Alfonsa de la Torre

Ante un prado

He aquí un prado.
Ante mí un prado.
Un placentero y recogido y sedentario prado.
Mis ojos están cansados de ver prados,
prados usados con pesadez de romerías,
con colas de ermitas viejas marchitándose en sus
cirios;
prados de la Asunción y de San Juan,
lumínicos prados de Pascua.
Mis ojos han visto prados
y de tanto extasiarse en ellos
no saben lo que es un prado.
¿Qué será un prado?
¿La esperanza de la tierra?
¿Su vello varonil?
¿Su recóndito ensueño?
¿Quién supo alguna vez lo que era un prado?
¿Ocas egipcias lo surcaron leves
sobre fúnebres naves?
¿Arcádicas palomas?
¿Zagalas con doradas trenzas de espigas prietas?
Las hoces lo ignoraron,
las guerreras espadas,
los cuernos venatorios;
pero un pequeño monje,
acaso un pequeñito fraticel paciente
lo vio desde su celda,
oscurecida a ratos por montañas gigantes,
y entonces los pinceles y las voces seráficas
chorrearían trinos,
destilarían luces,
centelleos de mármol,
orgías de sonidos
estallando entre rezos,
y un verdor fresco y puro como una violeta
durmiéndose en las palmas.
Alguien ha visto un prado
y lo ha dejado quieto fingiéndose olvidarlo,
casi casi perdido
como un pobre pañuelo
que a ratos se hace seda y a ratos se Jmce lágrimas.
Ante mí tengo el prado
que no miraron reyes,
que no segó la usura,
sin planos y sin guías he llegado a encontrarlo;
ni cipreses ni olivos
me mostraron su huella,
por vías de silencios he logrado su aroma
por soledades agrias.
Ya estoy ante el milagro de su ternura agreste,
puedo pastar su aliento,
su límpida tersura bebería trago a trago.
Cerraré bien los huecos de la muralla etrusca
antes de arrodillarme.
Y todas las ventanas de los palacios sordos
tapiaré con campanas.
No gritos, no promesas de bastardas edades,
no mosaicos sangrientos.
Sólo una parra dulce
cargada de racimos bajando Jiasta la sombra,
un susurro de abejas,
un titilar de ramos,
una paz limpia y pura de cenador umbrío
acostada a los pies como can que dormita.
Mi beso será un beso cargado y penetrante,
con potencia de siglos,
con deseo de muerte,
un beso de suicida o de amante sin freno;
de ahogado ya sin fuerzas
será mi firme abrazo
y de enfermo sin prisa mi caliente cobijo.
¡Oh tú que nada sabes de saberlo ya todo!,
acógeme en tu seno,
refréscame los párpados;
a mis plantas cansadas
dales soplo de nieve.
¡Oh tú que nada sabes, lecho de peregrino!,
adéntrame en la calma de tu quieto oratorio,
donde ya no hay rumores,
donde ya no penetra
ni el trino del jilguero
porque todo lo sabes
de saberlo ya todo.

Ildefonsa Teodora de la Torre y Rojas conocida por el seudónimo de Alfonsa de la Torre



Cinemática evolucionista

Apresada
en el bálago bullente,
viscoso, cambiante,
movible, caliente,
brillante,
del extendido magma,
la ameba incipiente
con forma
todavía de hoja,
se alarga,
se inquieta,
se estira,
engulle,
digiere,
defeca,
asimila,
se transforma,
se engrandece,
ensaya con orgullo
sus múltiples colas,
se enamora,
acaricia con avaricia,
se agita,
dormita,
ajena a la Historia,
ajena a que es ella,
ella misma
previda,
ella sola,
ella única
levadura de vidas,
fermento inaudito
de alondras,
proyecto soñado
de corzas,
premonición divina
de gacelas,
de doncellas,
de almas.

En los mares
celestes,
verdialegres,
aurorales,
rojizos,
plomizos,
grisáceos, esfumantes,
perlados, boreales,
impregnados todavía
de leche de galaxias
luchan y se aman,
nadan y atrapan
agarrándose a rocas,
sosteniéndose en algas
cada vez más endurecidas
las blandas medusas pleistocenas,
cámbricas y jurásicas,
las ávidas acalefas
que anhelaban ser artrópodas,
de la inmensa paleontología de Malasia.
Nadan y trepan
las parejas más fuertes
esforzándose por emerger del agua,
por anidar en el dulce aroma
de las blancas nympheas
recién estrenadas.

Resbalándose
sobre la creta roja y ardiente
volcánica,
metálica,
antediluviana,
reptan y ascienden
titubean,
se deslizan, retroceden,
a duras penas se elevan
con la fuerza en el pecho,
confundidas
con las hojas dentadas
de los helechos
las onicejádicas saurias:
las inquietantes y misteriosas
iguanas.

Por los árboles prefósiles
henchidos de jugo
de la alucinante
flora triásica
trepan y trepan
rumian en tropa y atrapan
nerviosas,
golosas,
curiosas,
los minúsculos kas de las ardillas
las musarañas de Malasia.

En las junglas ecuatoriales
aspirando todavía el sofocante vaho
de las lavas volcánicas
las australopitecas
corren y trepan por la corteza miocena
persiguiéndose entre feldespatos humeantes,
entre orquídeas lujuriantes,
entre ventalles
de gigantescas calas.

Saltan y trepan
las australopitecas
luchan y reptan y atrapan
delfines azules, palomas doradas
y garzas serpenteadas.
Coronando cúspides,
remontando roquedales,
refrescando constantemente su piel
en las prístinas cascadas
corren y trepan las australopitecas
como rápidos marsupiales
con sus hijos en las ancas.

Al oeste de Europa,
tras los renos,
por sus astas,
en las vastas
explanadas,
las descendientes
de las últimas neanderthalenses
las reflexivas, constantes y hacendosas
cromañonas,
se encaraman en los cerros,
se acurrucan junto al fuego
a las espaldas del hielo,
al agrego del aguacero
en monolíticas moradas
ya con sagradas pinturas
de animales
decoradas.
Se detienen,
se entretienen
en bosquecillos de laureles;
se mantienen
de moras,
de zarzamoras,
de zarzarrosas,
de panales azucarados,
de mirtilos cristalizados,
de alboradas aromadas
de manzanas sonrosadas;
y con caracolas,
y con corolas,
y con minerales,
y con corales,
y con cristales,
y con conchas,
y con rojas
cerezas
engarzan los primeros collares,
las primeras ajorcas
para sus danzas
y sus fiestas.
Y con pieles
y con lianas
y con cortezas
de abedules
instauran
para remotas modas futuras
los complicados cánones de las faldas,
los primores de los colores,
las telas sofisticadas,
el reverbero cabrilleante de las sedas,
la espuma florescente de los encajes,
la incandescencia constelada de los brocados,
la lluvia impalpable
e invisible
de las organzas y los tules.

En las playas de Miami,
de Acapulco,
de Capri,
de Río,
de Hawai,
de Australia,
las minibikini de piernas elásticas,
de pómulos salientes,
de narices achatadas,
suficientemente:
saunadas,
bronceadas,
maquilladas,
despeinadas,
perfumadas,
desde elegantes clubs náuticos,
sobre vertiginosos esquíes acuáticos
saltan,
salpican,
se enervan,
se curvan,
se adelantan,
se empujan,
caen, bracean,
se levantan,
ríen y gritan
sorteando
el mojado zarpazo
de las olas encrespadas.
O tendidas muellemente
en columpios y cinemascópicas hamacas
esperan ociosamente
con la mirada perdida bajo gafas
en el misterioso poniente,
la llegada de las noches melancólicas
para desconyuntarse
a los ritmos escalofriantes
de las músicas dodecafónicas.

Ya en las cápsulas espaciales
tras las vitrinas
de irrompibles cristales,
las valientes Valentinas
semejantes
a iconos de santinas
obrando milagros
bajo cúpulas de fanales,
iluminadas en atmósferas interlunares,
entrenadas,
ayunadas,
dictadas,
controladas,
atentas hasta el paroxismo
a las mortales señales
de escondidos micrófonos,
de advertidores magnetófonos
de asustantes megáfonos,
de temibles semáforos,
respiran amarradas
en incómodas escafandras,
jugando a la comba
de la muerte y la vida,
saltando a los records
de las órbitas planetarias.
Todo ello con la esperanza
de soltar algún día
definitivamente y para siempre
ancestrales amarras.
Se adiestran,
se entrenan,
se inquietan,
se angustian,
unas a otras se retan
se esfuerzan
ascienden,
trepan y trepan
como sus perdidas y remotas
tatara tatarabuelas
aquellas insignificantes amebas,
como sus casi vegetales bisabuelas
aquellas medusas-algas,
como sus primigenias madres
las pequeñas tupaias de Malasia,
como sus primogénitas hermanas
las australopitecas
que correteaban gozosas
entre las calas,
sin apenas percibirse de nada,
sin como éstas, darse cuenta,
que poco a poco
y para siempre
van dejando de ser grávidas,
que poco a poco y para siempre
van dejando de ser eso
que hasta ahora se ha llamado mujeres
para empezar a ser otra cosa,
para pertenecer a otra
muy distinta fauna.

Alfonsa de la Torre



El rostro de la paz

     Igual que un rostro virgen rosado por la aurora
encendido por fraguas de amores sobrehumanos
con viólas esbeltas de callados ardores
y palideces ebrias.
 
     Igual que un rostro nuevo que asalta sin sentirlo
y embriaga por sorpresa,
y aprisiona por gracia,
y por amor perdona el temblor y el espasmo.
 
     Como un rostro sin fauna, sin flora y sin especie,
sin género ni número ni nombre que le cuadre,
soñado en los carismas y en las apoteosis
y en los apocalipsis.
 
     Igual que un joven rostro con cresta de metopa
y entrecejo de tímpano embutido de arcángeles,
con mirada evangélica de virtudes y músicas,
de frutas y zampoñas.
 
     Igual que un rostro hermético de esfinge milenaria,
con corazón de pórfido y pupilas de nave,
recostado en un gesto de promesa sin firma
y de ilusión estéril.
 
     Como un rostro de fábula en medio de la fronda,
hollado por doncellas y ninfas huidizas,
que excitaran amores bajo copas de árboles
para matar sus héroes.
 
     Igual que un dulce rostro de cementerio antiguo,
recubierto de musgo y de barbas de hiedra,
con círculos de muros para abrazar sus muertos
en medio de la noche.
 
     Como un rostro de niño ahogado en una alberca
por acariciar ovas y peces solitarios,
por poblar los torrentes de sus truchas perdidas
y curar tiernas alas.
 
     Como fija mirada de inteligente perro
que por ser más que perro no siguiera a su amo
y durmiera a la sombra de los humos más frágiles
disueltos entre nubes.
 
     Así como un secreto de místicos estigmas,
como la faz de un muerto que alentara a los hombres,
como voz de epitafio que no acaba en olvido,
o un largo amén sin labios.

Alfonsa de la Torre


El silencio (la ausencia del amor)

Del milagro nace la llama viva
como llanto de niña dolorosa
que ha perdido muñecas y plegaria.
(…)
Dime cual es la senda de tus ojos
porque yo he de demostrártela bordada
de huellas amorosas en el aire.
¿Qué redonda asunción la de tu aliento!

Alfonsa de la Torre




Habla, que hasta que en los párpados escrita
tengo tu voz, antigua resonancia
que mi cansada sangre necesita.

Alfonsa de la Torre




Irrumpieron los ángeles

Venían de las olas,
de las aguas primeras creadas con plegaria,
de los mares proféticos latiendo entre los montes,
de los ojos sagrados con pestañas de hierba.
 
Venían de las ondas morosas sin rüido,
de las blancas corrientes de leches estelares,
de los fondos profundos de líquidas esencias,
de los abismos bíblicos donde callan las voces.
 
Venían de los líquenes de espuma nacarada,
de los esbeltos iris sin raíces de tierra,
de las alas de cisne no holladas por el aire,
de las diáfanas linfas sin sorpresa de riscos.
 
Venían de las claras cortinas de la lluvia,
de las áureas cascadas iluminando árboles,
de metales y hogueras, de resinas ardiendo,
de sahumerios perdidos ofrendados a dioses.
 
Venían de las gemas y del cristal de roca
y eran igual que flores con carne de diamante,
eran igual que estrellas con ojos de berilo,
frágiles e intocables rosáceas de los hielos.
 
Salían de las fraguas de volcanes bullentes,
del cáliz de los cráteres abiertos como bocas;
semejantes a espadas, a hojas de oro fundidas,
echando por los labios la lava de sus coros.
 
Se deslizaban suaves u la par que las nubes,
ascendiendo muy alto como huecas calandrias,
fontanas y torrentes les servían de túnica
y eran sus trenzas frescos chorros de surtidores.
 
Chocaron contra el mármol teñido de crepúsculo,
chocaron contra el cielo sus voces y tiórbas
y eran los instrumentos en sus brazos amantes
dóciles bestezuelas gimiendo de ternura.
 
Se escaparon las brisas cautivas en zampoñas,
la luz de primavera tintineó en los sistros,
el telar de las arpas desplegó sus praderas
y las cuerdas soltaron los triálogos secretos.
 
Al temblor de las cañas huyeron los faisanes,
galoparon corceles al retumbar tambores,
todas las sensitivas quejumbres de las dalias
revelaron sus ecos al besarse los címbalos.
La gracia se volcaba por míticos paisajes
como una cabellera caía con desmayo,
como una cabellera por los hombres del bosque.
esmaltando de fuego las colinas seráficas.
Todos los elementos dejaron la materia,
cesaron en sus cargos al sentir el concierto;
ni nubes, ni metales, ni gemas, ni amapolas
irrumpieron los ángeles.

Alfonsa de la Torre




Las olas, las horas...

«Omnes vulnerant ultima necat.»

Las horas...
Las olas...
las que en el mar
lentamente se
mecen con placidez
de corriente;
las ondas
que entre los peces
van y vienen
suavemente.
 
Las horas...
transparentes
como toronjas
de naranjas
orondas.
Alondras
que pían
entre las frondas
de los meses,
casi redondas
como hojas
que el árbol
de vida tejen,
con corolas
que van rozándonos
verdes,
al aire de gracia
tenues.
 
Las otras:
las que nos pierden,
hojas de metal
las cobras
que más muerden,
colas de escorpión
las ondas
que a distancia
cual pedradas
hieren.
 
Las olas...
las del mar,
con largas colas
de alga
y de sal;
caracolas
o barcarolas
con sus vaivenes
y sus columpios
de desdenes;
con sus idas
y venidas,
sus bajadas
y subidas,
blancos bueyes
de acometida
con cornadas
de recaída.
 
Las horas...
las que nos doran:
las opulentas Pomonas,
las que se desgranan
en las eras
como semillas
de hermosas
sementeras;
las hormiguitas
de las grandes
Eras
de la Historia,
las del cuerno
de Amaltea,
las polícromas
y prolíferas
diosas
Floras.
 
Las Horas
que nos sostienen
amorosas
como a Afrodita
cuando sale
de las olas,
al emerger
de los sueños
alentando
cada empeño.
 
Las horas
que más nos quieren
al empaparnos
de mieles,
al festejarnos
de esquilas,
al coronarnos
las sienes
de siemprevivas
y de lises
y aureolas...
 
Las horas
que más prometen
cuando el alma
se enamora,
las que en un fanal
nos meten
forjándonos
a deshora
largos mantos
de esperanza
con oro
de sus esporas.
 
Las otras.
Las que se temen,
las que comprometen
a solas,
en esquifes
o arrecifes,
sobre acantilados
desolados,
o en istmos
con seísmos
en medio
de oscurantismos
sin posibles cabriolas...
 
Las horas
que nos delatan
cuando nos aprietan
y nos atan,
las que acusan
y rehusan
cuando afiladas
os alcanzan
y nos clavan
en lo oscuro
contra un muro
sin salida,
ya al acabarse
la vida,
cuando ya
no se dilatan,
cuando ya
no queda gota
de agua limpia
en la clepsidra...
las últimas,
las que matan.
 
Las olas
que van perdiéndose
a prisa
como notas
apagadas
en la cantata
sagrada
de una misa
al oficiarse
en altares
de altos mares.
 
Las olas...
las verdes olas
que refulgen
y esplenden
cuando cabrillean
y perlean;
cuando zumban
y retumban;
cuando braman...
cuando llaman
entre rocas
o entre tumbas;
cuando encantan
con sirenas
o con cornamusas.
 
Las olas...
tantas estolas
azules,
verdes
y malvas,
de Epifanías
y de Albas,
de Vísperas,
de Tinieblas,
de Pentecostés
de fuego
y de Réquiem
de sosiego,
de Cuaresmas
y Natales,
las de pilas
bautismales
y expectativas
de Adviento,
las de las Ferias
Pascuales
del contento.
 
Estolas
dobladas
sobre las olas,
cruzadas
sobre las horas,
como los brazos
y manos
de un muerto,
sosteniendo
las pequeñas
crucecitas
del tiempo;
como péndolas
paradas
de relojes
polvorientos;
estolas
pintadas
sobre negro
de catafalco
y de entierro
con cruces blancas
igual que tibias
resecas
y huecas
de Memento...
 
Las olas...
Las horas...

Alfonsa de la Torre



Torres

Torres en esbelta huida
con transparencias de flores.
¡ Qué alivio de ruiseñores
vuestra piedra enaltecida!
Lucís en la tarde herida
por irisadas saetas.
De golondrinas inquietas
y de tórtolas sutiles,
sois un sueño de perfiles
bajo las nubes violetas.

Alfonsa de la Torre















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