José Luis Rodríguez del Corral

"La ciudad también se calentaba, la gente no salía sino de noche y dormía en las azoteas. Yo estaba agotado por el calor africano y la tensión nerviosa de los últimos días. Le dije a Arce que me iría a la playa. Estuvo de acuerdo en que lo mejor era que me quitara de en medio unos días.
Esta vez sí alquilé un coche, no quería ir a Zahara de nuevo, ni a ningún sitio en el que hubiera mucha gente. Pensaba recorrer la costa hasta Bolonia, pero me detuve en el Capi, un hotel entre El Palmar y Los Caños, aquí en Zahora, donde ahora escribo, que me trajo viejos recuerdos. Había estado sólo una vez, en la prehistoria de mi vida, con la vocalista de un conjunto con la que estaba enrollado y que me cantaba desnuda en la playa sus canciones. Tuve suerte, tenían una habitación. Al atardecer, un dédalo de carriles me llevó a la playa. La marea estaba baja y había dejado a la vista una amplia extensión de roca, un jardín de piedra en el que a contraluz unos niños buscaban cangrejos. El faro de Trafalgar, al otro extremo, lanzaba ya su luz apenas apreciable, como la luna pálida que había aparecido en el cielo. Había nudistas, como entonces, desparramados felizmente en la cálida arena. Yo también me bañé desnudo y me tumbé contento de estar allí, con una despreocupación absoluta, mirando a unos muchachos volar unas cometas.
Todo estaba más o menos como lo recordaba, había más casas, pero ningún bloque a la vista, ninguna «urbanización»: Federico no había logrado aún meter sus zarpas. Al contrario que Zahara, Zahora no era un pueblo de marineros, ni siquiera era un pueblo sino un núcleo rural del que todavía quedaban algunas huertas. Durante siglos los barcos de vela habían tomado agua en Los Caños, unas cascadas de agua que caen en varias calas desde el acantilado, más allá del faro, y se habían provisto de verduras y fruta en Zahora por compra o por saqueo. Ya no caían las cortinas de agua y las huertas se habían convertido en parcelas y las parcelas en casas, todas ilegales, porque los terrenos seguían siendo rústicos, en una de estas inconsecuencias tan comunes en la vida española. Sin embargo, aquella apropiación caótica, al estar basada en un minifundio, no había dejado bolsas de suelo para los suegros de ningún Federico ni para sus urbanizaciones moriscas debidamente legalizadas, de modo que el anárquico resultado era más natural, menos prefabricado y menos masivo.
Muchas de esas casas eran de antiguos jipis, más o menos de mi edad, que habían llegado aquí por la misma época y se habían instalado. Encontré entre ellos algunos viejos amigos; formaban una comunidad de expatriados de Sevilla, vivían allí todo el año, también en invierno, muy bronco y frío en estos pagos. Me dijeron que Matías aún andaba por allí, pero no llegué a encontrarme con él. Uno de estos amigos, Javi, dueño en aquellos tiempos de un legendario bar de copas en la ciudad y promotor de no menos legendarios conciertos de rock, era un damnificado de Julián, según él uno entre muchos. Me abordó con cierto reparo porque creía que aún éramos amigos y se alegró de saber que no era así. Al parecer Julián copaba la producción de Canal Sur a través de dos productoras, la propia y otra que controlaba bajo cuerda, pero ese no era sino uno de sus negocios, también tenía una empresa de alquiler de equipo para eventos musicales en la que fijaba precios abusivos, pero que los promotores tenían que aceptar porque era frecuente que no obtuvieran los permisos de los ayuntamientos si no era así. A Javi había acabado echándolo del negocio y ahora llevaba una vida de bajo coste con unos ahorrillos que tenía y se dedicaba a la pesca submarina surtiendo a los restaurantes de la zona."

José Luis Rodríguez del Corral
Blues de Trafalgar


"Me fastidian los Domingos de Ramos. Los detestaba ya de niña cuando mi madre me hacía estrenar vestidos que no quería ponerme. Añaden a la melancolía inmanente a cualquier domingo la alegría generalizada, lo que los hace más melancólicos aún. Al principio de la facultad, con Juanjo y otros amigos salíamos desarrapados adrede, sólo por llevar la contraria. Aquél amaneció nublado y me alegré, vengativa. Hacía un viento tan revoltoso que podría haber desmelenado a la Borriquita, si hubiera salido, cosa que no hizo, porque empezó a llover a mediodía. Entonces me dio pena, por los niños. A pesar de que también los detesto, tan egocéntricos y ruidosos. Por la tarde dejó de llover y ya de noche oí cornetas y tambores y lejanos compases de la marcha de la Amargura, extendida como un manto en el aire de la ciudad. Yo no puse un pie en la calle, que debía de ofrecer a los ojos de un observador sideral el panorama de un hormiguero enloquecido. Al día siguiente me levanté temprano y decidí ir a la piscina, confiando en que Héctor no estaría allí también por la mañana. No quería encontrármelo, necesitaba estar sola. Felizmente no estaba. No me resultó fácil coger el ritmo, pero al fin los músculos recobraron su hábito ejercitándose inconscientes, orgánicos, como la respiración. Me sentía muy lejos y al mismo tiempo prisionera, de la ciudad, de mí misma. En dos meses se acabaría el curso y con él mis estudios, que no quería prolongar. Después iría a París a ver a mi padre y todo lo demás lo ocupaba el increíble vacío del futuro.
Me sentía como una nube varada en el cielo, como una cometa a punto de desprenderse del hilo. Por la tarde fui al trabajo. Era la única en que abriríamos. Dedicaría a estudiar el resto de la semana. Algo que no había hecho en meses. Había mucho gentío, el ambiente de efervescencia de las grandes ocasiones. Al principio no paré de atender a señoras que se apresuraban a elegir algún nuevo modelo que lucir durante la semana, pero conforme se ponía el sol y en las calles la masa se iba volviendo más compacta, la tienda se iba vaciando hasta que me quedé sola. La entrada al sex-shop parpadeaba con obsceno neón ante la indiferente muchedumbre que iba y venía, llamando la atención de pandillas de adolescentes que se detenían un momento para lanzar grandes risotadas y de algunos réprobos que, confundidos en la multitud, aprovechaban para deslizarse por aquellas puertas infernales. Entonces sonó el teléfono y mi jefa me dijo que me pasaba la llamada de una clienta que había preguntado por mí."

José Luis Rodríguez del Corral
Llámalo deseo

















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