Germán Rozenmacher

"Sholem. (Señorial, majestuoso).—Gut Shabes, buen sábado tengan todos. (Mira. Golpea la mesa con los nudillos). ¡Leie! (Se va volviendo más agresivo —no entró de muy buen humor— al ver que no hay nadie. Camina). ¿No hay nadie aquí?
Leie. (Entra casi corriendo. Es pequeña. Parece otra. Es como si se hubiera vestido de fiesta. Se cambió el viejo batón por un vestido mejor, se peinó rápidamente, se puso alguna pulsera y lleva la flor prendida. Está sabática. Pero se olvidó de sacarse el delantal).—Gut Shabes, Sholem. ¡Ay, qué barbaridad! Yo me decía: apúrate, Leie, apúrate... (Ve que él la mira sin decir nada. Ella empieza a mirarse, culpable, bajo esos ojos de juez, como preguntándose qué es lo que anda mal. Mira la mesa, todo en su lugar. Se mira de nuevo. ¡Horror! Se olvidó de sacarse el delantal). ¡Ay, dónde tengo la cabeza! (Sale guardando el delantal y vuelve. Sholem, con una amargura que le viene de antes, termina de sacarse el sobretodo y luego el sombrero, debajo del cual hay un solideo.
Se sienta a la mesa. Abre la botella y lleva la copa de plata para hacer la bendición del vino. Entra Leie nuevamente). Bueno, ahora sí. Gut Shabes, Sholem. ¿Qué tal? ¿Cómo te fue en el templo esta noche? ¿Cómo estuviste de la voz?
Sholem. (Un poco lejano, ido).—Bien. (Como pensando en voz alta). El coro estuvo un poco flojo. Los barítonos no andan. (Gesto de desprecio). Bah... Todos troncos. (Se endereza). Pero, ¿no hay nadie en casa? (Sonríe como si no pasara nada). ¿Ni siquiera Max está?
Leie.—Estuvo toda la tarde papando moscas. (Disculpándose). Yo le dije: “Mire, Max, no se vaya que está por llegar Sholem, y después se enoja cuando no estamos todos en casa”. Pero hablar con tu hermano es como hablar con la pared. Bajó, no sé para qué; en seguida vuelve. ¿Te cambiaste la camiseta después de cantar? Estarás todo mojado. ¿Querés una para cambiarte?
Sholem. (Un poco enojado por lo de Max).—Me cambié, me cambié.
Después de cantar. (Silencio. Leie está sin saber qué decir y endereza la posición de los cuchillos en la mesa. Teme justamente lo que Sholem va a hacer cuando él le pregunta con sordo sarcasmo, con una sonrisa amarga:) ¿Nu, Leie? (Se va diluyendo la sonrisa, aún más tenso). ¿Dónde está tu hijo, Leie?
Leie. (Mira la silla vacía y busca alguna respuesta).—Ya va a venir, Sholem. Hoy me prometió que iba a portarse bien y que iba a hacerte caso. Vos sabés que en la sastrería no lo dejan salir antes. Estamos en América, Sholem; vivimos entre goim, ¡qué se le va a hacer! El patrón no respeta el sábado.
Sholem. (Dolorido).—David tampoco ya lo respeta.
Leie. (Trata de cambiar el tema).—¿Y? ¿Qué tal? ¿Había mucha gente hoy?
Sholem. (Encarándola).—¿Pero habló, por lo menos? ¿Dijo a qué hora iba a venir? (Se compone). Los viejos de siempre.
Leie.—¿Tuviste alguna visita hoy?
Sholem. (Va al piano y toca con un dedo, después dos, un compás, mientras tararea una canción litúrgica, muy por lo bajo, como si la susurrara: “Umipnei” - Y por nuestros pecados).—Vino Hirsh.
Leie.—¿Quién?
Sholem. (Impaciente).—¡Hirsh! Uno que conocí cuando era joven
y hacíamos giras por las colonias de Entre Ríos y yo daba conciertos litúrgicos. ¿Te acordás? Uno pelirrojo.
Leie.—¡Ah, uno de Colonia Ceres, me parece!, ¿no? Pero si es un muerto de hambre.
Sholem.—Era. Vino a oírme cantar. “Jazn”, me dijo, “señor cantor”, me dijo: “Cuando usted improvisa con el falsete (improvisa) siento una cosa aquí”. (Se señala el pecho y después se encoge de hombros)
Leie.—No, si tenés muchos admiradores. En Rosh Hashaná, en año nuevo, de todos los barrios de Buenos Aires vienen judíos a escucharte cantar. Y cuando voy al mercado, detrás mío siento que dicen: “¿Ven esa señora? Es la esposa del cantor Abramson”. (Silencio. Leie trata de levantar la conversación mientras ve cómo Sholem, con la cabeza en otra cosa, decae cada vez más. No encuentra mejor manera de no tocar temas prohibidos que seguir esa conversación). ¿Y? ¿Cómo está ese Hirsh? ¿Cómo le fue en la vida?
Sholem.—Le fue. Tiene una fábrica de cubiertos. (Orden). Tráeme las pantuflas.
Leie. (Se las trae).—¿Te acuerdas cuando nosotros entramos a trabajar a una fábrica de cubiertos? (Recuerda, soñadora. Despierta). Pero no servíamos para eso. Vos sos mucho más que un fabricante de cubiertos. ¡El cantor Abramson!
Sholem.—Por aquella época debe haber empezado él también.
(Sonríe con cansancio). Estaba loco hoy. Me quería traer a toda costa en auto a casa. En la misma puerta del templo lo había parado."

Germán Rozenmacher
Réquiem para un viernes a la noche



"Y cuando llegaron al camino papá se sentó a esperar que pasara el camión. Ella abrazó su muñeca y se tapó los ojos para no verlos, aleteando alrededor de ellos.
Me voy, había dicho mamá ayer a la tarde, me parece que me voy, había dicho. Y papá estaba tirado en medio del río con el agua corriendo apenas entre las piedras. Y sus tres hermanitos estaban en el rancho de paredes de latas aplastadas y tablas y arpillera y techo de paja y entonces mamá había dicho que estaba cansada y que estaba harta y que había sido una estúpida porque se había dejado enamorar por la voz y por los ojos y por la manera en que papá le apretaba la cintura y que era una estúpida porque lo quería todavía y porque se había ido a vivir con él y porque ahora tenía diecisiete años y ya era una vieja y tenía cuatro hijos y se había puesto fea de tristeza y de hambre y de trabajar como lavandera, lavando las ropas de los demás para que los chicos pudieran comer. Y entonces gritó que papá era siempre el mismo y gritó que quería vivir. Y entonces papá agarró un sifón vacío que tenía al lado y se lo tiró, pero estaba demasiado borracho como para que le diera a mamá y entonces el sifón reventó y se fue aguas abajo y él después se levantó y abrazó a mamá que se acurrucó contra él muy fuerte y lloró.
Y papá dijo que había peleado y había cosechado y lo habían echado de allí, del valle, y entonces sintió que se reían de él, la tierra y el patrón y todos esos malditos pájaros salvajes que lo empujaban y lo gobernaban y lo poseían. Y entonces la chica rubia los vio.
Y dijo Jesús María y José y siguió viendo a los pájaros malos. Y mamá dijo –estás borracho José. Y dijo que se iba, porque su viejo la había echado de casa cuando se fue con papá y ahora era mujer y dijo que necesitaba perfumes y una cinta para el cabello y comida para sus hijos. Y entonces los hermanitos empezaron a berrear y ella los entró y para que se durmieran imitó el graznido de los loros salvajes. Y temblando de frío y tristeza, se durmió.
Y entonces no sabían bien, porque pasó entre sueños, sintió que mamá la besaba y la quería llevar y papá decía los demás sí, pero ella no porque ella era como mamá. Y después, muy temprano, papá la despertó y ya no había nadie y entonces bajaron por el río y fueron a una quinta y papá la sentó entre los altos yuyales con la muñeca y estuvo allí, hundida y casi invisible entre la maleza y él desmontó yuyos con una guadaña toda la mañana y después le pagaron y antes de irse robó una sandía para ella."

Germán Rozenmacher
Los pájaros salvajes









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