Manuel de la Revilla

"El poeta, con efecto, expresa una idea, manifiesta un sentimiento, y á veces canta un ideal. Siquiera su obra parezca puramente objetiva en ciertos casos, siquiera su personalidad se oculte entonces aparentemente detrás del asunto que canta, es lo cierto que en la composición poética hay siempre una idea que la informa y da carácter, y el examen del valor de esta idea ha de ser, por tanto, factor muy importante de la crítica. Lo que importa saber es si la idea, ó la forma, ó ambas á la vez, son las que dan valor á la producción, y si la expresión de la primera ó la concepción de la segunda constituyen el fin verdadero de la obra. ¿Se propone simplemente el poeta manifestar al exterior el fondo de su pensamiento, ó es otro el fin de su actividad? He aquí la cuestión primera que se debe plantear para resolver el problema que nos ocupa. Si lo primero, ¿qué representa la forma artística, qué importancia tiene? Si lo segundo, ¿basta dónde llegan el valor y la trascendencia de la idea?
Para los partidarios del arte docente la respuesta no es dudosa. El fin del arte es la expresión y representación del ideal. El poeta canta, no por el placer de cantar, sino por manifestar un trascendental y elevado pensamiento. Si cultiva la lírica, su objeto es (ó al menos debe ser) exponer y reflejar el estado de la conciencia de su siglo, representado en la suya propia; cantar elevados sentimientos y profundas ideas; plantear los más arduos problemas de la ciencia y de la vida, y hacer pensar, tanto como sentir, á los que le escuchan. Si es dramático ó novelista, cada una de sus obras ha de encerrar una gran enseñanza y entrañar la solución, ó el planteamiento al menos, de un importante problema, reflejando la vida de la sociedad en que el poeta se mueve y aleccionando a ésta con profundo sentido educador. Lo que en el arte vale, por tanto, es la idea, de la cual es la forma simple vestidura, y toda producción que no enseñe y que no sea útil, merece ser mirada con menosprecio y considerada como fútil entretenimiento que a nada conduce."

Manuel de la Revilla y Moreno
La tendencia docente en la literatura contemporánea




"La poesía es hoy, además, eminentemente naturalista y humana, y en alto grado realista. En el teatro, en la novela, en la lírica, la realidad es la fuente en que se inspira, y dentro de ella sólo busca lo que es natural y humano. Lo maravilloso, lo fantástico, lo ficticio no interesan, y únicamente se aceptan si las formas en que se presentan son inmejorables. La lírica artificiosa ó pueril, falta de sinceridad y sentimiento, no obtiene aplauso que no sea efímero, como tampoco la que todo lo fía a la pompa del lenguaje, y en cambio produce honda impresión el canto en que vibra poderosamente el alma del poeta ó se reflejan sentimientos comunes á todos los hombres. Hoy no se tolerarían los trovadores provenzales, los imitadores de Petrarca, los poetas cortesanos de los tiempos de Luis XIV, ni los glaciales académicos de nuestro Parnaso del siglo XVIII. En cambio arrebatan el varonil acento de Núñez de Arce, la melancolía y profunda dolora de Campoamor, y la sentida vibración del alma de Bécquer, y arranca explosiones de entusiasmo al épico canto que en versos de titán dirige al ideal futuro Víctor Hugo."

Manuel de la Revilla
El naturalismo en el arte




Principios a que debe obedecer la crítica literaria para influir provechosamente en la educación del gusto y del desarrollo del arte

Señores:

Si el debate que voy a tener el honor de resumir hubiérase podido sostener con aquella amplitud que no permitía la época avanzada en que se le dio comienzo, habría sido de los más importantes de cuantos han tenido lugar en este sitio, puesto que bajo la modesta forma en que se ostenta, encierra en rigor casi todas las cuestiones fundamentales de la Estética literaria. Con efecto, preguntar a qué principios debe obedecer la crítica literaria para ejercer influencia legítima y provechosa en la educación del gusto y en el mejor desarrollo y fundamento del arte, equivale a plantear todos los problemas estéticos, es decir, todas las cuestiones o principios que en Estética han de ser, sin duda, la regla a que obedezca de lleno el arte para cumplir su misión. De suerte, que de haber discutido este tema con toda la extensión necesaria, hubiera valido tanto como exponer un curso completo de Filosofía, de Literatura y de Estética, y en tal caso habría venido a ser este debate el resumen de todas las cuestiones que se pueden tratar en la sección de Literatura. No ha sido así, por fortuna; y digo por fortuna, bajo un punto de vista egoísta y personal; porque si yo hubiera tenido que resumir en esta noche un debate en que se hubiesen tratado tantas materias, por efecto de la temperatura a que nos encontramos creo que no os quedaría Presidente de esta Sección para mucho tiempo. De los puntos capitales del debate, que eran tres, puede decirse que no ha sido tratado más que uno por los distintos oradores que en él han tomado parte. Yo entiendo que, tal como estaba formulado el tema, debió comenzarse por dar un concepto completo de cuál sea la crítica actual, sus caracteres actuales y las condiciones actuales también a que la crítica debe ceñirse y que han seguido los sabios maestros; los principios, cánones y leyes a que el crítico debe someterse para poder ejercer influencia legítima en el arte, y como corolario de esta última cuestión, debía venir la de averiguar si efectivamente existe esta influencia de la crítica, y caso de existir, si es legítima y provechosa, o si, por el contrario, es perjudicial.

Todos recordaréis, si tenéis en vuestra memoria el debate habido aquí, que los distintos oradores que en él han tomado parte, sólo leves indicaciones, y como de pasada, han hecho en su mayoría sobre este punto capital: "qué principios deben regir en la crítica". De la crítica se ha dado concepto por todos, aunque no completo. La cuestión principal, la que más se ha discutido y que más ha entretenido, quizá porque era aquella que mejor campo daba a la polémica y en la que más se podían encontrar intereses opuestos, ha sido la de si la crítica ejerce o no influencia en el progreso del arte literario y en la educación del gusto.

Soy poco amigo de prevalerme de la impunidad que presta este sitio para hacer una especie de disección de los discursos pronunciados y el juicio de los oradores que han tomado parte en esta discusión; no me considero autorizado para ello, ni lo estimo pertinente, y temo mucho los peligros que lleva consigo, porque es harto sabido que la función del crítico es siempre penosa, y obligado a ejercerla, es mucho más, pues ora se tome el camino de repartir el aplauso a diestro y siniestro, ora por el contrario se prefiera distribuir la censura con generosidad, nunca quedan satisfechos los que han sido objeto de la crítica; que el Rey jamás cree que es bastante alabado, ni el censurado reconoce la justicia é imparcialidad de la censura. (Muy bien, muy bien) Por ello pues, más bien que fijarme en los discursos para analizarlos y juzgarlos, seguiré un camino adoptado con éxito por otros varios Presidentes de esta Sección; que es el de señalar las escuelas y tendencias que se han pronunciado en el debate, sin entrar en el detalle de los distintos discursos que han representado estas tendencias.

De tal manera se enlazan todas las cosas de nuestra vida, y de tal manera las opiniones y el modo general de pensar se extiende a todos los órdenes del conocimiento humano, que no os causará maravilla que diga que en estos problemas, tan ajenos por completo a la vida política, se han dibujado, sin embargo, un campo conservador, un campo radical, y un campo que yo llamaría intermedio.

Si me preguntáis ahora por el resultado de la discusión, os diré, procediendo con la franqueza de que siempre he hecho gala, que ha tenido el resultado de todas las discusiones: cada uno se ha quedado con la idea que tenía antes de venir aquí, y si algunos han aprovechado habrán sido los pocos neutrales que han concurrido a esta Sección sin partido adoptado de antemano. No ha habido en realidad muchas concepciones comunes; han sido por regla general tan extremos los puntos en que se han colocado los distintos oradores, que no ha sido posible la avenencia, y por lo tanto el problema ha quedado sin resolver, la mitad lo menos de la cuestión sin plantear, y no es posible deducir qué enseñanza y consecuencias se desprenden del debate que acaba de terminar, por tal concepto mucho más laborioso y mucho más discutido, que fecundo, práctico y eficaz. Pensando yo si acaso se debería esto al afán que tenemos de buscar el efecto oratorio antes que otra cosa, y de acordarnos que somos españoles y por ende gente de mucha fantasía y de fácil palabra, traigo aquí cierto propósito de hacer un discurso muy pesado, muy fastidioso y muy presumido de literato, para tratar la cuestión con la bondad y templanza con que debe serlo toda esta clase de cuestiones; y si bien no daré la solución, porque no tengo tantas pretensiones para ello, por lo menos presumo que quizás contribuya a aclarar algún tanto las cuestiones que el tema envuelve, y a dar con esto ocasión para que cada cual piense sobre ello lo que tenga por conveniente, y llegue a resolverlo con su propia voluntad. Procediendo en tal sentido con el método expuesto anteriormente, comienzo por intentar responder a estas preguntas: ¿Qué es la crítica? ¿Cuáles son sus condiciones? ¿Cuáles sus caracteres?

No me he de detener a probaros el vínculo estrecho que une esta pregunta: ¿qué es crítica?, con esta otra: ¿qué es el gusto?; cuestión previa y preliminar sin cuya resolución no es posible se resuelvan las que nos proponemos. Conforme con esto, creo yo que debo empezar por definir el gusto; y como quiera que no estamos en una verdadera cátedra, ni procede el método riguroso y analítico que en la enseñanza se emplea, ateniéndome a una definición corriente y por todos aceptada, porque no he visto que se pusiera en duda por ninguno siquiera de los señores que han tomado parte en la discusión, creo que debo definir el gusto diciendo que es: la facultad o don que tiene el hombre de apreciar, de sentir y de juzgar, por tanto, la belleza. Pero con decir que el gusto es la facultad de apreciar, sentir y juzgar lo bello, no nos hemos dado cuenta todavía de lo que es el gusto, mientras no examinemos los elementos que en él entran. Surge aquí la necesidad y aun conveniencia de llamar la atención, de estudiar lo que puede haber de fisiológico en esta materia. Yo entiendo que, sin pecar del horrendo crimen de materialismo que tantas veces se imputa a muchos con intenciones abominables, se puede sostener que el gusto tiene una parte que pudiéramos llamar psicológica, y otra que podríamos nombrar fisiológica; y como la belleza es natural y artística, y por mucho que pretendamos analizarla no causa impresión en el hombre, ni en él despierta emoción alguna, ni por él es percibida sino llegando a través de los sentidos, claro es que la organización ha de ser o de residir de una manera particular. Es indudable, y es un hecho de experiencia que todos conocemos y nadie pone en duda, que unos tienen oído músico y otros no le tienen, que unos saben apreciar en el conjunto de una orquesta los distintos instrumentos de que se compone, y otros no los distinguen, que unos aprecian hasta los menores detalles, y otros sólo comprenden el conjunto. Otro tanto sucede con el sentido de la vista, especialmente en las artes plásticas. Y, por tanto, las variaciones del gusto, que es la cuestión capital que siempre se ofrece en la crítica, no sólo consisten en variaciones de educación, como muchos entienden, sino también en variaciones fisiológicas, psicológicas, en su modo de ser de nuestra organización sensitiva, lo cual ya es una primera dificultad para los que pretenden probar, a mi ver sin éxito, que se encuentra un criterio absoluto de gusto, que se impone a todos los hombres, desprovisto de toda razón y toda cultura. Lo cual además nos explica, si combinamos este punto de vista fisiológico-psicológico que reconocemos en el modo de ser de esta organización del gusto, que tanto varía de hombre a hombre por causas desconocidas para nosotros, pero relacionadas con el fisiológico de nuestro ser, es indudable que esto nos indica que en el gusto hay un elemento fuerte y poderosamente objetivo, tanto como subjetivo. Es decir, que al hablar del gusto, y al hablar, como es consecuencia, de la crítica, porque si se sabe lo que es el gusto, se sabe lo que es la crítica, nos encontramos con la inmensa dificultad que siempre nos sale al paso: saber cuando juzgamos qué pone el objeto que se juzga y qué ponemos nosotros.

Yo tengo para mí, repitiendo doctrinas expuestas en la discusión del presente tema, que en esto que llamamos emoción estética, y a que damos el nombre de belleza, si algo hay que puede llamarse objetivo, es mucho más lo subjetivo; y en el fenómeno complejo que llamamos percepción y contemplación de la belleza, el objeto exterior pone algo, pero nosotros ponemos doble.

Aparte de las variaciones del gusto, que explican las variaciones físicas de cada cual; aparte de las variaciones que nacen del temperamento, predominio de tal o cual facultad, de la inteligencia, de la fantasía, de la voluntad, etc., sabemos todos, por una triste experiencia, que el sentimiento, el interés que nos mueve, las tendencias de nuestro modo de ser orgánico, la educación, la diferencia de edad, de sexo, nuestras opiniones políticas y religiosas, y hasta la moda, todo influye de tal manera en el gusto que no es mucho decir que el gusto es lo más variable y subjetivo que encontramos. Esto está reconocido hasta en el adagio vulgar que afirma no hay disputa sobre gusto, y que de gustos no hay nada escrito; lo cual no impide que sobre él se dispute y se escriba, porque cada uno cree que el suyo es el mejor, y que el de los demás no puede nacer sino de la ignorancia o falta de cultura. Admitido esto, surge una dificultad para los que creen que la crítica no es otra cosa que la simple manifestación del gusto, porque si éste nace de la sensibilidad, que es subjetiva y variable de individuo a individuo, y cambia por las condiciones, desde el carácter hasta la moda, ¿qué base puede determinarlo? ¿Qué criterio puede formar el gusto para juzgar acerca de lo bello y de sus manifestaciones para erigirse en principio? Si tal fuera, habría que dar la razón a aquellos que dicen que el gusto del público es lo único que importa, y habría que proclamar que es cierto el criterio expuesto por Lope de Vega en su Arte de hacer comedias.

Por fortuna, yo creo que se comete un grave error de inteligencia confundiendo el gusto estético con el juicio crítico, el gusto que se tiene de lo bello con el juicio que se forma de lo bello. Y tanto es así, tanta y tan profunda es la diferencia en este punto entre el juicio intelectual y el sentimiento de lo bello, que a cada paso la experiencia indica que el juicio de un objeto que nos gusta puede estar en absoluta contradicción o divergencia. Nada más frecuente que afirmar de un objeto que es bello, y declarar a renglón seguido que no nos gusta; y por el contrario, afirmar que un objeto es feo y declarar que nos gusta. Hay en el gusto algo de personal, algo de simpatía, algo de adhesión que no se razona y que no tiene nada que ver con el juicio que damos. Así que el gusto es indudablemente un elemento de la crítica, pero no es el único, sino que al lado de ese elemento, que nace de todas las referidas causas, de todo ese conjunto que determina su tendencia, hay un elemento mucho más constante y permanente, que es en el que debemos apoyarnos, que nacen del ejercicio sereno y metódico de la inteligencia y del juicio de lo bello. Y este elemento, unido al otro, forman, a mi entender, la base, el fundamento lógico de la crítica; o lo que es igual, que para elevar el gusto a la categoría de base de la crítica, es necesario que el gusto se funde en principios que asciendan, desde la esfera relativamente inferior del sentimiento, a la esfera relativamente superior de la inteligencia. De donde se infiere que para ser crítico y ejercer las funciones de tal, no basta sólo, como muchos creen, tener gusto, porque éste, por delicado, por exquisito y por perfecto que sea, puede estar fundado por puntos de vista de afecciones personales, sino que es necesario poseer un conjunto de principios a la luz de los cuales se dé el fallo respecto al objeto con independencia del gusto; o lo que es igual, no será buen crítico aquel que diga que una cosa es bella por que a él le gustó, sino el que declara que le gusta porque es bella, o que la obra no le gusta, pero sin embargo la tiene como bella, y así lo reconoce, porque no confunde sus afecciones personales con el juicio sereno y científico que ha formado por el estudio de las condiciones de la obra, comparada con las condiciones generales que la crítica exige.

Yo de mí sé decir, fundado en la experiencia personal de haber ejercido, por mal de mis pecados, el oficio de crítico que a nadie envidio y que a cualquiera regalaría, que son repetidas las ocasiones en que he aplaudido una obra que no me gustaba, porque comprendía que estaba conforme con lo que podía exigirse; y otras en que he censurado una obra que me ha gustado, pero que me ha gustado sin razón, por un capricho de mi gusto personal.

De suerte que la crítica requiere, además del sentimiento estético del gusto, un conjunto de principios con arreglo a los cuales se ha de juzgar si las producciones artísticas convienen o no con lo que debe exigirse.

Y aquí viene una cuestión de trascendencia que nos vuelve otra vez al tema, que es ésta. ¿Cómo se forman estos principios? ¿Cómo se descubren estas leyes? ¿Cómo se forma la estética literaria, o sea ese conjunto de principios que constituye el Código del crítico, en virtud del cual la aplica a su fallo? Y aquí nos encontramos enfrente de los que niegan toda regla y todo precepto, y enfrente también de los que los afirman sin conocer en qué consisten ni de dónde se derivan.

Yo debo declarar sobre esto, que estoy tan distante de los que creen que el arte no debe someterse a reglas, principios ni leyes, sino que es fruto libre y vaporoso de la imaginación ardiente que por una intuición mágica y misteriosa saca de su propio fondo esas portentosas creaciones, como de los que entienden que hay un conjunto de preceptos inviolables y al cual es necesario que se someta el artista, y llegan hasta los más minuciosos detalles en materia de arte. Ni quiero nada con estos revolucionarios de nuevo cuño que quieren destruir las reglas probablemente porque les estorban para escribir sus disparates, ni quiero nada con estos conservadores a la antigua usanza, que entienden que todo lo que no preceptuaron Aristóteles, Horacio, Boileau o Moratín es el absurdo dentro del arte.

El error consiste en que ni unos ni otros entienden la cuestión que traen entre manos. Un preceptista enragé, montado a la antigua, parte del principio absurdo, que no debe ya sostenerse en ninguna parte, que en el arte las reglas se desprenden de la imitación y estudio de los modelos, y que una vez averiguado minuciosamente lo que hicieron Homero en el poema, Sófocles en la tragedia, Terencio en la comedia, y Horacio en la oda, ha concluido todo estudio de la estética; todo está ya dicho y nada más fácil que hacerse crítico y poeta.

Esta doctrina todos sabéis que ha sido moneda corriente hasta principios de este siglo, y que todavía, fuerza es confesarlo, más o menos disimulada por cierta vergüenza que asalta a sus defensores, sigue siendo el fondo y base de la mayor parte de la preceptiva y retórica de la enseñanza oficial, y constituye el substratum de lo que yo me permito llamar literatura académica. Y sin embargo de todo este conjunto de reglas y preceptos minuciosos que no tienen más fundamento que el dicho de los antiguos o la imitación de los modelos, se niega todo progreso del arte y se afirma el principio de que la antigüedad progresó de una vez para siempre y que no hay más que imitarla. Esta doctrina singular es la negación completa de los sanos principios de la crítica, porque sienta el grave absurdo de que los preceptos no se deducen del examen de la naturaleza, sino que se deducen del estudio, de la imitación de los primeros que trataron del arte.

No debe el artífice moderno imitar los muebles que usaban los Griegos y Romanos, ni tampoco el músico componer óperas sobre la base de la música griega, ni nadie tampoco ha de exigir por ejemplo, al escultor que imite la cité olímpica y pinte las figuras sin ojos y sin brazos, de modo que resulten figuras monstruosas, o que las vista con trajes modernos, de la misma manera que los moros que conocemos de levita se visten con trajes más o menos talares; todo esto nada dice ni representa a nuestros ojos, y, sin embargo, se repite con una monotonía desesperante, no sabiéndose todavía cómo ni cuándo se sustituirá la doctrina que prevalece en las artes plásticas, tanto en los maestros de la antigüedad como en los de hoy, puesto que en pleno siglo XIX, si vais a ver una clase de pintura o escultura, observaréis que contra lo que exige el estado de nuestras costumbres, que quieren ver reproducido algo real y vivo que todos sentimos y que todos conocemos, se manda a los jóvenes aspirantes pintar la batalla de las Termópilas o el triunfo de Alejandro Magno, que no nos importa absolutamente nada y que no sirve para ningún objeto. (Muy bien, muy bien.) Pero como yo tengo la desgracia o la fortuna de estar siempre fuera de todos los extremos, y digo que es gran desgracia porque el que en tal situación se encuentra siempre está recibiendo descargas por derecha y por izquierda (Risas), si no estoy conforme con esa conservaduría literaria y artística, menos lo estoy con la demagogia que se levanta.

Eso de que el genio es una especie de creación espontánea de la naturaleza y que sale dotada de toda clase de perfecciones y cualidades, a la manera que brotó Minerva de la cabeza de Júpiter, que ninguna regla necesita aprender, que ningún estudio necesita hacer, sino que le basta con esa fantástica cualidad que se llama inspiración, que ninguno define ni puede, y que crea todo lo que ve en la práctica sin regla alguna, y que cuando dice un absurdo se dice que es un rasgo sublime del genio, y que cuando dice lo que no entiende se le admira y se dice también que es una sublime inspiración del genio, que tan pronto desciende a los profundos abismos, como se eleva a las más altas montañas, y que cuando falta a todas las reglas de la gramática se le llama pedante; pues todo esto me hace a mí el mismo efecto que si cualquiera se levantase a afirmar, por ejemplo, que todos los hombres tienen una voluntad que representa en el orden de la moral lo que representa en el orden de la libertad artística el genio, y que la voluntad es libre de suyo, no debe someterse a reglas y puede hacer lo que bien le plazca, lo cual es extensivo también a todos los órdenes de la vida. Yo no soy de los que creen que el genio es una especie de milagro, esto es, que el genio es un hombre de Dios, como por ahí se dice, con lo cual parece que se dice mucho y no se dice nada, porque si hay un Dios creador de los hombres, todos me parece que somos hijos de Dios; que es delegación portentosa de la naturaleza, que es un prodigio, que es una máxima, etc., eso no dice nada: esta es una máxima, y el siglo XIX está muy cansado de máximas y le gusta que le expliquen las cosas natural y razonablemente. El genio no es más ni menos que una personalidad de carácter extraordinario y excepcional, en la cual, probablemente por virtud de su organización física, se encuentran extraordinariamente desarrolladas ciertas actividades psicológicas, singularmente la fantasía y el sentimiento, y que, por lo tanto, tiene el don especial de ver de una manera distinta de como ven los demás hombres y de expresarlas también de una manera diferente (no me refiero al genio político ni religioso) por un cierto poder sintético, es decir, que procede de una de las muchas fases, que quiere que aparezca todo en una sola y viva imagen de todas sus obras en vez de aparecer este producto laborioso de un espíritu lento, resuelto como de un solo golpe y de una sola vez. Esta acción enérgica de creación del genio más poderoso y grande; esta fuerza de unidad de la síntesis, de la actividad del creador, porque el genio, a medida que produce más, descubre más combinaciones de formas y clases que otro cualquiera, son quizás de condiciones distintas; pero nada de esto supone otra cosa que un desenvolvimiento extraordinario de facultades físicas y de actividades nerviosas del sistema cerebral, tan extraordinarias y grandes, que muchos han sostenido que el genio es una forma de la locura, o, por lo menos, que es el medio más seguro de llegar a ella. No creo en el milagro ni en la posibilidad del hombre de Dios; pero aun siendo así, todo esto no dispensa al genio ni de educarse ni de someterse a ciertas reglas. ¿Ha habido alguno que haya sostenido, por ejemplo, que el genio matemático para hacer un puente o un ferrocarril no necesita seguir la carrera de ingeniero, ni aprender matemáticas en la escuela, ni saber cómo se construyen los puentes o ferrocarriles, sino que por una intuición maravillosa construye un puente o un ferrocarril? Pues estoy seguro, segurísimo, que antes de dos días vendría abajo con todos los que por él pasaran, si era debida su construcción únicamente a la inspiración del autor. ¿Ha habido alguno que cree que Alejandro Magno, Julio César, Napoleón Bonaparte, no necesitaron estudiar estrategia y que nacieron ya consumados generales? ¿Ha habido alguna esfera de la vida en que no sea necesaria la educación, ni la regla, ni la ley para producir cosas buenas? No; pues, sin embargo, el arte es superior a esto, porque no necesita aprender ni retórica, ni poética, ni estética, ni literatura, ni nada: desde que el genio nace, por una especie de poder mágico, desde aquel día hace grandes cosas sin necesidad de reglas ni de leyes.

Yo me permito decir, porque es una observación vulgar y modesta, que no creo que haya fuerza genial, ni intuición poderosa, ni erudición sublime que le enseñe a un genio a hacer un verso de ocho sílabas sin contarlas y sin que sepa medir y sin que se le enseñe una multitud de cosas y de reglas que no nacen con el genio ni pueden nacer y que son necesarias en todas las artes. El mejor pintor, que supusiera que podía crear sin necesidad de reglas, ¿lo conseguiría? No; necesitará que le enseñen el dibujo, la perspectiva, el colorido y el claro-oscuro: si no se los enseñan, si se fía únicamente de su inspiración, pintará cosas muy geniales, pero serán abanicos chinos y nunca cuadros. Si tal fuera, si fuese cierto que sin estudios y sin reglas se llegase a ejercer la fantasía y excitar el sentimiento en el espectador de cualquiera obra de arte, ¡cuántos genios habría en el mundo! ¡Cuántos hombres existen de gran fantasía y de gran sentimiento, y que sin embargo no saben traducirle en forma artística, porque les faltan los conocimientos necesarios para producirla, de la misma manera que el ciego o el manco, los cuales pueden imaginarse grandes cosas, hermosos cuadros dentro de su fantasía, pero como el ciego no puede ver ni el manco puede manejar un pincel, no pueden pintar aquellas grandezas! Pues lo mismo sucede al genio que sin reglas ni conocimientos técnicos podrá dedicarse al arte con grandes probabilidades, por no decir seguridad, de quedar muy mal en el desempeño de su cometido.

Respecto a las reglas y preceptos, lo único que puede decirse es que hay dos clases de reglas y preceptos: la regla técnica que enseña a manejar los materiales sensibles, los detalles de la ejecución, el procedimiento industrial y mecánico que todo arte tiene, la regla que enseña a manejar los colores y los pinceles, la regla que lleva a producir la perspectiva y los claros-oscuros, la regla que enseña a manejar el cincel en la escultura, que se llama la teoría general de la composición, la de la armonía y del contrapunto en la música; la regla que enseña el manejo del lenguaje, las figuras gramaticales, las elegancias de dicción, el arte métrico en la literatura. Pero existe además otra cosa que no son reglas, que no se aprende, pero son sin embargo leyes que hay que cumplir aunque no se adquieran a manera de preceptos, aquellas leyes que deben presidir a la obra para que cumpla el fin a que está destinada. Las leyes no son otra cosa más que la expresión que forma la naturaleza, y la naturaleza misma de lo que se va a realizar en la vida. Un drama, por ejemplo, para producir la emoción estética y el efecto que apetece el autor es menester que tenga ciertas condiciones, a saber, que el argumento sea verosímil, que los caracteres sean reales y bien sostenidos, verdaderos y posibles, que la acción sea interesante, conmovedora etc.: todo el mundo sabe esto; son principios fundamentales que rigen el drama, que no nacen de que los inventara Horacio ni los practicara Sófocles, sino de la naturaleza misma del drama, porque no se concibe la existencia de los dramas sin inspirarse y tener por base la misma naturaleza. Los retóricos creen que todo esto se enseña y se aprende; los retóricos creen que con dar una regla resuelven cómo se hace un drama interesante; pero los que no somos retóricos ni tampoco revolucionarios, sabemos que estas leyes debe declararlas y escribirlas la ciencia estética para su aplicación, y que debe hacerse con ellas un verdadero código literario que señale los límites en que han de encerrarse las condiciones que debe reunir toda obra literaria para cumplir el fin a que está destinada, y que a estas condiciones debe someterse el autor, porque nacen en primer lugar de su propio genio que las descubre y adivina: en segundo lugar creen que con leer los libros se adquiere la experiencia, la práctica y el ejercicio que se adquiere en el estudio constante no sólo de los modelos que deben estudiarse sino en el estudio de la naturaleza, y sobre todo, en el de los objetos. Así, pues, es indudable que poniéndonos a igual distancia de los de un campo y de los de otro, podemos y debemos afirmar que la crítica es el resultado de la unión de dos cosas: el conocimiento de las leyes y principios fundamentales a que deben someterse todas las manifestaciones del arte y aquí en particular del arte literario, y el gusto o clara y exquisita percepción de la belleza; y combinados ambos dan al crítico el derecho de poder fijar y apreciar con la exactitud posible las cosas humanas y las obras sometidas a su fallo para determinar las bellezas y defectos que estas obras contienen.

Y esto nos lleva como por la mano a plantear una cuestión que también se ha tratado con alguna extensión en los discursos que se han pronunciado aquí. Pocas diferencias ha habido en esto entre los distintos oradores. Son tan claras y tan evidentes las condiciones que se necesitan para ser crítico, que apenas cabe discutirlas. El crítico necesita ciencia, necesita conocer la materia que trae entre manos, y necesita ante todo y además, para juzgar con justicia é imparcialidad la obra de que va a ser juez, porque el crítico en realidad no es más que un juez, necesita ante todo tener conocimiento de las leyes que va a aplicar. Es también necesario, no sólo gusto, sino el buen gusto, y este buen gusto que siempre penderá de las condiciones subjetivas y personales del crítico; é ilusión constante humana será pensar que el crítico puede desprenderse de su personalidad en absoluto. El crítico, para llegar a ser bueno, no tiene más que dos caminos: el ejercicio constante de la facultad de percibir la belleza y de practicarla, por una parte, y por otra el estudio constante de la realidad y el de los buenos modelos é imágenes. No se crea que el crítico se forma, como se suele entender vulgarmente, estudiando los tratados de estética y poética de los grandes poetas y oradores de la antigüedad, no; así sólo se forman eruditos doctos, críticos nunca. El crítico necesita, tanto como el poeta, don de la naturaleza, sentimiento artístico, amor a lo bello, gusto; y si no tiene esto, por grande que sea su erudición y su ciencia, será un crítico como Hermosilla, pero no será un buen crítico. Tampoco se forma estudiando sólo los grandes modelos y leyendo los autores, no; se forma, ante todo, estudiando y observando detenida y atentamente las materias a que se refiere la obra que se va a juzgar. ¿Qué criterio se puede formar acerca de la dramática, conociendo y estudiando todas las obras desde Aristóteles hasta los trabajos de Schlegel, si no se tiene ningún conocimiento de esa misma naturaleza y vida humana que se representa en el teatro? ¿Cómo se podrá juzgar de la poesía lírica ni de la épica, si no se tiene el conocimiento de la naturaleza a que se refieren? ¿Cómo va a juzgar el crítico de la poesía sin conocer el corazón humano? ¿Cómo voy a juzgar yo una cosa que no conozco? De nada me servirían todas las críticas y las retóricas si no tengo amor a lo bello; si no tengo conocimiento de lo bello, el sentimiento de la belleza y el amor al arte, sin lo cual no hay crítica posible. Por eso la crítica no es ni puede ser el juicio severo, descarnado, desnudo, como el que forman el juez o el magistrado: no. O no es critica, o hay en ella algo de pasión, de vehemencia, de calor, de energía; por eso puede ser y es una producción literaria.

Y esto me lleva a otra cuestión del tema. La imparcialidad de la crítica.

Es menester fijarse mucho en esto. A fuerza de ser exigentes en esto, se ha llegado a decir que la critica es parcial, y se insiste en esto porque es sin duda el arma que tienen los malos autores para defenderse de ella, y se insiste en decir que la crítica es parcial. Es menester saber cómo se entiende esto. Muchos entienden que la imparcialidad del crítico consiste en que éste sea un hombre sin pasiones, sin ideas preconcebidas ni propias, sin opiniones, sin afecciones, sin doctrina y aun sin sistema. Es decir, una abstracción, un imposible, una monstruosidad que no existe. Esto no es la imparcialidad. Si hay algún ideal absurdo, es sin duda el ideal del crítico tal como nos lo presentan estos autores.

Que el crítico no ha de tener pasión por nada, que no ha de acalorarse por nada, que no ha de tener ni aun ciencia propia, que no ha de ceder ante ningún interés, que ha de ser completamente indiferente a todo lo que no sea la obra considerada como una entidad abstracta. Pues bien; ni esa obra existe, ni ese crítico tampoco, ni el juicio que formase sería un verdadero juicio.

Por de pronto, si el crítico no tiene o no debe o tener principios, ¿en nombre de qué juzga? Y si tiene principios y tiene un sistema que responde a esos principios, ¿cómo los aplica? ¿Es que hay en esta materia de arte algo tan absoluto, tan exacto, tan evidente como en matemáticas, o como en cierto modo en la vida jurídica, en que hay un conjunto de principios y de hechos axiomáticos? No. En el arte no hemos llegado a la unanimidad. En el arte hay escuelas, hay sistemas, hay partidos, y el crítico tiene que pertenecer a uno de ellos. ¿No? Pues entonces será escéptico, ateo en crítica, en arte, en literatura. Y si lo es, ¿á nombre de qué juzgará? ¿A nombre de su gusto? Pues nos tiene sin cuidado su opinión particular, si no obedece más que a su gusto.

Lo que hay es que el crítico imparcial, en el buen sentido de la palabra, tiene un sistema, tiene su escuela, su doctrina; pero la justicia por una parte y su buen gusto por la otra, le impiden censurar aquellas obras que, siendo positivamente bellas, no encajan en los principios de su sistema.

Si yo soy realista, y declaro que lo soy, y que como cuestión de gusto subjetivo confieso que no puedo sufrir un drama romántico; si dejándome guiar por este gusto voy al teatro y veo un drama romántico, y aunque reconozca su belleza, digo que es malo porque es romántico, no soy buen crítico; pero si declaro, contra mi opinión, contra mi gusto, que, admitido el género, dentro de él la obra es bella, entonces lo que ha resultado es la imparcialidad.

¡Que no tenga pasión el crítico! ¿Pues hay juicio posible sin pasión? Pues qué, ¿no tiene pasión el juez, sentado en el tribunal, por la justicia que defiende? ¿Pues cómo no ha de tener pasión el crítico por la belleza, por el arte, cómo ha de hablar con frialdad, con indiferencia de una obra mala, que es un atentado cometido contra el arte, como lo es todo hecho penable ante el juez o el magistrado?

La imparcialidad no quiere decir otra cosa sino que el crítico, antes de dar su fallo, ha de procurar reducir a sus justos límites esas influencias y hacer que prevalezcan, sobre sus principios y sus afecciones personales, los principios fundamentales que constituyen la base de su crítica. Cuando el crítico juzga, ha de procurar, como antes he dicho, que el sistema, que la preocupación no influya en la crítica hasta llegar a la injusticia; ha de procurar que sus afecciones personales no determinen su juicio, y que si su gusto está en contradicción con los principios, sacrifique su gusto a la justicia, y que ninguna simpatía, ningún interés personal, ni odio de partido, ni consideración alguna ajena al interés del arte, intervengan en el juicio. No ha de ser como esos críticos, muchos y abundantes, sobre todo en nuestro tiempo, en los cuales influye para determinar el juicio la opinión política o religiosa, o la simpatía, ú otra consideración semejante para emitirlo. No. Nada de esto es la imparcialidad de la crítica. Esto es desacreditar, desprestigiar la crítica. El crítico tiene que desprenderse de los intereses que sean ajenos al interés del arte; lo demás es una abstracción imposible y una exigencia que no puede admitirse.

Todos los que se han ocupado de la cuestión, todos han convenido en estas condiciones del crítico; pero se presenta esta nueva cuestión: ¿será mejor crítico el que sólo es tal, o el que además es creador, productor, artista, en una palabra? ¿Es cierto, como se pretende, que la primera condición del crítico es que sea capaz de hacer aquello que juzga, y que al crítico literario hay que aplicarle la frase vulgar de que las lecciones deben darse a la cabeza del toro?

En primer lugar, en tesis general, si se sienta que para juzgar de una obra es necesario que el que juzga sea capaz de hacerla, la consecuencia lógica sería que casi ningún hombre puede juzgar de nada, porque no se cree capaz de hacerlo; y, sin embargo, la experiencia nos dice que todos juzgamos, y juzgamos con acierto de muchas cosas que no podemos hacer. Pocos habrá entre nosotros que sean capaces de hacer esta sala; y sin embargo, todos somos capaces de declarar que es muy fea, que en ella se oye muy mal, y que no tiene condiciones artísticas de ningún género. Todos los días damos juicios acerca de muchas cosas respecto de las cuales no somos capaces de hacerlas.

Si para juzgar de una cosa fuera necesario hacerla; si nadie pudiera juzgar de lo que no ha hecho, el juicio sería imposible en la mayor parte de los casos. Esto es una de esas cosas de sentido común, que no admite discusión.

Hasta ahora se ha solido pensar en psicología que las facultades del espíritu caminan armónicamente, o por lo menos que el ideal es que se armonicen y desarrollen en unión y compás; pero hoy la ciencia se inclina más bien a afirmar, y no sólo lo dice la ciencia, sino que lo afirma la experiencia, que la influencia de una de las facultades del espíritu se desarrolla a expensas de las demás, como sucede en el organismo humano. Así como los temperamentos sanguíneo, linfático, nervioso, etc., suelen estar siempre en relación inversa los unos de los otros, lo mismo sucede en las facultades del espíritu. El que tiene mucha fantasía, no es reflexivo; el que tiene mucho corazón, no suele estar dotado de gran talento. Las mujeres, que son los seres de más corazón y más fantasía, son los seres de menos inteligencia: los hombres, que las aventajamos en ciencia, en sabiduría, inteligencia, claridad y penetración, nos juzgamos inferiores en las delicadezas, en los detalles de sensibilidad. Pues bien; aplicado esto a las facultades que pueden referirse al arte, resulta que, por punto general, las facultades creadoras, intuitivas, que son por su naturaleza sintéticas, se desarrollan en razón inversa de las facultades reflexivas, discursivas, analíticas. El que tiene gran poder para exponer, para ver en conjunto una cosa, para adivinar con rapidez lo que ante él se presenta, y este es el temperamento del artista, tiene menos aptitud para el análisis, para el detalle, para la menudencia, que es el temperamento del crítico. Lo sintético está en contradicción con lo analítico, lo imaginativo con lo reflexivo, las facultades creadoras del espíritu en contradicción con las facultades reflexivas.

Y esto responde a una ley que, en economía política, en biología y en psicología, recibe una completa confirmación: la ley de la división del trabajo. ¿Qué duda tiene que cada individuo ha venido a esta vida para un fin particular y determinado y hacia el cual se dirige? Y no es verdad, como algunos dicen, que hemos nacido todos para lo mismo, y hay que suprimir el proverbio absurdo de que un hombre hace lo que hace otro hombre. No; no puede hacerlo; y si lo hace, lo hará muy mal.

Pues bien, en virtud de esto, el poeta, el artista, ser espiritualista, sintético, imaginativo, en quien domina el sentimiento (y no hay nada más contrario a la inteligencia discursiva y penetrante que el sentimiento), que lo ve todo en globo, en conjunto, en principio, es lo más contrario al crítico, que es el espíritu penetrante, analítico, reflexivo, que diseca, desgaja, examina, dislacera como el anatómico que va analizando el cadáver fibra por fibra, que es lo contrario a la función del escultor, que lo mira de un solo golpe para reproducirlo en forma bella en una estatua.

Por consiguiente, si hay alguna cualidad contraria a la del crítico, es precisamente la cualidad de poeta.

Y ¿qué mucho, si todo esto lo está demostrando la experiencia; si no hay nadie que juzgue mejor que el que no es poeta ni puede hacer las obras que juzga?

No es cierto que los grandes críticos hayan sido grandes poetas, ni los grandes poetas excelentes críticos. Aquí se citaba por algunos los nombres de muchos poetas de quienes se decía que habían sido buenos críticos, como Lista, Reinoso, Quintana y otros. No los ha concedido la posteridad tanto nombre en el concepto de críticos como se lo ha concedido en el de poetas. Si se los examina detenidamente, se observará que más valor tenían como escritores que como críticos en el propio y genuino sentido de la palabra, porque en estética y filosofía no estaban muy fuertes. En cambio, ¿quién es el que en nuestros días se cita como modelo acabado y perfecto de crítico? D. Luis Mariano José de Larra, que penetraba en lo más íntimo de la sociedad, y con su implacable escalpelo hacía la disección más completa que se ha conocido. Y sin embargo, ¿qué valía Larra como poeta? ¿Quién será capaz de aplaudir sus obras? ¿Quién le negará hoy su importancia como crítico? Pues, malísimo como poeta, era medianísimo como autor dramático, y muy mediano novelista; y sin embargo era un gran crítico. Si hubiera juzgado imparcialmente sus obras, no hubiesen salido muy bien paradas. Pues qué, ¿no cometen todos los días los críticos los más graves errores acerca de sus obras? Yo, que soy crítico, y por consiguiente trato con muchos poetas y me honro con su amistad, sé decir que estoy deseando todavía encontrar un autor que me diga que la mejor de sus obras es efectivamente la mejor, y en cambio suelen estar enamorados de la peor. ¿Habéis visto, por ventura, un poeta juzgado con imparcialidad y buen criterio por otro poeta? Rarísimas veces; aparte de que si entráramos en otros detalles, aun los más insignificantes, quedaría demostrada la verdad de mi aserto: lo cierto es que la condición de imparcialidad mejor la cumple el crítico que no es poeta, que el que reúne esa cualidad, porque al cabo, como la competencia domina en todo, y ésta produce la pasión, de ahí que no sean los críticos-poetas todo lo imparciales que es necesario para juzgar a otro que pertenece a su misma profesión. Creo, pues, que el poeta no tiene condiciones de crítico, y que, por regla general, el oficio de crítico lo desempeña mejor el que no es poeta; y prueba de ello es que el poeta es mucho peor crítico que éste cuando se mete a poeta; testigo Larra, y testigo también el que tiene el honor de dirigiros la palabra, pues cuando ha hecho algunos versos, han sido incapaces é imposibles. (Risas.)

Ahora bien, ¿hay otras condiciones que examinar en el crítico, o mejor dicho, que deben también acompañarle? He indicado ya que la crítica no ha de ser sólo producto de pura inteligencia, que no ha de ser siempre el análisis hecho por el entendimiento, sino el análisis del sentimiento, del gusto y de la perfección. La crítica además ha de ser también completa. Se ha dicho que había tres clases de crítica: una, formal, con relación a la forma; otra, esencial por la idea, y otra que se completa por los dos aspectos. Asiento todo punto a las tres clases de crítica señaladas. No basta de juzgar la idea y la forma para que el juicio de la obra sea completo; es menester juzgarla en todas las relaciones posibles de los aspectos que la obra tiene; si no, no es completo. Juzgar una obra es empresa tan difícil, que a mí me maravilla ver la facilidad con que se forma un crítico en estos nuestros tiempos, sobre todo en España, donde un crítico, y un poeta y un orador se hacen de cualquier cosa con la mayor facilidad. Bien sabéis que, sobre todo entre nosotros, el oficio del crítico se reduce a cursar bien o mal una carrera en la Universidad, escribir cuatro gacetillas en un periódico, decir cuatro disparates en el Ateneo (generalmente en la Sección de Literatura) (Risas); y después de esto se lanza uno a crítico, da consejos a D. Juan Eugenio Hartzembusch, y si se le presenta por delante, pone a Tamayo cual digan dueñas; y hete aquí un crítico hecho y derecho, sobre todo si tiene un poco de gracejo y elegancia y poquísimo de vergüenza, que es corriente, muy corriente entre nosotros. (Risas). Pues sin embargo, esa empresa tan alta y tan útil, es tan fácil que se hace en una Redacción a la luz de un mal quinqué, entre cuatro compañeros que hablan de política, que fuman y beben, sin mirar un libro, sin pensar siquiera, y escribiendo las cuartillas entre uno y otro cigarro. Pero ¿no se exige más que esto para ser un buen crítico? En primer lugar, una obra no es una cosa que nazca sin ningún antecedente ni ninguna relación con nada, sino que la obra tiene raíces por todas partes y afinidad por todos lados, y muchos y muy varios aspectos. De suerte que la obra se ha de juzgar de este modo: como una producción del arte literario, y en tal sentido con relación a los principios del arte, examinando si todos se han cumplido (cuyo juicio si no fuera más que esto sería incompleto); y además hay que armar otro segundo juicio de la obra, teniendo en cuenta la intención particular del autor, así como el tiempo y el género a que la obra pertenece. Por ejemplo, no se puede juzgar lo mismo la obra que quiere representar la realidad que la que quiere expresar simplemente la idea o el pensamiento del autor; y por consiguiente, las condiciones que se exijan varían de una a otra. Pero dentro del género, cada obra tiene su fin particular, su fin propio, y por lo tanto no cabe oponer las unas a las otras, y hay que distinguir este género y estas condiciones. Por ejemplo, una obra dramática en nuestros días es generalmente, por una parte una producción artística que no tiene otro objeto que realizar la belleza y producir emoción estética en el espectador, mediante el desarrollo de una acción humana; y por otra parte, es una obra que no tiene intención artística, sino política, religiosa o moral, que se propone desarrollar un fin no artístico, como demostrar una lección moral, servir los intereses de una escuela política, presentar un problema religioso, etc. El crítico no puede armar caprichosamente sus juicios relativamente a estas obras, sino que tiene que distinguir uno y otro caso; y habrá dos juicios, uno como producción artística, prescindiendo por completo de la intención moral, política, religiosa, etc., y otro como obra docente y trascendental, como obra de genialidad social, y tendrá que juzgarse no ya sólo bajo el aspecto artístico, si que también bajo el aspecto religioso, político y moral. Sólo distinguiendo estos dos juicios, y dando a cada cual lo suyo, será un verdadero juicio crítico. Además, debe igualmente distinguirse la idea y la forma; porque puede ser excelente una obra por la idea y no por la forma; o por el contrario, ser perfecta por la forma, y falsa por la idea. Y como todo esto forma el criterio artístico, interesa que el crítico no confunda una con otra, y conceda alabanza a una obra bella por la forma, aunque no lo sea por la idea, o aplauda una obra mala tan sólo porque le complazca la idea que dentro de ella exista.

Debe hacerse el juicio de una obra en relación con el autor que la ha creado, con lo que representa en la vida de dicho autor, si es progreso o retroceso; con relación al momento histórico en que se escribe, y todos los demás aspectos que se determinan en una obra y que hacen no sea justo juzgarla por un criterio distinto al del tiempo a que se debe. Si hoy se juzgara una obra griega, romana, de la Edad media o moderna (pero no de estos últimos años), si se juzgara, digo, con arreglo a las exigencias y al gusto de nuestro siglo, sería un juicio inexacto é injusto; sólo atendiendo al momento en que se produjo es como puede formarse un juicio completo, razonado y lógico.

Por último, el juicio ha de ser sintético y analítico. No ha de juzgarse la obra sólo en conjunto, ni tampoco en detalle; no ha de ser una ojeada general, pero tampoco una disección anatómica de la obra. El oficio del crítico, finalmente, no es, como muchos piensan, señalar los defectos sin apreciar las bellezas, ni tampoco una continuada serie de aplausos sin mezcla de censura.

Quedan ya expuestos los principios a que debe obedecer toda buena crítica; y si no me ocupo de otros de menor importancia, es porque los considero extraños al arte; son principios de sentido común, y es innecesario tratar de ellos.

Sabemos, pues, qué es la crítica y cómo debe ejercitarse. Ahora bien; ¿á qué principios debe someterse nuestro juicio, dando por sentado que la cuestión de que se trate sea a la sazón histórica? Esta es cuestión que apenas si se ha indicado en el debate, y que para que fuera completamente dilucidada, necesitaba un desarrollo de doctrina estética, que yo no puedo hacer; en primer lugar, porque sería molestar en extremo a los señores socios; y en segundo, por lo avanzado de la hora, puesto que me propongo concluir esta misma noche, no sólo por la temperatura, ya demasiado excesiva de la estación, sino porque en la semana próxima, por razones de todos conocidas, me sería imposible asistir.

Dando por supuestas las razones antedichas, y singularmente después de haberse sostenido aquí una discusión importante sobre este tema, me limitaré a indicar a qué principios fundamentales (que como se verá no tienen nada de común con los antiguos principios históricos) debe ceñirse el crítico, cuáles son los cánones, leyes y reglas que debe seguir.

En primer lugar, es evidente que en el terreno del arte la primera y principal condición de la obra es que produzca en los que la contemplan la emoción estética, es decir, que sea bella; y por tanto, a pesar de todas las bondades y excelencias que pueda haber en una obra, si ésta no es bella, de ningún modo podrá apreciarse la lección que encierra, de tal manera que nos baste para decidir su mérito. Y esto, que parece una verdad de Pero Grullo, y que lo es sin duda, conviene no obstante recordarlo, porque es muy frecuente, sobre todo en las tendencias hacia el arte docente, que cuando vamos a juzgar una obra no nos ocupemos tanto de si se ha realizado la belleza, como de averiguar qué principio y doctrina encierra y qué fin moral tiene. Yo no soy de los que condenan el arte docente, pero no soy tampoco de los que creen que el ser trascendental ha de ser la primera condición del arte. Esto sucede hoy, y sucede cada vez más; la fórmula de Lamartine de que "la poesía es la razón cantada," va adquiriendo mayor preponderancia, y llegará un tiempo en que al hablarse del autor de una obra, se pase a preguntarle en qué pruebas apoya los hechos que en ella expone. No es conveniente nunca ir contra la corriente del siglo, pero fuerza es ocuparse de esta tendencia que lleva al arte por funesto camino. El primer fin del arte es realizar la belleza; obra de arte que realice la belleza y que la haga sentir, es ya buena y recomendable, aunque no encierre ningún principio trascendental, y aunque si los encierra sean completamente falsos. Mientras el crítico no adopte este criterio, llegará a ser muy pesado, si no lo es ya; será un arma de partido la crítica o formará una escuela, pero no será crítica imparcial y seria. Mas no es esto sólo, sino que, dado que la principal función y fin del hombre es realizar la belleza, el artista o crítico debe fijarse en cómo ha de realizarla, por qué medios, entendiendo además que la belleza de la obra artística no basta que resida en el pensamiento, en el fondo de la misma, sino que es menester, ante todo, que resida en la forma, porque ésta es la verdadera creación del artista, allí es donde comienza su creación, mientras que el fondo, el pensamiento, es ajeno al arte; éste no es más que la expresión y manifestación de la idea o principio. De suerte que la belleza de un pensamiento cuando no está desarrollado en formas bellas, no basta para determinar defectos ni para aplaudir la obra en sí.

Existe otro punto de vista que importa tener en cuenta, y que no suele ponerse en práctica en la mayor parte de las críticas. Podría yo entrar aquí en la cuestión del arte docente, podría tratar a fondo la cuestión de la belleza, podría asimismo ocuparme del idealismo y realismo, pero me limitaré a hacer ligerísimas indicaciones, en atención a lo avanzado de la hora. La cuestión puede plantearse en estos términos: ¿Qué debe ser hoy la crítica? ¿Debe ser realista o debe ser idealista? ¿Debe exigirse a las artes la conformidad absoluta con la realidad, o por el contrario, el culto del idealismo? w o me permito contestar que esto no puede afirmarse en absoluto, sino con relación al género a que la obra se refiere. Toda fórmula absoluta es mala, pero en arte es pésima, porque si hay algo que se sustrae a la absoluto, es el arte por su libre variedad. El arte, y el literario en particular, encierra dentro de sí multitud de formas distintas, a las cuales no cabe aplicar por igual ni el criterio idealista ni el realista. Cuando se dice que a toda obra de arte debe exigirle la crítica que sea realista, idealista, moral, verdadera, etc., se sostiene un error. Hay una multitud de géneros en que esto es exigible, pero hay otros muchos en que no lo es. Indudablemente, cuando la obra que juzga el crítico se propone la representación de algo real, como el drama, la novela, y como suele ser el poema épico, es indudable que la regla del crítico debe ser la doctrina realista, la conformidad con la realidad. No es lícita ni plausible, por bella que parezca una obra, en la cual no se represente la realidad, cuando por su naturaleza misma debía representarla. Podrá esta obra agradar, ser bella, pero no es obra legítima porque está fuera de su género. Si el género a que pertenece es representación de la realidad y la obra no lo hace, falta a sus condiciones.

Pero hay una multitud de manifestaciones del arte que no tienen por fin representar la realidad, sino que se complacen en la pintura de creaciones de la mente, ideales, y este arte es legítimo. El arte que pintaba la Sílfide, la Ondina, el Sátiro, etc., es tan legítimo como el que toma la figura del natural. El arte que crea la ficción, el cuento fantástico, el poema de invención, etc., es tan legítimo como el que representa la realidad. Es legítimo, en fin, todo arte que produce belleza; lo que no lo es, es confundir un género con otro. Gran error es pretender que todo el arte se reduzca a representación de la realidad, o a enseñanza de doctrina, y que desaparezca lo que algunos llaman arte frívolo, sin ideal, ligero. Yo creo que es como una necesidad innata en el espíritu, la aspiración a lo ideal, a lo fantástico. Lo malo es haberse empeñado en realizar esta aspiración dentro de la realidad misma, confundiendo ambas esferas; pero aparte de esto, es indudable que existe una necesidad en nuestro espíritu que nos lleva a complacernos en aquello que no existe, aunque tengamos conciencia de que es falso, que nos lleva a buscar algo mejor de lo que poseemos dirigiéndonos por la región de la fantasía; y todo arte que satisfaga esta necesidad será siempre recibido con aplauso. Prueba de ello es que existe un arte que se refiere pura y simplemente a combinaciones caprichosas de forma que halagan nuestros sentidos: eso sucede en la llamada música di camera, que no es tal música; en los cuartetos; en la música sinfónica de Beethoven, que nos encanta, pero que no dice nada. Este arte, que no se propone agradar más que a los sentidos y a la fantasía, que no tiene un pensamiento, que no tiene un fin, es un arte legítimo, real, en que encontramos goce y que no hay derecho a condenar. Yo digo, bajo el punto de vista estético, que son tan legítimos y bellos esos arabescos que festonean los arcos y las columnas de un templo mahometano, de una mezquita, como pueden serlo las esculturas más significativas que haya en una catedral cristiana. Digo que es tan legítima dentro de las condiciones del arte la obra en que al parecer se traducen por la música nuestros sentimientos, como el poema sinfónico que nada dice, pero en el cual encontramos un nuevo mundo de ideas y de poesía, que no acertamos a expresar, pero que todos sentimos. Porque es indudable que la realidad, dentro de nosotros, de un mundo ideal y fantástico, tanto más bello, cuanto más vago, cuanto más indefinido, cuanto más abstracto, es una gran verdad. La necesidad de algo que esté fuera de lo real y nos distraiga de la monotonía de lo diario, de algo que no podemos distinguir bien y es nuestro tormento y nuestra satisfacción a la vez, es una exigencia evidente del humano espíritu; y por eso, aunque llegara el mundo a constituir todo su sistema, su manera de ser y su vida bajo una concepción positivista, aunque reemplazara completamente lo ideal con lo real, quedaría lo primero siempre con vigor y vida como objeto del culto eterno del hombre, bajo una ú otra forma. Aquí está el fundamento inquebrantable, la base firmísima del arte, por la cual no puede nunca destruirse entre los hombres; y aquí está también el fundamento del sentimiento religioso, que es para ciertos espíritus como forma suprema del culto a lo ideal .

Ahora, que dentro de esto, que admitiendo la legitimidad de toda obra artística bella, que no dándolo todo a la intención del artista, se prefiera en todo caso la obra que en iguales condiciones de belleza tenga superioridad en el pensamiento, esta es una regla de la crítica; es indudable que en igualdad de condiciones estéticas se ha de preferir la obra que añada a ellas un fin complejo y trascendental. Si a mí me presentan dos dramas de igual mérito de dos grandes autores, iguales en belleza, en interés, en emoción, pero de los cuales el uno desarrolla un principio profundamente liberal y progresivo, y el otro expone las doctrinas de los tiempos pasados, o el uno está escrito por un liberal y el otro por un ultramontano, yo reconoceré el mérito artístico de los dos; pero no puedo negar que preferiré el liberal, que le aplaudiré en la complejidad de la obra como obra social, que prefiero que se escriban dramas liberales, porque, en mi sentir, el crítico debe procurar que el arte se ponga al servicio de los grandes ideales, de los grandes intereses de la humanidad, y de ninguna manera al servicio de la causa del pasado, como desgraciadamente hacen tantos ilustres representantes suyos.

Y llego, señores, sin aliento yo y sin paciencia vosotros, porque no es posible que ya la tengáis, a la última cuestión, a aquella en que más batallas se han dado: a la cuestión de si la crítica influye o no en el arte. Demostrado anteriormente que los preceptos y las leyes que forman la base de la crítica son necesarios, y que la crítica es legítima, entiendo yo que queda contestada la doctrina de todos aquellos que se atreven a combatir la legitimidad y la necesidad de la crítica. A mí me hace el mismo efecto oír a los señores que en nombre de la libertad declaran que no debe haber crítica, que si les oyera afirmar en nombre de la libertad también que no debe haber leyes ni sanción de ellas. Como yo entiendo que la crítica no es más que una especie de poder judicial literario que tiene un código, el cual aplica, y un sistema de premios y castigos que distribuye, tengo para mí que negar la necesidad y la eficacia de la crítica vale tanto como desconocer que existe sanción en el arte; y existe sanción, señores, en todas las cosas, porque sin ella no hay orden en ninguna esfera. La crítica es el poder que sanciona y aplica la ley estética, el tribunal constituido que declara que ha cometido el artista un delito contra los principios del arte, o que se ha conformado con ellos. ¿Me diréis que no es necesaria, que no es eficaz? Pues habéis de demostrar primero que no es necesaria la ley que juzga al criminal, y que no es eficaz el castigo. Si se admite la necesidad de la ley, hay que admitir la necesidad de la sanción, pues no se concibe la ley sin sanción. La dificultad está en quién ha de ejercer la crítica. Unos quieren que la ejerzan tribunales colegiados, jueces de derecho, y hay quien quiere traer aquí el Jurado: a esto se reduce la cuestión. Nadie niega que las obras se escriben para ser juzgadas, y que alguien las ha de juzgar: lo que hay es que unos quieren que haya personas encargadas de juzgarlas, y otros quieren que las juzgue el público, la multitud, esa autoridad suprema; es decir, que se haga en esto lo que puede sostenerse con mejor razón en el orden jurídico; que cada ciudadano sea juez. Yo, que admito el Jurado, pero no sin ciertas limitaciones y sin grave preparación y madurez, en el orden penal, no admito el Jurado en la esfera literaria; y no lo admito, porque si es cierto que las verdades del orden moral están desarrolladas en gran manera en los pueblos cultos, que la conciencia moral adquiere tal grado de desarrollo en la mayoría de estos pueblos que apenas es posible concebir que haya un ciudadano que no distinga lo bueno de lo malo y pueda juzgar acertadamente, no es verdad que la distinción entre lo bello y lo feo sea tan clara, tan universal y tan generalizada que pueda haber un jurado literario. El vulgo, el público no tiene más que el gusto, así como el Jurado, según la declaración de sus mismos defensores, no representa más que la conciencia pública, no la ley; la prueba es que no se reúne un Jurado sin poner a su frente un magistrado que explique el caso, un acusador que acuse, un abogado que defienda y un magistrado, hombre de derecho, que resuma los debates é ilustre a los jueces sobre el conocimiento técnico de la cosa: pues este papel que ejerce el magistrado al presidir el Jurado es el que tiene que hacer el crítico. Cuando se reúne ese vasto jurado que se llama público para fallar sobre una obra sin más elemento crítico que su gusto, que equivale a la conciencia del otro Jurado, es indispensable el juez de derecho, o sea el crítico, para indicarle cuál es el código que tiene que aplicar y los principios a que ha de sujetarse en su fallo; y entonces el juicio será autorizado, porque reunirá la cualidad que tiene bien desarrollada el público, que es el gusto, con otra que no tiene, que es el conocimiento fundamental de aquello que va a juzgar. El público, único juez, juez infalible, es el que educa a los autores, el que hace los éxitos: es verdad. El público hace los éxitos, ¿quién lo duda? También la soberanía nacional hace los Gobiernos y forma los Congresos, ¡y ya veis cómo suele hacer los Gobiernos y formar los Congresos!

Sin duda y en último resultado, por más que esto escandalice a nuestra conciencia y repugne a nuestro corazón, en una forma o en otra más o menos directa, la cuestión en el fondo viene a reducirse a cuestión de fuerza. ¿Quién duda que al cabo el número impera con su fuerza avasalladora? Indudablemente. ¿Quién niega esto? ¿quién niega que la razón nos impele constantemente contra la fuerza del número? ¿quién niega que todos los críticos del mundo no pueden impedir a un público corrompido en su gusto, é ignorante, que aplauda las mayores atrocidades que se presentan en escena? ¿quién lo duda? Pero también es cierto que en el mundo, a la fuerza prevalece otra ley, no tan conocida pero no menos exacta y sabia: al cabo y a la postre, antes o después, tras largos o tras breves caminos, el triunfo en definitiva es de la razón sobre la fuerza: lo mismo acontece en el orden político, religioso y social. Sí, señores; cuando Comella invadió la escena española con monstruosidades abominables, no faltaba público que llenase de bote en bote el antiguo Corral de la Pacheca, después teatro del Príncipe y hoy teatro Español, y no faltaba quien llamase necio a Moratín: sin embargo, hoy ¿quién se acuerda de aquel público de Chorizos y Polacos? ¡Ah señores! si en materia política, por necesidad suprema de las cosas, porque al cabo y al fin no es posible impedir que el gobierno de los pueblos se ejerza por la voluntad de los mismos, es imposible impedir que las mayorías se impongan necesaria y lógicamente a las minorías y hay que aceptar el sufragio universal, en lo que no es político no hay más que una autoridad que es soberana y que es la autoridad del arte, el sufragio de la ciencia. El sufragio universal en literatura produce monstruosidades y delirios: no hay nada más variable é impresionable, más dúctil e inconstante que el fallo de la mayoría del público, aunque a veces parece que tiene luminosas llamaradas de intuición y de genio, semejante en esto al pueblo, a la muchedumbre, que también tiene momentos de heroísmo, grandes rasgos, elevaciones pasmosas, y luego grandes caídas hasta llegar al extremo de la barbarie: de aquí los extraños fenómenos que nos muestra la historia de la literatura; de aquí el triunfo de hoy que se compensa con la derrota de mañana; de aquí el aplauso que hoy se concede a una obra, y al día siguiente se silba otra obra menos mala que la anterior.

Los cambios rapidísimos en el gusto y la inconstancia del público no tendrían remedio si no hubiera alguno que fuera lenta y laboriosamente un día y otro día practicando la buena doctrina, manteniendo el buen principio, oponiéndose al extravío, protestando contra el delirio; porque vuelvo a decir que en el orden de la literatura acontece, como en todos los órdenes, político, religioso y social, que un hombre solo con la razón contra una muchedumbre sin esa razón, parece que será vencido, y lo es en efecto por el momento, pero al cabo su doctrina triunfa. (Muy bien, muy bien.) Os diré más: ya sé que el público tiene alguna autoridad en ciertas materias; yo sé, por ejemplo, que el público tiene una cosa que es propia de las muchedumbres, el instinto; yo creo que el público tiene más perspicacia, más base en la crítica para apreciar tales o cuales detalles, tales o cuales defectos de una obra que al crítico más perspicaz se le escapan; pero en ese público domina la inconstancia, que es un fenómeno raro, y aunque en muchas ocasiones es más infalible, en muchas se equivoca también. Es cierto que el público tiene grandes presentimientos y grandes caídas, y sobre todo que es extremadamente dúctil é impresionable; todo el mundo le lleva por donde quiere, todo le fascina: se dice que no tiene influencia en la crítica; la tiene, y mucha, siendo de esto la prueba que todo el mundo le busca. El público en el arte es lo mismo que en la política; la cuestión es saber llevarle, pero llevarle es la cosa más fácil del mundo.

Yo sé, pues, que la crítica es eficaz; y sé más: que aun cuando no lo fuera, habría de sostenerse y defenderse por legítima. Pues qué, ¿habríamos de condenarla porque probara que no servía para nada? Pues si yo os probara, como os podré probar, que hay una multitud de leyes y preceptos en el orden moral, de principios que son legítimos, y sin embargo no sirven para nada, porque nadie los cumple, ¿creéis que por eso habremos de condenarlos? Ciertamente que no. Pues lo mismo acontece en el orden literario: si probáramos que la crítica no era eficaz, no por eso habríamos de venir a parar en que no era legítima, necesaria ni justa.

La crítica, se ha dicho, no forma los autores: claro que no: no los crea ciertamente; al autor no le crea nadie, le crea la naturaleza; el genio se mejora y perfecciona, pero crearle no le crea nadie; por consiguiente, no crea ni siquiera una escuela, ni siquiera inicia movimientos: la crítica no tiene más que un poder, poder conservador y poder sancionador; conserva los principios fundamentales del arte contra la innovación temeraria, contra el extravío de un momento, contra una corriente torcida del mundo en un momento histórico dado: en este sentido es poder conservador; modera los extravíos del genio para venir a parar a ese resultado, corregir los extravíos de aquél y los del público, y hasta es educadora del uno y; del otro, mostrando constantemente, señalando un día y otro día, protestando contra todos los extravíos y desafiando todas las corrientes contrarias, el principio inmutable, el principio constante, el código eterno en el cual debe basarse la producción literaria. Bien me diréis que se equivoca, ¿quién lo duda? La crítica no es infalible, no puede serlo; se equivoca, sin duda, en ocasiones, se extravía casi siempre por acomodarse al gusto del público; pero esto no basta para condenar una institución, porque por falibles, todas habrían sido ya condenadas. La crítica es una institución, y tan alta como poder, que conserva las tradiciones y los principios fundamentales del arte y que mantiene el ideal artístico al abrigo de los ataques de la arbitrariedad, siendo, por consiguiente, un poder necesario, legítimo y eficaz y más cierto de lo que parece. Pues qué, ¿podrá desconocer nadie la influencia que la crítica ejerce en el público? ¿Pues no lo veis en la experiencia de todos los días? ¿Pues no os lo dice el mismo temor que los autores manifiestan a la crítica? Si sus elogios y censuras son palabras arrojadas al viento, ¿por qué tanto temor? ¿por qué tanto se le solicita? ¿por qué se mendiga su aplauso? Si es tan inútil, si su voz se pierde en el desierto, ¿por qué antes de obtener el favor del público y después de haber conseguido sus aplausos, teme encontrarse con el crítico, y por qué teme ciertamente que éste le trate mal? Lo que tiene es que la crítica necesita progreso y mejora, que la crítica no es perfecta. Lo primero que necesita la crítica es que sea un sacerdocio, que el que la ejerza tenga derecho y méritos para ejercerla, que no sea, como es hoy, el campo adonde van todos los que no saben escribir: eso es lo primero que se necesita para ser crítico; que no lo sea el que no tenga condiciones y méritos para serlo, y son muy pocos los que tienen verdaderamente esos derechos. Comparad el número de artistas con el de críticos, y veréis qué desproporción tan grande existe entre unos y otros.

Además, es necesario indudablemente, para el desarrollo conveniente de la crítica, que se perfeccione la ciencia estética, que se forme un verdadero conjunto de principios fundamentales del arte literario completamente libres de las antiguas preocupaciones de los retóricos, que la estética se rija por completo con caracteres distintos y más positivos del que hasta ahora ha tenido, con mayor independencia de las antiguas doctrinas, entrando multitud de condiciones que hasta ahora no han entrado, dando mayor trascendencia al elemento étnico y geográfico. Es indispensable que se cree en los críticos el sentimiento artístico, que suelen carecer de él, y el crítico necesita ser un artista en cuanto tenga el sentimiento de tal: no necesita ser un artista perfecto; debe ser un artista que no ejerce, pero siempre un artista. Es menester, sobre todo, que los críticos se afirmen cada vez más en el principio del arte útil, ante todo y sobre todo en cuanto contribuya a despertar en ellos el sentimiento estético, en cuanto contribuya a realizar y producir la belleza. Es menester que el crítico atienda ante todo al movimiento estético del arte; es menester que cese esta inmixtión constante de lo extra-artístico dentro del genio artístico, templando éste, no tanto porque nos haga pensar (que para eso ninguno mejor que la ciencia nos inspira), sino porque nos hace sentir, elevarnos a lo ideal, nos hace contemplar la belleza con el libro de prodigiosas formas que combina el artista. Cuando la crítica se haya reformado de esta manera, cuando se haya reconstituido con bases definitivas, cuando se haya concluido con los últimos restos de la antigua retórica que hay que borrar del mundo literario, cuando, sobre todo, la crítica se haya ejercido por quien tiene el derecho de ejercerla, la crítica será un verdadero y augusto sacerdocio, una misión sagrada dentro del arte, un tribunal severo ante el cual comparezcan todos, no para ser triturados por la sana personal ni por el lucro, con que hoy suele confundirse la crítica, sino para aquellos que llevan al crítico a dictar el fallo sin el interés de principios que están por cima de todos esos mezquinos intereses y pueda acudir el público a educar su gusto, que en parte se educa con el mismo arte, pero que en parte también se educa sin él. Esta función del crítico al juzgar la obra, le coloca delante de ella con la mirada fija y serena, con la severidad del juez, pero al mismo tiempo con el sentimiento y la inspiración profunda del artista, porque es artista y es juez que convenientemente mantiene los augustos principios del arte, las santas verdades que forman el Código de la estética para que sea norma eterna y ley segura del desarrollo estético; llegando de este modo a cumplir la misión fundamental que le corresponde, que es realizar la belleza y producir la armonía para que el hombre encuentre en su contemplación el amor purísimo, el culto a lo ideal, el culto a lo perfecto, que le dignifica y constituye el único amor a la belleza y al arte. (Aplausos.)

Manuel de la Revilla y Moreno
Discurso-resumen pronunciado en la sección de literatura del Ateneo de Madrid.
Obras de D. Manuel de la Revilla. Madrid: Imprenta Central, 1883. Pp. 137-146





Si de la nada vengo,
y en la nada
triste fin ha de hallar mi amarga vida,
y el alma pura que en mi pecho anida
ha de ser en el polvo sepultada;
si es ilusión la gloria deseada
y mentira la dicha prometida,
y el eterno ideal sombra fingida,
del vano sueño en la región forjada;
¡por qué me diste, bárbaro destino,
esta sed de placeres insaciable
y este ideal de espléndida hermosura,
si al término fatal de la jornada
me ha de arrojar la muerte inexorable
en el abismo de la nada impura?

Manuel de la Revilla y Moreno














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