Jean Rolin

"Aquí y allá, en la nave o en el crucero, varias puertas comunican con el monasterio armenio y el ortodoxo, situados al sur, o con el claustro del convento franciscano y la iglesia católica de Santa Catalina, situados al norte. Si la nave es terreno neutral, el coro pertenece a la iglesia ortodoxa y una capilla pequeña del brazo norte del crucero está reservada a la iglesia armenia. La gruta de la Natividad está situada bajo el coro y se accede a ella por dos escaleras de unos cuantos peldaños dispuestos a una y otra parte de aquel. Por regla general, al menos entre semana, la iglesia no es accesible al público más que durante los periodos de levantamiento del toque de queda. Se convierte entonces en un lugar de recogimiento, pero también de paseo, sobre todo para los chavales que lanzan piedras y están momentáneamente desocupados. En el coro, bajo unos grandes sacos de plástico amarillos que cuelgan del techo y que deben de contener unas lámparas nuevas, está sentado un monje ortodoxo, barbudo, con un tocado negro y cilíndrico en la cabeza, que parlotea sin pudor por su teléfono móvil. Un loco silencioso pero muy agitado se deja llevar sin oponer resistencia hacia la puerta. Algunos fieles, a menudo tan jóvenes que no es fácil distinguirlos de los lanzadores de piedras, salvo porque son menos ruidosos, más recogidos, introducen la mano en un agujero practicado en el lateral de una de las columnas, sean cuales sean las virtudes de ese agujero y los orígenes de su advocación propiciatoria. Otros encienden unas pequeñas velas amarillas, delgadas como lapiceros, y los más fervorosos se sumen en plegarias en la gruta o se prosternan para besar la estrella que señala —o que se supone que señala— el emplazamiento exacto de la Natividad.
En cuanto se levanta el toque de queda —y, a veces, incluso antes de que se levante—, algunos peregrinos, e incluso algunos turistas, se aventuran por la brecha para visitar la basílica de la Natividad y su presencia, aunque sea en número ínfimo, produce un despliegue sobre la explanada de la iglesia de un número sensiblemente más elevado de vendedores de recuerdos. Esos recuerdos son siempre de dos clases: rosarios, teniendo en cuenta la piedad que se les supone a los visitantes, y kufiyas, esa prenda de vestir investida de tal valor simbólico que, durante la primera intifada, a los periodistas extranjeros les solía bastar con desplegar una sobre el salpicadero de su coche para evitar que los apedreasen. Por más que comercien con rosarios, la mayor parte de estos vendedores de recuerdos son musulmanes, sea porque ocupan un nicho de mercado que los cristianos dejaron vacante, sea porque han echado a estos últimos, como sucedió en Jerusalén con las tiendas de recuerdos piadosos cercanas al Santo Sepulcro o, por lo menos, con muchas de ellas."

Jean Rolin
Cristianos



"Lo que sí es cierto, por el contrario, es que los rebeldes que ocupaban el castillo, ya fuesen originarios de Chechenia o más probablemente del pueblo situado al pie del castillo, inspiraban a los cristianos del valle más temor que simpatía, y seguramente no hacían nada para que fuese de otro modo. La directora se queja también de los daños que habrían ocasionado al castillo, además del robo o los desperfectos causados a su mobiliario de despacho, pero le cuesta trabajo describirlos con precisión, pretextando que se le saltan las lágrimas solo de pensar en ello. Sea como fuere, las destrucciones causadas por sus adversarios en dos años de bombardeos son de otra magnitud. En el patio interior, una escalera que conducía al tejado del refectorio, y la bóveda que la sostenía, se han derrumbado, proyectando en todas direcciones trozos de mampostería, la mayor parte de los cuales han sido recogidos y numerados, a la espera de volver a ser devueltos a su lugar. El muro exterior y el tejado de la capilla, que han sufrido igualmente importantes daños, están apuntalados por un precario andamio que han montado unos arqueólogos húngaros, de los que se ignora cuándo volverán o si sus intervenciones están respetando escrupulosamente el monumento y su historia. De esta capilla, al menos, como de la sala llamada de los caballeros que tiene enfrente, con su elegante bóveda de crucería, podemos aventurar que no deben nada a los mamelucos y sí todo a los francos, o casi todo, pues la reconquista musulmana amplió la primera con un púlpito y un mihrab (debemos igualmente a los francos, sin lugar a dudas, esas dos ingeniosas letrinas, cuya técnica recuerda a la del matacán). Esparcidas por el suelo de la capilla vemos las piezas desperdigadas de un puzle cuyo origen en cambio es difícil de determinar, ya sea atribuible a los rebeldes, a los soldados del ejército regular, a los arqueólogos húngaros, a los sacerdotes tradicionalistas franceses que después de la recuperación del castillo no tardaron en celebrar aquí la misa según el rito de Pío V, a sus fieles, o incluso a la esposa del embajador de Bielorrusia, a su guardaespaldas o a cualquiera de los visitantes ocasionales. Mientras tanto, en la pantalla de su teléfono móvil, el bobo me enseña insistentemente imágenes de los mencionados sacerdotes franceses, y otras de murciélagos muertos, pero lo que momentáneamente llama mi atención, junto a un pilar cuya parte superior presenta una cavidad, es un montoncito de pelotas regurgitadas que confirman que es una rapaz nocturna la que ha elegido esa cavidad como domicilio, pues los murciélagos no regurgitan pelotas. La visita continúa por los fosos cubiertos de vegetación que ramonean los rebaños de los pastores invitados a venir con este fin, por la zanja que bordea la fortificación, cubierta en la superficie por un musgo verdoso, y por el famoso talud revestido con mampostería por el que Lawrence, descalzo, trepó en 1909 una decena de metros, una hazaña que hoy harían más fácil las matas de laureles rosados que han crecido entre los bloques de piedra."

Jean Rolin
Crac












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