Władysław Reymont

"En esta tierra la gente nació. Y ésta la empujó hacia el fondo, la aplastó con sus poderosas mandíbulas, engullendo gente y objetos. El cielo y la tierra, convirtiendo en inútiles a unos, y en hambre y severidad a todos los demás."

Wladyslaw Stanislaw Reymont
La Tierra Prometida



"La noche era cálida, apacible.
Pálidas estrellas brillaban en los abismos del cielo; y de la tierra, brumosa, ascendía el canto de los ruiseñores acompañado por el coro de las ranas. El pueblo dormía, sin aliento.
Sólo él velaba.
Cuando estuvo bien seguro de que nadie lo vería salió del escondite en que se había refugiado después de su fuga del parque. Ni una luz. Ni una voz.
La aurora estaba lejos aún.
—Mañana… —pensaba— dentro de algunas horas… ¡Y después el mundo! ¡El ancho mundo!…
Como en sueños, se acercó al monasterio y tomó el camino de la aldea. Andaba lentamente, por en medio de la senda, no sabiendo ya adónde iba, olvidando todo peligro.
Por las abiertas ventanas de las chozas se escapaban ronquidos, y, de trecho en trecho, en los huertos, blanqueaban sombras vagas.
Miraba todas las puertas, todas las casas, con el aire extraño de un hombre que ya no puede volver en sí. Se apoyaba en los cercados de piedra, se detenía un momento, reemprendía su fatigosa marcha.
A veces gruñía un perro, dormitando; un caballo se removía en su cuadra; las aves, agitaban sus alas en un corral, y, luego, se hacía tal silencio, que paseaba sus miradas a su alrededor, espantado.
Su pensamiento estaba ausente. Sentía el choque de su corazón presa del mismo desfallecimiento que recordaba haber experimentado ya una vez en la vida. Pasada la última casa, se sentó en la orilla del camino, al pie de una vieja cruz sin brazos, y contempló, atontado, los campos humeantes.
Un momento después del primer canto de los gallos, las estrellas se nublaron, y muy pronto, al Este, el azul oscuro del cielo se aclaró. Por allí venía el sol. Aún estaba lejos… lejos… Juan permanecía inmóvil, invadido por un sopor, entre sueño y vigilia, hundiéndose más y más en el vacío que se abría en su alma.
Llegaba el día. Las nieblas caían poco a poco. La llanura se ponía gris; las masas de árboles y las habitaciones, negras.
Juan se levantó maquinalmente y volvió a casa de su madre, por el pueblo. Ya distinguía en los patios las puertas entreabiertas de los hórreos y las gentes que dormían.
Todo se callaba aún. Le parecía escuchar el rocío que goteaba de hoja en hoja.
La anciana estaba sentada en el umbral, con su rosario en la mano. Nasta dormitaba en un banco.
—Ya es hora —dijo él con voz sorda.
—Ya es hora —repitió la vieja. Ésta despertó a Nasta. Tomaron a cuestas sus paquetes y salieron.
Tekla se extenuaba llorando. El perro, aullando; pretendía romper su cadena. Juan lo desató; pero en lugar de seguirlos, huyó por el camino y se puso a ulular.
Cruzaron el corral y, a través de los campos, se encaminaron hacia la selva.
Ninguno de ellos decía una palabra, ni se volvían para volver a ver la casa, ni se quejaban; pero, de vez en cuando, una mano pasaba acariciadora por las espigas, y un pecho se estremecía con el estremecimiento de las mieses.
Y el viento del Oeste, meciendo los trigos los inclinaba hasta sus pies. —«¡Quedaos, amos, quedaos!»— murmuraban llorando su rocío.
Y los perales silvestres tendían hacia ellos sus brazos nudosos. Y las claridades rosadas de la aurora hacían de las gotas de agua lágrimas sangrientas.
Andaban, corrían, como malhechores que se evaden, mudos de angustia y de espanto. Pero cuando estuvieron en la encrucijada en que Cristo, sobre la cruz, extendía su cuerpo sacrificado, les faltaron las fuerzas y cayeron de rodillas, con desgarradores sollozos. Luego, se sentaron para reposar.
—¡Ya no te veré más, país mío, tierra mía! —decía la Winkorkowa—. ¡Ya no te veré más! —Y sus turbios ojos abrazaban con una larga mirada la aldea y los campos, todo aquel mundo de ella, sobre el cual lucía el día, llenándose de aquella visión que se llevaba en su corazón como un postrer sacramento, como un supremo viático para su lejano camino.
Ya era hora. Era preciso partir; pero las dos mujeres no terminaban sus adioses. Prosternadas sobre la tierra maternal, besaban su seno sagrado.
—¡Vamos, madre; vamos, Nasta! Ya es de día y nos van a ver —gritaba Juan con impaciencia.
En fin, bajo la cubierta del bosque, llegaron al silo en que Juan había estado ya escondido. Era allí donde debían esperar el guía. Y como estaban tronzados de fatiga, se durmieron con un profundo sueño. "

Władysław Reymont
El condenado número 437


"La señora Sofía cerró la puerta del comedor con un tremendo portazo que hizo temblar las paredes; pareció calmarse y volvió a su pose de antes. Empezó a hablarle a Josio de su soledad y de la falta de un alma hermana, hasta que consiguió que él la mirara compasivamente.
—No poder hablar con nadie, no poder quejarse ni llorarle a nadie. Imagínese usted lo sola que me encuentro —le decía.
—¿Y su marido? —le soltó Josio para terminar de una vez con aquella cantinela absurda y llorona.
—¡Mi marido! —exclamó Sofía con una risa insultante—. Mi marido viene a casa sólo a dormir, a jugar con el perro o con la sirvienta y a ensañarse conmigo. ¿Qué puedo tener yo en común con él? Si no fuera por las circunstancias... Si no fuera por mi orfandad...
—Pues él me comentó en una ocasión que usted se había casado con él por amor —sondeó Josio.
—¡Mentira! ¡Falso! —contradijo ella con vehemencia—. ¡Cómo se le ocurre que pudiera yo amar a semejante monstruo! Me casé con él por desesperación... porque era una pobre huérfana recogida por unos parientes, porque estaba solita en el mundo y era tan desgraciada, que me vi obligada a aceptar este matrimonio desigual. Yo me apellido Kijaszewski, y no me educaron para ser la esposa de un tal Soczek, de profesión maquinista ferroviario. Dios mío, no soñaba yo con una vida como ésta, no —sollozaba restregándose los ojos.
Mentía más que la gaceta, porque Josio sabía de buena tinta que se apellidaba Kijaszek, que era hija de un guardagujas y que se avergonzaba de sus propios padres; no obstante, siguió escuchándola con la mayor atención, le besó la mano y le dijo con lástima simulada:
—¡Pobre alma! Ignoraba que el señor Soczek se comportara en el hogar de un modo tan lamentable.
—¿Lamentable?... ¡Un grosero, un bruto, un villano, un borracho y un mujeriego! —soltó la mujer de una sola parrafada—. Se le pondrían los pelos de punta si le contara yo lo que quiso hacer de mí cuando le suspendieron de empleo y sueldo por haber entrado en la cantina con la máquina del tren. Sabe, invitó a tomar el té al jefe de la comisión investigadora, me ordenó que me acicalara bien acicalada y nos dejó solos a propósito. Si no fuera porque soy una mujer decente...
—Hay un tufo extraño en esta habitación, algo se está quemando —observó Josio, echando una mirada inquieta a su alrededor.
Sofía olfateó y comprendió de inmediato que la sirvienta había vuelto a calentar el samovar con carbón de piedra, así que corrió hacia la cocina, donde no tardaron en oírse portazos, chillidos, ruidos de platos rotos y los ladridos enconados del perro.
Volvió sofocada, roja como una remolacha, y se dejó caer sobre la silla entre resuellos.
—¡Dios mío, qué desgraciada soy! ¡Ten cuidado, que vas a romper el samovar! —le grito a Magda, que volaba por la habitación como una locomotora jadeante.
Harto de todo aquel espectáculo, Josio se dispuso a marcharse.
La mujer saltó hacia la puerta como una pantera y la cerró con sus fuertes hombros.
—No lo voy a dejar marchar. He esperado tanto este momento. Tengo tantas cosas que decirle. Sólo usted me comprende. Quédese un poco más —susurraba febrilmente."

Wladyslaw Reymont
El soñador

















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