Luis Romero

"Cuando oprime el timbre, el corazón le late apresuradamente, está demudada. De pronto ha surgido un episodio de su vida que hubiera deseado olvidar (que no hubiera sucedido, pero de esto último ni siquiera está muy segura; lo que fue, fue). Este episodio irrumpe en sus actuales problemas, y los complica, los extravía, los desenfoca. Está absolutamente segura de que quiere a Luis Camps y está dispuesta a unir su vida a la de él, aquí o allí, así o asá, pero nunca ha tenido el valor de confiarle este secreto, el único que guarda, y eso le atormenta y le da una horrible sensación de inestabilidad, de miedo. Sabe que se lo tiene que decir, pero no se atreve. Luis es un hombre tan íntegro y confía en ella tan ciegamente. Pero la historia ocurrió hace más de tres años, cuando no se conocían, cuando ella era una mujer expuesta a todos los temporales, cuando sólo un milagro permitió que se mantuviera dignamente en la soledad que su hogar representaba para su cuerpo y para su alma. La casualidad, como en esta tarde, hizo que se encontrara con el hombre que acababa de cruzar la calle para saludarla. No le había visto desde que en el año treinta y ocho su hermano mayor le llevó a la casa de San Sebastián donde la familia de Raquel vivía temporalmente. Era un compañero de guerra y les habían dado permiso juntos. Pasó unos días con ellos y Raquel, que era casi una niña, se impresionó vivamente ante aquel soldado gallardo, hermoso, del que su hermano explicaba admirables hazañas. Se encontraron una tarde cualquiera, cuando ella tenía rotas todas las esperanzas. Se dejó invitar. La llevó a unos lugares a los que nunca había ido; bebieron. Conoció un mundo enervador y apasionante. Sintió que la cabeza le daba vueltas y que unos ojos masculinos, feroces casi en su intensidad, la arrastraban a un torbellino del cual no tenía fuerzas para escapar. Lo demás fue la locura, jamás ha vuelto a sentir nada parecido. Aquella noche —que la noche siguió a la tarde— se dio cuenta de que la máxima exaltación de la vida se acerca peligrosamente a la muerte.
Hoy, otra vez se ha cruzado con este hombre, pero su situación es firme y definida. Por suerte, que no por precavida prudencia, ha resultado, al menos con ella, un caballero. Un instante, tal vez agitada por el agradecimiento a quien puede hacer mal y no lo hace, un eco lejano se ha despertado en las venas. Pero la conciencia ha trabajado dominando cualquier otro sentimiento y en las entrañas ha sentido el veneno voraz del secreto indebidamente guardado. Tiene que saber Luis toda la verdad, pase lo que pase. Y si le ha de hacer sufrir, es igual, que sufra; en el bien o en el mal han de estar unidos, y las faltas suyas, no sabe bien por qué norma de justicia es así, pero él también debe pagarlas."

Luis Romero
La noria



"De mis conclusiones personales deseo anticipar una: a ningún precio los españoles deben repetir un 18, 19 y 20 de julio por muy gloriosas que tirios y troyanos consideren esas fechas. A ningún precio, lo repito, la máquina de matar debe ponerse en marcha porque después no hay quien la detenga. Y para evitarlo, digo yo, que los dirigentes políticos deben esforzarse en que los enemigos no lleguen a serlo, y se queden en adversarios, y que éstos tienen que ser escuchados antes que el aullido de las armas impida oírlos."

Luis Romero
Tres días de julio



"El finado, entretanto, se ha ido apropiando poco a poco de lo de todos; tonto no lo ha sido, miraba para su casa y no para la de los demás. De jóvenes, andábamos siempre juntos. ¿Usted conoce, aunque sea de oídas, a la madre de Rosita la modista? Está imposibilitada, no sale a la calle; hace una eternidad que no la veo, como si se hubiera muerto, igual, o como si me hubiese muerto yo, que para el caso es lo mismo. En aquel tiempo era una real moza, alta, morena, bien plantada. El difunto gozaba de un paladar fino, hay que reconocérselo. La madre de Rosita tenía una íntima amiga de su misma edad, y… ¿para qué voy a contarle? No puedo decirle su nombre; la pobre murió, pero sus hijos viven y usted les conoce… Los cuatro éramos jóvenes; los sábados por la noche saltábamos por la parte de atrás de la casa y allá nos quedábamos hasta las tantas. Mucho nos reíamos entonces, que no hay nada comparable a la juventud, y ellas, las dos, eran alegres como cascabeles.
Se sirve una copa de agua y se la bebe a grandes sorbos. En las comisuras de los labios le blanquea la saliva. Los dedos son largos, nudosos, rematados por uñas descuidadas y sucias; profundos surcos corren entre las venas, azules e irregulares. Las solapas están manchadas de la ceniza que le cae de un cigarrillo apagado, que tan pronto lo tiene entre los labios, tan pronto lo coge con el pulgar y el índice izquierdo."

Luis Romero
El cacique















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