Eduardo Talero

Febricitante

Si el termómetro sube
dos milímetros más,
se apagará esta vida
por siempre jamás…
Así les dijo el médico
después de examinar
mi pulso y del termómetro
la escala mercurial.
¡Oh, Señor! yo me dije,
¿conque mi vida está
tan sólo a dos milímetros
de la honda eternidad?
¡Oh, Señor! ¿Conque el áspid
que alargándose va
entre ese cristalito
me viene a emponzoñar?
¿De los miles de leguas
que he recorrido ya,
un milímetro sólo
me resta, nada más?
¿Conque ese áspid de argento
misterioso es capaz
de poner a mi vida
punto, punto final?
¿Lo que no consiguieron
ni balas, ni puñal,
ni besos, ni serpientes
ni cóleras del mar,
lo puede un hilo tenue
de sensible metal,
que se estira y contrae
por propia voluntad?
¿Quién eres? ¿Estilete
sutil de Satanás,
o gélido pistilo
de alguna flor letal?
¡No te muevas, no subas
ni un milímetro más!
¡Para, corazón mío,
la estocada fatal!

…………………………

¡Más no!… ya me ilumina
la fiebre el más allá.
¡Sube, hilito de argento,
un milímetro más!
Conviérteme el cerebro
en lámpara estelar
que a tu contacto fluya
como aurora boreal;
toma el corazón mío
en péndulo de paz
y elévalo a la luna
de dónde eres un haz,
elévalo a la luna
para siempre jamás…
¡Sube, hilito de argento,
un milímetro más!

Eduardo Talero




“Los guijarros esgrimían llamaradas de reflejos... La arena incinerada hervía... las hojas pugnaban por agacharse a buscar sombra unas tras las otras... Los pájaros volaban presurosos como si temiesen quemarse las alas en el aire. Las nubes eran bloques de acero a punto de derretirse...”

Eduardo Talero




 “Mi torre es humilde porque está hecha con barro de América y no con bloques sangrientos de Europa, porque no es trofeo de gloria quimérica, sino de esperanza viril es la copa... Sentir que en las propias arterias palpita la vida de un mundo. Y saber, saber bien que en la piedra medita nuestro yo misterioso y profundo.”

Eduardo Talero



"Tal era de indignado el ademán de Selvini en ese instante, que los transeúntes de la calle San Martín se detenían un momento a mirarnos con aire de sorpresa.
Él había detenido la marcha, y sujetándome por las solapas del saco con sus manos trémulas, clavó en los míos sus ojos dilatados y fijos, como esperando de mí una rebelión por lo que acababa de perorarme.
Yo aproveché esa pausa embarazosa para recordarle el fondo de su confidencia, y le dije, reanudando nuestro paseo:
-¿Y eso era a propósito de...?
-¡Ah, sí! Usted va a ver que tengo razón para emocionarme. De eso hace mucho tiempo. Aún era yo estudiante en Florencia cuando principié mis amores con Ida. En fin... eso es largo... Estábamos en pleno idilio de posesión, cuando su hermano nos separó bruscamente llevándosela en secreto para Nápoles. Convencido de que era imposible dar con su paradero, me embarqué para América. Usted sabe que entre nosotros ese es el remedio heroico para las grandes catástrofes. Pues bien... lo demás usted lo conoce. De esto hace diez y ocho años. Salí a la pampa como mayordomo en una colonia, y al cabo de algún tiempo compré la estancia donde ahora vivo con mi familia.
A arreglar los títulos de esa compra regresé a Buenos Aires.
Un día, en la misma cuadra del hotel donde me había alojado, oí que un chiquillo me gritaba desde la puerta de una de esas covachas de lustrar zapatos: «¡Hay asiento, caballero! ¡charola macanuta!»
No sé por qué ese grito me dejó como paralizado. Eso todavía es un misterio para mí. Yo tengo mis teorías acerca de ese punto, pero no es el caso de discutirlas con usted ahora. Ello es que ese chiquilín ejerció sobre mí una atracción irresistible, y yo fui a ocupar la silla que él quiso indicarme.
Entonces me di al examen de esa fisonomía que tantos recuerdos me evocaba. Hacía el mismo esfuerzo de atención necesaria para reconstruir un sueño, pero poco a poco adquirió mi primer capricho proporciones de esperanza. ¡Eran tan expresivos los ojos de ese niño! Usted, que es observador, sabe cuánto dicen las pupilas de una persona. Los niños, sobre todo, parece que conservan en los ojos la historia de su pasado, el colorido de su cielo nativo, los fulgores del idilio que los engendró y las sonrisas con que les hablaba la madre. Fíjese usted en los ojos de casi todos estos niños italianos; son ojos líricos, dramáticos; ojos de melodía. Algunos son negros, redondos, cálidos con matiz de castaña tostada al fuego lento; otros tienen brillo y azul espeso de onda meridional. Éstos abundan mucho aquí; darían azul suficiente para formar toda una ola del Mediterráneo. Pues bien; las pupilas de aquel chiquillo fueron para mí una revelación: me escribían con luz su nombre; eran ojos de Italia; eran los mismos de Ida. Tal vez aquel sorprendente parecido de fisonomías fue motivo inicial de sugestiones casuales; pero el hecho es que yo reconstruí en la imaginación el resto del drama de mis amores con Ida. Las contestaciones que el napolitanito dio a las preguntas mías, me convencieron de que esas conjeturas eran casi realidad. Ya con el dato del domicilio de la madre, quien en verdad se llamaba Ida, me dirigí al caer la noche al conventillo donde ella ocupaba una pieza a favor de las sombras del gran patio, mal iluminado por un pico de gas, me puse cautelosamente a recorrer la galería. A los pocos pasos me detuve palpitante ante un claro oscuro familiar que se destacaba en el fondo de una pieza muy pequeña."

Eduardo Talero
Ecos de ausencia













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