Josefina Romo

Cántico de las manos

No mariposas, no pájaros, no nubes,
volad, vosotras sois el puro vuelo,
el del gesto que marca el pensamiento
–vuelo del alma por las altas cimas–.
Rubricad, húmedas gaviotas,
el blanco rito de la acción
sobre el ancho mar de la palabra
en espera del éxtasis seguro
de pétalos surcando el infinito.
Sois la forma y modeláis la forma;
en vuestro hueco nacieron delicadas
íntimas, perdurables, la gracia y la belleza.
Vuestras agudas flores en racimo,
de curvas gráciles, crean los aromas
que las sensibles palmas dan al viento.
El pincel y el buril son vuestros nervios
y el verso se desliza de la frente
por los dulces canales de las venas,
hasta salir de la prisión suave
de vuestros dedos tensos, hecho canto.
Sois la forma y modeláis la forma;
gesto y medida, el equilibrio exacto.
Sois el amor también. ¿Qué sin vosotras
la lentitud de la caricia, el gesto
rudo y ardiente de intensidad agobiante?
¡Íntima languidez de vuestro vuelo
girando del deseo al abandono!
El tacto es la verdad; solo la piel
sabe del elemento primordial del fuego.
El hambre de los ojos solo sacia el tacto,
y el bien únicamente es nuestro
cuando lo moldeamos en las palmas
o lo encerramos en la ardiente cárcel
de los dedos febriles, sensitivos.
El nardo y la magnolia nos doblegan
porque su aroma, de tan denso, es táctil,
carne de flor que nos seduce siempre
con engaño de oscura dulcedumbre.
Nunca será el amor sin vuestro celo,
guardadoras del ámbito secreto
que ilumináis, súbitamente aptas.
¡Oh, difícil camino de las rosas
lleno de espinas ávidas de sangre!
¡Oh, difícil camino, crispadura
de los tallos sensibles, que mordiendo
las palmas clavan con su agudo rastro!
Los celos hierven en la frente oscura
y el corazón asaltan mientras tiemblan
y se recogen vuestros nervios tensos.
¿Qué sin vosotras la dureza, el grito
de la pasión que en huracán estalla?
¿Qué sin vosotras
la tierna vigilancia de los ojos
en el adiós desgarrador? Postreras
en el gesto sois aves melancólicas,
sin nido, errantes para siempre, acaso.
La ausencia es ritmo delicado y triste;
solo vosotras dibujáis la tarde
con su curva suave y defraudada.
Amadas sois, amadamente
estrechadas en la amistad perfecta,
seguro puerto del dolor, agua clara
de la fe y confianza, os embellece
ese gesto de protección tan fácil
que arrastra vuestro vuelo hacia el amigo
para apartar el duelo de su frente
aunque os marque con fuego duro arrojo
en vuestra suave y generosa entrega.
Punto de caridad que enciende grave
la ilimitada abnegación del alma,
que chorrea la miel del abandono
de todo bien sin límite egoísta.
Santas manos os llamaréis entonces.
Ojos, lagos secretos; labios, sed insaciable;
manos, gesto del aire
y para el aire. Esquivas gaviotas,
palomas en arrullo preferido,
magnolias en reposo perfumado,
reinas sin rostro, esclavas sin rodillas...
No; manos, solo manos
gráciles y ligeras con eterno renuevo
y un antiguo saber todas las cosas. 

Josefina Romo



Cántico de María sola

Volvemos los ojos a Dios

porque estamos cansados,

porque somos carne cansada,

porque sentimos la vida

como una enorme rueda de molino en los hombros.

Volvemos los ojos a Dios

porque nada esperamos;

ya que el padre y la madre se fueron,

ya los hermanos son cuervos de nuestro pan,

ya los amigos tienen los ojos secos a nuestro llanto,

ya el amor sabe a ceniza en nuestros labios

y pone hielo en el corazón.

Entonces

volvemos a Dios los ojos

y gemimos y nos humillamos

como si nunca hubiésemos levantado la frente orgullosa y enlodada.

Volvemos los ojos a Dios

reclamando ardientemente,

quejándonos de abandono y desesperanza,

exigiendo la fe que desdeñamos.

Como desventurados huesos sin paz de tierra,

como desesperados suspiros sin aire que los recoja

ahogando los minutos y las horas en llanto,

marchando irremediablemente hacia el fin

con terror y lástima.

¡Oh, Dios, oh, Dios!

Yo no supe reconocerte en los floridos prados,

en la dulce ladera de mi juventud,

cuando zumbaban las abejas doradas del sueño,

llenando los labios con la miel de la esperanza;

cuando crecía la vida bajo la mirada del padre y de la madre

y los hermanos compartían nuestras risas;

cuando la amistad trenzaba las manos confiadas y

                                                                                     felices

y el amor se presentía como un olor a lluvia lejana.

¡Oh Dios! ¿Pero es que acaso

tuvo mi vida una ladera tierna y apacible?

¿Es que supe lo que era sonreír sin lágrimas

caminar sin rencores, sin lóbrega amargura?

¡Oh! Mi destino de árbol azotado por el viento,

entristecido por el aullar de las pasiones,

sin una mano fuerte, sin una mano tierna,

sin una verdad limpia y pura como el aire de las cumbres.

Tú sabes, mi Señor, que sed de ti han gemido mis labios,

y cómo quise llenar el vaso de mi dolor en la renovada fuente de tu misericordia,

y me arrancaron mi vaso y maltrataron mis manos

para que no bebiera en ellas ni siquiera lágrimas.

Y después, Señor, me desnudaste de mi último bien

y me diste soledad,

esa tremenda soledad de las almas inquietas,

no la dulce soledad del que se hunde en el abandonado sueño,

porque tuvo un beso fiel en los párpados cerrados,

porque tuvo un eco amante en su llamada solitaria.

¡Oh Señor! Mi miseria te clama

y tú, que levantaste sobre mí tus designios,

acaso precisamente ahora

me señales un dulce destino de abandono

y tenga mi soledad una mano que la guíe,

y mi llanto unos labios que lo recojan,

y mi fe tu presencia, Señor, tu infinita Presencia.

Porque yo no he venido a Ti cansada y agobiada,

porque me he echado a tus pies

al primer gesto de una mano comprensiva

y he visto tu sombra, Señor, refrescando

todos los estíos de la tierra.

Josefina Romo Arregui 



El mar ausente del Sahara

Sí. Yo tuve un mar sobre mi arena.

Un mar grande sin límites, compacto.

La tierra de oro que abrasa soledades

estuvo henchida augusta del mar que ya no soy.

Picaban gaviotas mi cuerpo remeciente,

movíanse las naves arriba de mis olas.

Pues yo era el mar que hervía sobre la arena rubia,

la arena saturada que hoy clama por su agua.

¡Oh el mar aquí fantasma, el mar que finge el viento

desmelenando dunas al aventar mi arena!

¡Ay mar del agua espesa, la que corpórea y dura

ansían los caminantes de mi desierto blando!

¿Qué arcángeles de fuego evaporar pudieron

tanto mar que hube, llevándolo a un abismo?

Es mi arena abrasada la más sedienta boca

que gime por un agua que le bebieron dioses.

Los hombres me caminan soñándome poblado

de aquel mar que fue mío, el mar sobre el desierto.

Yo les mullo mi carne, les recibe mi arena,

y se quejan de sed junto a mi sed sin huelgo.

¡Oh gran mar de mi génesis, el mar que me escurrieron

a una zanja de llamas: cuánto pesa la arena!

Josefina Romo Arregui 




La ternura

Y pensar cómo te busqué, con qué ciega esperanza
hice resonar el silencio con mi llamada;
cómo he sabido abandonar el penetrante fuego apasionado
por seguir tu sendero sencillo con musgo verde
y pájaros escondidos en sus árboles,
llegando hasta tu agua mi rostro
para aliviar las sienes agobiadas e infelices…
Ahora sé que solo eres un fugitivo temblor,
una buena mentira para acallar infantiles congojas;
que nadie puede aprisionarte, pájaro desmesurado en vuelo,
y que en la mano tu limosna no cae
más que en los sueños imposibles.
Solo es cierto el agrio sabor de la manzana verde,
de las grosellas fragantes y luminosas,
y el ácido escalofrío del membrillo duro y oloroso.
Solo es cierto el amor, áspero y fuerte, inconstante y dolorido,
que troncha el esbelto talle de los árboles jóvenes
como el viento del Sur, ardiente e impetuoso.
Solo es cierta la acongojada duda,
la irrazonable pregunta de los celos,
el encuentro de dos pleamares con distinto equinoccio,
de dos hambres que nada sacia,
de una sed diferente y conjunto que se abreva de vino áspero.
Ternura, tú no existes: es tan solo tu nombre
un ojo de agua quieta que se pierde en el llano,
un ojo gris que se estanca y se pudre.
Las nubes te visitan como mi sueño
y mis manos se llegan a tu cauce
hasta romper la dura realidad de un espejo,
de un espejo vulgar, mentira de agua clara.
Y la sed infinita va agrietando mis labios
y retuerce mis manos como secas raíces.
¡Oh, mi agua soñada de ternura!,
pequeña voz del arroyo naciente
que peinabas dichosos tréboles en tu orilla.
Nada tengo, porque no sé si te he perdido por no merecerte,
o acaso no has existido más que en mi anhelo impetuoso,
dulce ser de agua, suave espuma de nube, fugitiva ala de pájaro,
risa de niño, palabra no pronunciada,
voz que nació sin garganta del temblor de las primeras flores de almendro.
Ternura, tú.

Josefina Romo Arregui 



Pétalos

Quiero besarte la risa 
y sus notas cristalinas; 
colgándome de los labios 
parecerán campanillas; 
quiero besarte la luz 
que brota de tus pupilas. 
¿Cómo será fría o cálida? 
¿Lo mismo que cuándo miras? 
Sueño mi beso estuviera 
lejos del radio en que gira 
lo que es, pues yo quisiera 
bajo la noche tranquila 
besarte lo que ninguno 
hasta hoy te besaría. 

Josefina Romo Arregui 




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