenía palpitaciones desusadas; también el aroma a miel de abejas de la flor de pascua había dado por embelesarlo y los suspiros acurrucados en su pecho brotaban en silencio, a ocultas, como aflora el desasosiego cuando se ha cometido una falta grave… A veces se posaba en sus labios una tonadita tristona, que él tarareaba quedo, tal si saboreara egoístamente un manjar acre, pero gratísimo,

―Ese pájaro quiere tuna —comentó su padre cierto día, cuando sorprendió el canturreo.

El muchacho lleno de vergüenza no volvió a cantar; pero el padre —Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón— se había adueñado del secreto de su hijo.

 Ella también era de Bachajón; pequeña, redondita y suave. Día con día, cuando iba por agua al riachuelo, pasaba frente al portalillo de Juan Lucas… Ahí un joven sentado ante a una vasija de barro crudo, un cántaro redondo y botijón, al que nunca daban fin aquellas manos diestras e incansables…
 
Sabe Dios como, una mañanita chocaron dos miradas. No hubo ni chispa, ni llama, ni incendio después de aquel tope, que apenas si pudo hacer palpitar las alas del petirrojo anidado entre las ramas del granjeno que crecía en el solar.

Sin embargo, desde entonces, ella acortaba sus pasos frente a la casa del alfarero y de ganchete arriesgaba una mirada de urgidas timideces. Él, por su parte, suspendía un momento su labor, alzaba los ojos y abrazaba con ellos la silueta que se iba en pos del sendero, hasta perderse en el follaje que bordea el río.

Fue una tarde refulgente, cuando el padre —Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón— hizo a un lado el torno en que moldeaba una pieza… Siguió con la suya la mirada de su muchacho, hasta llegar al sitio en que éste la había clavado… Ella, el fin, el designio, al sentir sobre sí los ojos penetrantes del viejo, quedó petrificada en medio de la vereda. La cabeza cayó sobre el pecho, ocultando el rubor que había en sus mejillas.

—¿Esa es? —preguntó en seco el anciano a su hijo.

—Si —respondió el muchacho, y escondió su desconcierto en la reanudación de la tarea. 

El Prencipal, un indio viejo, venerable de años e imponente de prestigios, escuchó solícito la demanda de Juan Lucas:

—El hombre joven, como el viejo, necesitan la compañera, que para el uno es flor perfumada y, para el otro, bordón… Mi hijo ya ha puesto sus ojos en una.

—Cumplamos la ley de Dios y démosle goce al muchacho como tú y yo, Juan Lucas, lo tuvimos un día… ¡Tú dirás lo que se hace!

—Quiero que pidas a la niña para mi hijo.

—Ése es mi deber como Prencipal… Vamos, ya te sigo, Juan Lucas.

Frente a la casa de la elegida, Juan Lucas, cargado con una libra de chocolate, varios manojos de cigarros de hoja, un tercio de leña y otro de ocote, aguarda, en compañía del Prencipal de Bachajón, que los moradores del jacal ocurran a la llamada que han hecho sobre la puerta.

 A poco, la etiqueta indígena todo lo satura:

 —Ave María Purísima del Refugio —dice una voz que sale por entre las rendijas del jacal.

—Sin pecado original concebida —responde el Prencipal.

 La puertecilla se abre. Gruñe un perro. Una nube de humo atosigante recibe a los recién llegados que pasan al interior; llevan sus sombreros en la mano y caravanean a diestro y siniestro.

 Al fondo de la choza, la niña motivo del ceremonial acontecimiento echa tortillas. Su cara, enrojecida por el calor del fuego, disimula su turbación a medias, porque está inquieta como tórtola recién enjaulada; pero acaba por tranquilizarse frente al destino que de tan buena voluntad le están aparejando los viejos.

 Cerca de la puerta el padre de ella, Mateo Bautista, mira impenetrable a los recién llegados. Bibiana Petra, su mujer, gorda y saludable, no esconde el gozo y señala a los visitantes dos piedras para que se sienten.

—¿Sabes a lo que venimos? —pregunta por fórmula el Prencipal.

—No —contesta mintiendo descaradamente Mateo Bautista—. Pero de todas maneras mi pobre casa se mira alegre con la visita de ustedes.

—Pues bien, Mateo Bautista, aquí nuestro vecino y prójimo Juan Lucas pide a tu niña para que le caliente el tapexco a su hijo.

—No es mala la respuesta…, pero yo quiero que mi buen prójimo Juan Lucas no se arrepienta algún día: mi muchachita es haragana, es terca y es tonta de su cabeza… Prietilla y chata, pues, no le debe nada a la hermosura… No sé, la verdad, que le han visto…

—Yo tampoco —tercia Juan Lucas— he tenido inteligencia para hacer a mi hijo digno de suerte buena… Es necio al querer cortar para él una florecita tan fresca y olorosa. Pero la verdad es que al pobre se le ha calentado la mollera y mi deber de padre es, pues…

En un rincón de la casucha Bibiana Petra sonríe ante el buen cariz que toman las cosas: habrá boda, así se lo indica con toda claridad la vehemencia de los padres para desprestigiar a sus mutuos retoños.

 —Es que la decencia no deja a ustedes ver nada bueno en sus hijos… La juventud es noble cuando se le ha guiado con prudencia —dice el Prencipal, recitando algo que ha repetido muchas veces en actos semejantes.

 La niña, echada sobre el metate, escucha; ella es la ficha gorda que se juega en aquel torneo de palabras y, sin embargo, no tiene derecho ni siquiera a mirar frente a frente a ninguno de los que en él intervienen.

 —Mira, vecino y buen prójimo —agrega Juan Lucas—, acepta estos presentes que en prueba de buena fe yo te oferto.

 Y Mateo Bautista, con gran dignidad, remuele las frases de rigor en casos tan particulares.

—No es de buena crianza, prójimo, recibir regalos en casa cuando por primera vez nos son ofrecidos, tú lo sabes… Vayan con Dios.

 Los visitantes se ponen en pie. El dueño de la casa ha besado la mano del  Prencipal y abrazado tiernamente a su vecino Juan Lucas. Los dos últimos salen cargados con los presentes que la exigente etiqueta tzeltal impidió aceptar al buen Mateo Bautista.

 La vieja Bibiana Petra está rebosante de gusto: el primer acto ha salido a maravillas. La muchacha levanta con el dorso de su mano el mechón de pelo que ha caído sobre su frente y se da prisa para acabar de tortear el almud de masa que se amontona a un lado del comal.

 Mateo Bautista, silencioso, se ha sentado en cuclillas a la puerta de su choza.

 —Bibiana —ordena—, tráeme un trago de guaro.

 La rojiza mujer obedece y pone en manos de su marido un jarro de aguardiente. Él empieza a beber despacio, saboreando los sorbos.

 A la semana siguiente la entrevista se repite. En aquella ocasión, visitantes y visitado deben beber mucho guaro y así lo hacen… Mas la petición reiterada no se acepta y vuélvense a rechazar los presentes, enriquecidos ahora con jabones de olor, marquetas de panela y un saco de sal. Los hombres hablan poco esta vez; es que las palabras pierden su elocuencia frente al protocolo indoblegable.

 La niña ha dejado de ir por agua al río —así lo establece el ritual consuetudinario—, pero el muchacho no descansa sus manos sabias en palpitaciones sobre la redondez sugerente de las vasijas.

Durante la tercera visita, Mateo Bautista ha de sucumbir con elegancia… Y así sucede: entonces acepta los regalos con un gesto displicente, a pesar de que ellos han aumentado con un enredo de lana, un huipil bordado con flores y mariposas de seda, aretes, gargantilla de alambre y una argolla nupcial, presentes todos del novio a la novia. Se habla de fechas y de padrinos. Todo lo arreglan los viejos con el mejor tacto.

La niña sigue martajando maíz en el metate, su cara encendida ante el impío rescoldo está inmutable; escucha en silencio los planes, sin darse por ello descanso: muele y tortea, tortea y muele de la mañana a la noche.

El día está cercano. Bibiana Petra y su hija han pasado la noche en vela. A la molienda de boda han concurrido las vecinas, que rodean a la prometida, obligada por su condición a moler y tortear la media arroba de maíz y los cientos de tortillas que se consumirán en el comelitón nupcial. Mateo Bautista ha llegado con dos garrafones de guaro, y la casa, barrida y regada, espera el arribo de la comitiva del novio.

Ya están aquí. Él y ella se miran por primera vez a corta distancia. La muchacha sonríe modosa y pusilánime; él se pone grave y baja la cabeza, mientras rasca el piso con su guarache chirriante de puro nuevo.

El Prencipal se ha plantado en medio del jacal. Bibiana Petra riega pétalos de rosa sobre el piso. La chirimía atruena, mientras los invitados invaden el recinto.

Ahora la pareja se ha arrodillado humildemente a los pies del Prencipal. La concurrencia los rodea. El Prencipal habla de derechos para el hombre y de sumisiones para la mujer… de órdenes de él y de acatamientos por parte de ella. Hace que los novios se tomen de manos y reza con ellos el padrenuestro… La desposada se pone en pie y va hacia su suegro —Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón— y besa sus plantas. Él la alza con comedimiento y dignidad y la entrega a su hijo.

Y, por fin, entra en acción Bibiana Petra… Su papel es corto, pero interesante.

 —Es tu mujer —dice con solemnidad al yerno—… cuando quieras, puedes llevarla a tu casa para que te caliente el tapexco.

 Entonces el joven responde con la frase consagrada:

—Bueno, madre, tú lo quieres…

 La pareja sale lenta y humilde. Ella va tras él como una corderilla.

Bibiana Petra, ya fuera del protocolo, llora enternecida, a la vez que dice:

 —Va contenta la muchacha… Muy contenta va mi hija, porque es el día más feliz de su vida. Nuestros hombres nunca sabrán lo sabroso que nos sabe a las mujeres cambiar de metate…

 
Al torcer el vallado espinudo, él toma entre sus dedos el regordete meñique de ella, mientras escuchan, bobos, el trino de un jilguero.

Francisco Rojas González
El Diosero









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