Ralf Rothmann

"El soldado no llevaba distintivos de rango ni ninguna otra marca. Walter sacó la cámara del sidecar, una pequeña Voigtländer con estuche de piel que le había prestado Jörn, pero de pronto no le apeteció apretar el disparador. Se metió en la tahona y se sentó en un banco, debajo de la pequeña ventana. En el horizonte se elevaban varias columnas de humo, con bastante distancia de separación entre sí, que se unían en el cielo y formaban una única nube negra y alargada que avanzaba hacia el lago Balaton. Notaba los impactos de los proyectiles como vibraciones debajo de los pies, y la soga colgada entre las ramas chirriaba cada vez que una ráfaga de viento hacía oscilar al ahorcado. El tipo tenía hasta los dientes cubiertos de polvo.
La vieja ramita de boj, con las hojas casi transparentes, que había sobre el crucifijo de la pared tembló, y Walter se acurrucó sobre el banco. Durmió más de una hora envuelto en el capote, con la cantimplora recubierta de fieltro a modo de almohada y las manos entre las rodillas. Por la tarde comió un poco de pan con queso, llenó el depósito y se volvió a poner en marcha, dejando un rastro sinuoso entre las matas cubiertas de espinas, cuyos copos grises le llegaban a la altura de las caderas. Colgados de árboles y postes de la llanura encontró a varios soldados más con carteles en el pecho. La mayoría tenían los bolsillos vueltos del revés y casi ninguno conservaba las botas; los pies, si colgaban cerca del suelo, estaban roídos hasta los huesos.
Las sombras se alargaron y, después de cruzar un prado —la nube de polvo que dejaba a su paso todavía flotaba en el aire—, cogió una carretera empedrada. Conduciendo entre fresnos, llegó a un pueblo con estación de tren, un cobertizo sobre el que ponía «Wolfen». Preguntó a los soldados que se encargaban del cañón de defensa antiaérea por el cementerio. La pieza de artillería, de 3,7 centímetros, estaba montada encima de una vagoneta, y los hombres, que fumaban sentados sobre las cajas de munición, le miraron cansados."

Ralf Rothmann
Morir en primavera



“En un roble, antes de llegar al cruce, donde había también una tahona enlucida de blanco, colgaba un ahorcado, un soldado de las Waffen-SS. Llevaba una voluminosa venda en la mano derecha y tenía la cara cubierta de polvo, los ojos cerrados y la boca abierta. Debía de tener más o menos la edad de Walter. En la mejilla, que casi le tocaba el hombro, se distinguían ya algunos picotazos de ave, y colgando sobre el pecho llevaba un cartel de madera con la inscripción: «Soy un COBARDE. Esto es lo que les pasa a los traidores de la patria que abandonan a sus camaradas. ¡VICTORIA O  SIBERIA!». Habían pintado las letras góticas, que casi parecían impresas, con un pincel, sobre una raya dibujada a lápiz.”

Ralf Rothmann
Morir en primavera



"Me tendió el suntuoso libro, me puse al frente de la comitiva y miré alrededor. Solo hacían de lectores los monaguillos mayores, a menudo incluso los adultos, pero aquel domingo eran todos más jóvenes que yo. Sabía que el pequeño Schulz, que estaba justo detrás de mí, ni siquiera se sabía de memoria el confíteor, y que solo murmuraba cuando tocaba recitarlo. Cuando el sacristán hizo sonar la campanilla, respiré hondo y levanté el libro a la altura del pecho. Por la rendija de la puerta vi que la iglesia estaba llena.
Pero por culpa de los nervios había olvidado ajustar la cinta elástica y levantarla bajo la túnica por última vez. Como la mayoría de las que había en el cajón, la cinta estaba dada de sí y se me había deslizado desde la cintura hasta las caderas, junto con las capas de tela que supuestamente debía sujetar. El órgano retumbaba, la parroquia cantaba y yo no podía arreglar nada con el pesado libro en las manos. A los pocos pasos ya me había pisado los bajos de la túnica, que se descolgó aún más.
A pesar de que todas las puertas y tragaluces estaban abiertos, hacía un calor sofocante. Había gente incluso en el pasillo, y para poder recorrer sin tropezar el largo camino desde los bancos hasta el altar tenía que apartar la túnica roja de un puntapié a cada paso que daba, lo que producía un brusco ruido parecido a un aleteo. Algunos adultos de los primeros bancos sonrieron. Una niña pequeña se tapó la boca con la mano.
Vi también al señor Gorny, que estaba de pie en la zona que separaba a los hombres de las mujeres. Me miró fijamente durante un buen rato, con los ojos entornados y los labios crispados. Luego se humedeció el dedo y pasó la página de su libro de cánticos. Por un breve instante, le vi la yema del dedo a través del fino papel. Debí de ralentizar el paso, porque Stürwald carraspeó y el pequeño Schulz me empujó por la espalda con las manos dobladas.
Mi padre pedaleaba hacia la mina por el polvoriento camino que cruzaba los campos. Llevaba la chaqueta de pana marrón con solapa de piel. Pronto se convirtió en un pequeño punto, hasta que terminó desapareciendo por completo en el bosquecito, frente a la torre de extracción. El sol declinaba. El reflector rojo de su guardabarros parpadeó por última vez."

Ralf Rothmann
Luz de juventud




“Mientras hacían cola para el reparto, los jóvenes lanzaban miradas furtivas a aquellos hombres mal afeitados, extenuados y viejos solo en apariencia, con la mirada perdida, tan agotados como estupefactos. Muchos masticaban con la boca desencajada y enseñando los dientes, como si quisieran evitar que el pan duro les tocara el paladar o las encías. Nadie hablaba ni prestaba atención a los recién llegados, con sus uniformes tan limpios, y en todo caso ignoraban intencionadamente sus miradas, algo que daba a sus rostros un aire áspero, una expresión de rabia que a lo mejor tenía algo que ver con la vergüenza. De pronto uno estiró el cuello y, con los párpados cerrados, soltó un suspiro antes de volver a hundirse en sí mismo, en silencio.”

Ralf Rothmann
Morir en primavera












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