Lalla Romano

Desde una áspera mano

I

Cada otoño evoca la frescura

marchita de las primaveras muertas

Se refleja en la paz de las tardes

de las mañanas la cándida belleza

así melancolía de juventud

el tiempo muda en sutil placer

II

Joven es el tiempo

Como un niño

Cae cada tarde adormentado y cansado

Y nosotros vemos languidecer el cielo

Lejano, tras los profundos arcos de hojas

Se despierta feliz

Mientras tanto

En los absortos jardines y pueblos

Emerge de las negras sombras la mañana.

III

A través del furor

a través de la lluvia que crepita

en torno a la casa

como una espesura que arde

desde lejanos cielos olvidados

desciende como un agua pura

casi una melodía

IV

Invierno, lenta

estación

La única verdad:

las otras, floridas, un sueño

V

No ves otra cosa que un río

fluir entre riberas de nieve

Fluía implacable y mudo

Llevaba consigo su muerte

VI

Será un torbellino silencioso

lo que nos llevará

Inútil pompa

el estrépito fúnebre

eco de batallas perdidas

hace tanto tiempo

VII

Si el silencio es más intenso

no sólo que todo ruido

sino de toda música alta

y la quietud más vasta

no sólo que las tormentas

sino que la respiración de las mareas

yo no te llamaré más: vida

pero te daré un nombre más dulce

VIII

Músicas nacen y mueren

son todavía palabras

soles arden se apagan

son todavía tiempo

Solamente el silencio

más allá de los hielos de los mundos

más allá del solitario paso de los viejos

más allá del sueño olvidado de los muertos

Solo el silencio vive

Lalla Romano



El querido olor del cuerpo

I

Tú me das frutos y permanece

Olor de flores

Tu turbio mosto

Me ofreces, yo bebo

Agua de primavera

II

Nadie puede sustraernos de la alegría

Nuestra alegría subterránea

Como tierna agua

Como veta de roca

III

No pidas

perfume de flores

cuando yo puedo darte

frutas de otoño

No rechaces nutrirte

porque el invierno esté a las puertas

y ya los viejos santos

han elevado la frente

para contemplar lo eterno

Nosotros hijos del momento

bebamos el último vino

IV

Un sonido profundo en la sangre

Lo supe cuando tus manos

tocaron por primera vez las mías

Desde aquel día escuchamos

casi un viento subir

con el rugido de un órgano

hasta que al fin domados

nos dobló, como espigas maduras, aquel viento

V

Vida, más vida pedimos nosotros y vida

irrumpe y nos interrumpe el alto rumbo

(¿me sigues tú en el lento río andante?

sin peso nos lleva como hojas)

Vida buscamos y similar a la muerte

una infinita paz nos sumerge

Y siempre en aquel silencio sin tiempo

fuera, en el mundo, sobre las duras calles

un carro chirría rodando lento

Nuestra vida nos reclama

vida empapada de muerte. Con fatiga

es la rueda del tiempo que se engrana.

Lalla Romano



La boca árida

I

Entre los árboles

tú te alejas

te vuelves de vez en cuando

y respondes

al gesto de mi mano

Yo siento

latir la sangre

y en mi cabeza el fragor

crecer

hasta que una niebla desciende

sobre los ojos y sobre el entorno del pueblo

Alto

hacen los pájaros y desesperado chillido

II

Risueña desciendo hacia los sueños

Porque allí te veré

Y querré entre tus brazos

Riendo

Pero quizá

Tú no parezcas verme y te alejes

Por vacíos parajes

Y porque vano

Es llamarte, allí,

Muda emerjo.

III

Tu voz lejana

Es soledad

Más que ausencia

Así contemplan el cielo

Los sepultados

Cielo blanco de las prisiones

Cielo vedado de los ciegos

Negado a la memoria

IV

Como el ladrón decepcionado

Por la posesión del bien no suyo

Como el ávaro

Al que le fue robado su bien

La boca árida, miro

El vacío de tu partida.

V

Como se separan los pobres

sin odio ni amor

al final de una vida agotadora

nosotros podremos abandonarnos

ahora que la batalla se ha perdido

Volvamos a acumular la vida

no como el avaro

que deberá separarse de ella a la fuerza

como el niño

que por perseguir un pájaro

olvida su tesoro de piedras.

VI

Solamente contigo, extranjero,

Puedo hablar en mi lengua

Porque también tú vienes de lejos

Y hemos olvidado el nombre de la tierra

No es necesario, como cree la mayoría,

Decir palabras maravillosas:

También las más simples y usuales

Son palabras de amor

En el dialecto nativo

Lalla Romano




Las flautas inmaduras

I

Los campos estaban llenos de oro

las sombras de los árboles

se alargaban más y más

El oro palpitaba purpúreo

en la penumbra y se deslizaban

relámpagos de oro sobre las gavillas

II

También el aire está muerto

el cielo es como una piedra

Los pájaros ya no saben volar

se lanzan ciegos

desde el borde de los tejados

III

Breve es el estruendo que abate

el árbol en un mediodía de viento

Se afanan los hombres entorno

resuena feliz la hachuela

a golpes cortos

IV

Vida despojada, aire

polvo

de nieve, ávaro tropel

Se plantan los cascos vacilantes

sobre el desnudo asfalto. De las grupas humea

el esfuerzo de los caballos

V

En el ardiente silencio espeso de aire

pueblos secos por el sol del invierno

Entre ropas tendidas en bloques exaltados

montes frescos de cielo. Solitarios

pacen los rebaños un campo yerto

Lalla Romano




"Nos despedimos delante de la casa; pero poco después, al cruzar la Piazza Vecchia, allí estaba de nuevo; apostado bajo el último arco de los pórticos, en una columna.
Me incomodó; me preguntaba si no estaría un poco loco: porque era obvio que me esperaba a mí. Pero me saludó con su sonrisa de monstruo bondadoso y ya no sentí ningún temor.
Quería enseñarme, dijo, el antiguo Parco dei Conti.
Una oferta así, de pequeña, me hubiera llenado de alegría. Pero ahora aquel parque se ha convertido en los Jardines públicos. Donde estaba la torre con el reloj de sol han construido una escalera con dos rampas que lleva al jardín. El paseo de olmos enanos, desbrozado, podado, ya no oculta ni el sendero ni las estatuas, en aquel tiempo invisibles.
El lisiado no imagina, no intuye que no, «no» quiero visitar ese jardín que ya no es secreto.
Los nobles eran, para mí, seres de una especie más elegante, más extraña. Su vida apartada, sus mansiones enormes y oscuras los hacían «diferentes». Pero más que al mundo exterior, pertenecían a mi fantasía. Soñaba con ellos como se sueña con criaturas imaginarias, privadas de existencia real (o casi). Cuando el tío doctor declamaba: A sta ‘l barôn d’Onea / Per là ‘n t’un castel frust / So pare ven da Enea / Sua mare ven da August 19, yo me reía; para nada sufría por mis ídolos.
Sus personas, en realidad, no me impresionaban mucho. El conde Bolleris era feo; papá lo comparaba con un oso. Por lo demás, había sido el aniversario político del Dottore, el gran amigo de papá; aunque también era, en cierta manera, un enemigo. (Sólo el conde vivía en Ponte Stura; los demás venían en verano, como los turistas.)
En verano veía pasar en su carroza a la marquesa cuando se dirigía al Castello. Si estaba el marqués, caminaba a su lado, y la altura de él era tal que sus cabezas quedaban al mismo nivel. (La madre del conde era marquesa porque había vuelto a casarse: ¿no era extraño?) El marqués en la iglesia, los domingos, se quedaba siempre de pie, recto, severo. Tenía ante sí, en el banco, varios libros de misa apilados, en vez de uno. (Los demás hombres no sólo no tenían misales, sino que ni siquiera iban a misa. Ni siquiera papá, por entonces.)
Decían que la marquesa dominaba al marqués, le daba órdenes como a un criado. En una reunión del Comité le había ordenado delante de todos que sacara al perro a pasear. Yo escuchaba con avidez siempre que oía hablar de ellos. No es que aprobase las cosas que contaban, de hecho pensaba que la gente del pueblo no estaba en disposición de juzgarlos.
Se decía también que la marquesa era muy avara, que «contaba hasta los huevos» ¿Qué significaba aquello? Alguien añadió: «Como la madre de Leopardi». (Cuando supe que justo aquel marqués había escrito «en defensa de la madre de Leopardi», pensé que su intención había sido la de defender también a la marquesa.) A menudo, eran huéspedes de la marquesa dos nobles de España, que eran conocidas como «Las Españolas». Eran pequeñas y menudas, pero tenían la cabeza gorda y la cara varonil, morena y peluda: como si sobre sus pequeños cuerpos hubieran colocado unas cabezas equivocadas. Vestían de blanco y eso las hacía parecer aún más morenas. Yo me asombraba de su aspecto, porque pensaba que se refería a ellas la canción: E la spagnola sa amar cosí."

Lalla Romano
La penumbra que hemos atravesado 









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