Hernando Téllez

"Aceptar con serena conformidad, con filosófica resignación ese destrozo diario que hace el tiempo en la vasta comarca de las ilusiones humanas, en la inestable arquitectura de la belleza femenina y de la arrogancia viril, en el repertorio de los afectos, en el cuadro estático de los hábitos, es, sin duda, la mejor, pero también la más difícil postura."

Hernando Téllez


Cenizas para el viento

El hombre tenía un aire cordialmente siniestro. Hacía por lo menos un cuarto de hora que trataba de explicarse, sin conseguirlo. Estaba sentado sobre un gran tronco de árbol, a la entrada de la casa. No se había quitado el sucio sombrero, un fieltro barato de color carmelita, y mantenía los ojos bajos, al hablar. Juan lo conocía bien. Era el hijo de Simón Arévalo y de la señora Laura. Un chico muy inquieto desde el comienzo. Pero no tanto como para suponer lo que se decía que estaba haciendo en la región, con viejos y buenos amigos de sus padres. Juan no lo creía, pero ahora… “Es mejor que se vayan”, repitió el hombre, con la mirada en el suelo, sin levantar la cabeza. Juan no respondió. Se hallaba de pie, a un metro de distancia del visitante. El día se presentaba hosco, con nubes de plomo y una evidente amenaza de lluvias. Hacía bochorno. Juan miraba los campos por encima, más allá del sombrero del visitante: verdes, amarillos, pajizos, otra vez verdes, un verde más intenso que los otros, y luego un verde desleído. El valle se veía bien desde ese sitio. Era un buen sitio para verlo ondeante, verdeante con todas sus espigas, cuando el viento soplaba. “¿Quién está ahí?”. La voz de su mujer, lanzada desde la cocina le llegó aguda y clara. No respondió. El visitante seguía con la cabeza baja. Y con uno de los pies, forrado en un zapato polvoriento, amontonaba contra el otro un poco de tierra fina, hasta formar un montoncito que luego apisonaba con la suela cuidadosamente. “Lo mejor es que se vayan”, repitió, levantando esta vez la cara. Juan lo miró. Y pensó que, sin duda, se parecía mucho al padre, salvo los ojos, olor de hoja de tabaco, iguales a los de Laura.

“¿Quién está ahí?”, repitió la voz, ya más cercana. Y, en i puerta que daba al corredor de entrada, apareció Carien con el chiquillo en los brazos. El hombre se levantó el tronco del árbol y maquinalmente se pasó una de las manos por las asentaderas. Luego se quitó el fieltro, salieron a relucir unos cabellos negros, espesos y alborotados. Parecía como si el peine no hubiera pasado por ahí n mucho tiempo. “Buenos días señora Carmen”, dijo. El hiquillo jugaba con el cuello de la madre, tratando de hundir los dedos en esa blandura. Era una criatura de meses que olía fuertemente a leche de mujer y a pañal sucio.

Juan no decía nada. Y el hombre se hallaba visiblemente desconcertado. Por unos segundos se pudo oír, perfecto, el silencio de los campos y en medio de ese silencio, los ruidos, siempre confusos, siempre latentes de la naturaleza. El valle palpitaba, intacto, bajo la hosca mañana. Pero ya vendrá el sol”, pensaba Juan. “Bueno, ya me voy”, dijo el visitante. Se despidieron. Carmen quedó silenciosa, mirando a su marido. El hombre se puso otra vez el fieltro, les volvió la espalda, caminó sin prisa y, al legar a la puerta de talanquera —diez, quince metros más allá de la casa—, la abrió con cuidado, produciendo a pesar de todo, el quejido característico de los goznes sin aceitar. Unos goznes ordinarios hechos en la herrería del pueblo.

“Debían irse”. ¿Por qué? El hijo de Simón Arévalo y de difunta Laura había gastado casi media hora, tratando de explicarlo. Pero qué confuso había estado. Esas cosas de la autoridad y de la política siempre eran complicadas. Y el hijo de Simón Arévalo tampoco las sabía bien a pesar de que ahora andaba en tratos con los de la autoridad, haciéndole mandados a la autoridad. “El muy bellaco”, pensó Juan. “Dijo que si no nos íbamos antes de una semana vendrían para echarnos”. “Tendrán que matarnos”, respondió Carmen. “Eso le dije”, remató Juan, completamente sombrío. No hablaron más. Carmen se fue para la cocina, siempre con el chiquillo en los brazos, y Juan quedó otra vez solo, plantado como un árbol, frente a su casa.

La vereda era pobre y la casa de Juan y el campo que la rodeaba no valían ciertamente la pena de que las autoridades se ocuparan de ella. No les iban a servir para nada: unos cuadros de maíz, unas manchitas de papa, un cuadrilátero de legumbres y un chorro de agua que bajaba, a Dios gracias, decía Carmen, desde la propiedad, esa sí grande y rica, de los señores Hurtado. ¡Y la casa! Mitad rancho y mitad casa. Juan pensaba que si se la quitaban la autoridad tendría que acabar de pagar la deuda de los pesos que le prestaron años atrás para hacer la cocina y el pozo séptico. ¿Pero, sí era cierto como lo dijo el hijo de Simón Arévalo, que ellos tenían que irse de allí? Claro que él había votado en las últimas elecciones. ¿Y qué? ¿No habían votado también los demás? Los unos de un lado. Los otros del otro. Y todos en paz. El que gana, gana. Y el que pierde, pierde. Juan soltó una carcajada. “Este quería asustarme”. Pero no. Recordó que una semana antes había estado en el pueblo. Una cosa le llamó la atención: algunos guardias, además del fusil, llevaban en la mano un rebenque. ¿El fusil?, vaya. ¿Pero el látigo? Juan cavilaba. La autoridad con el látigo en la mano le daba miedo. Además él notaba en las gentes algo extraño. En la tienda de don Rómulo Linares no le quisieron vender aceite. Le dijeron que se había acabado. Pero el aceite estaba ahí, goteando, espeso, brillante, de la negra caneca al embudo y del embudo a una botella, detrás del mostrador. No dijo nada porque don Rómulo le hizo una cara terrible y a él no le gustaba andar de pendencia con nadie. Por el mercado se paseaban cuatro guardias. Pero no había mucha gente. El compró algunas cosillas: una olla de barro, un pan de jabón y unas alpargatas. Luego entró a la farmacia por una caja de vaselina perfumada y un paquete de algodón. El señor Benavides, muy amable pero con cierto aire de misterio le preguntó: “¿por allá no ha pasado nada todavía?”. Y cuando Juan iba a responderle, el señor Benavides le hizo señas de que se callara. Entró un guardia y detrás, precisamente, el hijo de Simón Arévalo. El guardia golpeó con el rebenque la madera del mostrador. El señor Benavides se puso un poco pálido y envolvió de prisa la compra de Juan. “¿Qué hay por aquí?”, dijo el guardia. Arévalo reconoció a Juan. Pero lo miró como si no lo conociera. El guardia no le dio tiempo al señor Benavides para contestar. Se volvió a Juan, y haciendo sonar el látigo contra sus propios pantalones le dijo: “¿Y usted también es de los que están resistiendo?”. Juan debió de haber palidecido como Benavides porque sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Hubiera querido abofetear al guardia, pues no era cosa de que un guardia, sin más ni más, hablara así a un hombre pacífico, que estaba comprando, sin molestar a nadie, una caja de vaselina y un paquete de algodón donde el señor Benavides. Arévalo intervino: “Sí, es de los rojos, de aquí cerca, de la vereda de las Tres Espigas”. Juan parecía como clavado al piso y miraba, sin poder apartar los ojos, el pequeño trozo de guayacán perforado en uno de los extremos, por donde pasaban los ramales del látigo. El guayacán parecía un largo dedo con las coyunturas abultadas por el reumatismo, Y el látigo seguía sonando contra la tela basta, color de cobre, de los pantalones del uniforme. “Aja, aja”, gruñó insidioso el guardia. “Pero es de los tranquilos, yo lo conozco”, cortó Arévalo, El rebenque dejó de frotar la tela. “Ya veremos. Ya veremos, porque todos son unos hijoe… madres”, y se le abrió al guardia en la mitad de la cara una risa sardónica. “Aquí se acabaron las carcajadas, ¿oyó, Benavides? Y usted también…”

Salieron. Juan sentía seca la boca. Tomó el paquete de encima del mostrador, buscó las monedas en el bolsillo para pagar cuarenta y cinco centavos, y se despidió del señor Benavides, a quien todavía le temblaban las manos y seguía pálido como un hombre atacado súbitamente por un calambre en el estómago.

Pero ahora la amenaza tomaba cuerpo en la persona del hijo de Simón Arévalo. Y Juan recordaba que Simón Arévalo había sido su amigo. Y que este mismo muchacho no parecía tan malo. Solo que le gustaba andar discutiendo aquí valla, por todas partes, de esas cosas tan enredadas y difíciles de la política. ¿Pero en qué estaba ahora? Si se hubiera metido a guardia, muy bien. Pero no llevaba uniforme. Desde cuando se pusieron tan mal las cosas, Arévalo era el gran amigo de la autoridad. En el pueblo le dijeron que no salía de donde el alcalde y que con los guardias trasegaba, mano a mano, las copas. Un sostén de la autoridad. Eso seguramente era Arévalo. Un sostén que tenía la ventaja de conocer a todo el mundo, en cinco, tal vez en diez leguas a la redonda. ¡Qué gracia! Si Arévalo había nacido allí como Simón, su padre y como el padre de Simón, su abuelo. Qué gracia, si había ido a la escuela del pueblo, con la pata al suelo, como él mismo, y con la pata al suelo, también como él, había corrido por todos esos campos, aprendiendo el nombre de todos los dueños y arrendatarios y aparceros y peones, trabajando aquí, trabajando allá hasta cuando estuvo crecidito y se hizo hombre de zapatos y de sombrero de fieltro y se quedó a vivir en la localidad.

Los disparos despertaron primero a Carmen, luego a Juan y, finalmente, el niño se echó a llorar. Estaba amaneciendo, porque las cosas en la habitación se distinguían muy bien. Juan, al saltar de la cama calculó la hora: tas cinco de la mañana. Los disparos volvieron a oírse, pero más próximos. Terminó de ponerse los pantalones, apretó la hebilla del cinturón y se precipitó a la puerta. Había calculado bien la hora: una claridad lechosa caía del cielo sobre los campos. “Sí, son las cinco. Hará un buen día” pensó, sin darse cuenta. La puerta de talanquera anunció con sus goznes que alguien entraba. Pasaron dos hombres. Juan los reconoció desde lejos: uno, Arévalo, y, el otro, el guardia del rebenque, el que lo había encarado en la botica del señor Benavides. ¿Entonces resultaba cierta la amenaza de Arévalo? Doce días habían pasado desde la visita. Y Juan pensaba que todo estaba en orden. “Una semana, váyanse dentro de una semana. Es mejor para ustedes. De lo contrario…”. Y ahí llegaba otra vez Arévalo, pero ahora acompañado de la autoridad.

El guardia echó otro tiro al aire, al acercarse a Juan. “¿Suena bien, no?”, dijo, “y sonarán mañana muchos más, si a esta hora no se han largado de aquí. ¿Entienden?”. Rastrilló de nuevo la pistola y apuntó a lo lejos, hacia las esbeltas espigas de maíz, por divertirse, por puro juego. Arévalo estaba cabizbajo. No miraba a Juan, ni a Carmen quien había salido corriendo para ver qué pasaba. “Ya lo saben, a largarse, a largarse pronto”. Acomodó la pistola entre la cartuchera, cogió del brazo a Arévalo y volteó la espalda. Hasta ese momento Juan comprendió que el aliento del guardia apestaba a aguardiente.

Todos cumplieron: Arévalo y la autoridad, Juan y Carmen y el niño. La casa ardió fácilmente, con alegre chisporroteo de paja seca, de leña bien curada, de trastos viejos. Tal vez durante dos horas. Acaso tres. Y como un vientecillo fresco se había levantado del norte y acuciaba las llamas, aquello parecía una fiesta de feria, en la plaza del pueblo. Una gigantesca vaca—loca. El guardia del rebenque saltaba de gozo, mucho más entusiasmado, desde luego, que sus cuatro compañeros y que Arévalo, venidos para constatar si Juan Martínez se había ido o si oponía resistencia.

Cuando regresaron al pueblo, se detuvieron en la tienda de Linares. Ahí estaba el alcalde recostado deliciosamente contra los bultos de maíz.

“¿Cómo les fue?”. “Bien señor alcalde”, respondió Arévalo, taciturno. “¿Martínez se había ido?”. “No”, dijo el del rebenque, “cometieron la estupidez de trancar las puertas y quedarse adentro, y, usted comprende, no había tiempo qué perder…”.

El aceite seguía goteando de la caneca al embudo y del embudo a la botella.

Hernando Téllez



"De un día para otro, sin tomar cuenta inmediata del lento naufragio, de la parsimoniosa catástrofe en que nos vamos sumergiendo, la soledad abre tenuemente el dique de sus aguas profundas. Y la marea empieza a ascender, a subir, a subir sin que podamos oponer nada a su implacable desborde."

Hernando Téllez







Libertad incondicional

      El juez leyó el veredicto. Los cinco jurados permanecimos de pie y el acusado también, pero entre dos guardias. No había público, a excepción del que formaban algunos parientes del “asesino” y de la víctima. En total, unas veinte personas. El veredicto era absolutorio: “no es responsable”, “no es responsable” y “no es responsable”, estaba escrito con mi letra, en el papel que el juez tenía entre las manos, como respuesta a las tres preguntas del cuestionario. Yo miré al acusado. Inalterable. Inconmovible. Con las manos, le daba vuelta al sombrero. Tenía ligeramente inclinada la cabeza sobre el pecho. Hubo un momento de amable desorden mientras el juez, los abogados, el fiscal y los jurados, nos despedíamos. Al pasar cerca del ex—acusado, volví a mirarlo. “Venancio Ramírez. Ojalá no se me olvide este nombre”, pensé. Y salí a la calle.
       La noche bogotana estaba yerta y una ligera humedad se palpaba en el ambiente. Del cielo plomizo bajaba, como cernida, una garúa interminable. Calculé las dos de la madrugada. Miré en mi reloj de pulsera, las dos y diez minutos. “Pero adelanta. Mañana iré al relojero”. Sonreí ante esa promesa siempre incumplida. De lejos me llegó el quejido metálico de un tranvía al frenar sobre los rieles. “El tranvía de las 2”, afirmé, para mí, categórico. Seguí andando. En la Plaza de Bolívar el viento peinaba, como a una cabeza de mujer, las sucias aguas de los estanques. “Ondulado permanente”. Rectifiqué: “ondulado provisional”. Los invisibles dardos del frío estaban en la atmósfera, en el aire. Pero yo me sentía extrañamente satisfecho. Extrañamente feliz. Venancio Ramírez había sido absuelto. Pronto estaría en la calle, se iría para su pueblo, regresaría a su trabajo de miserable campesino. Yo había dado la batalla. Los cuatro jurados restantes se mostraban indecisos y perplejos. Yo logré convencerlos. Bien estudiadas las cosas, lo que yo sentía era la paz de la conciencia. De la razón y de la conciencia. “Excelente batalla”. Pero, ¿por qué vacilaban ellos? ¿No quedó demostrada,' técnicamente, la imposibilidad de que el grito de la mujer de Venancio Ramírez, lanzado desde el fondo de la cañada, pudiera oírse en la colina donde se encontraban la casa y el declarante que dijo haberlo oído? ¿No fuimos allá mismo los jurados para hacer la prueba y yo no representé, acaso, el papel de la víctima, y en el sitio donde aparecieron las manchas de sangre sobre la piedra, a la orilla del riachuelo no grité con todas mis fuerzas “me mata. Venancio me mata” y ninguno de los que se hallaban en la eminencia pudo oírme? ¿No quedó comprobado que Ramírez regresaba de la población, camino de su casa a la hora más probable del crimen y que en ese camino fue visto y oído por varios testigos? ¿Y que en la tarde de ese mismo día penetró, rumbo a su parcela, a las dos ventas que sirven de hitos en el trayecto? Además, Venancio no iba solo. Iba acompañado de un hermano de su mujer. Y los dos llegaron a la casa y no encontraron a María del Carmen y se pusieron a dar voces, precisamente desde la colina. Y nadie les respondió. Y descendieron, con el alma en un hilo, al fondo del vallecito por entre las espigas de maíz y las zarzas de los matorrales. “Debe estar lavando los trapos”, dice el expediente que dijo Venancio. Y el cuñado lo corrobora. Entonces, ¿qué? Pero María del Carmen no apareció inclinada sobre la piedra, a la orilla del agua, golpeando la ropa. En la piedra descubrieron frescas manchas de sangre, y tras del rastro, unos metros más allá, boca arriba, fijos los ojos en el cielo, el cadáver de María del Carmen. El cuchillo debió penetrar muy hondo en la garganta, a la altura de la clavícula izquierda para dar paso a la muerte y a una súbita cascada de sangre que ya no manaba y empezaba a secarse bajo el sol. ¿Venancio y su cuñado no regresaron al pueblo para dar aviso a la autoridad? Entonces, ¿qué?
       Las sospechas sobre Venancio provenían del padre y de una de las dos hermanas de María del Carmen. Pero se referían a una tradición de la conducta de Venancio, con relación a su mujer, no al acto mismo del crimen. ¿Y qué importaba la tradición? Venancio maltrataba a su mujer y la hacía trabajar como a una bestia. Eso declaraban ellos, para quienes resultaba seguro, “por lo menos ante Dios”, decían, que el asesino no podía ser sino Venancio. Pero la otra hermana, la menor de las tres —María del Carmen era la mayor— afirmaba no haber sabido nada de las querellas entre su cuñado y su hermana. Y aun había llegado a declarar que Venancio era un hombre bueno. ¿Quién pudo, pues, matar a María del Carmen?
       Esta fue la pregunta que yo hice, una y otra vez, a mis compañeros de jurado. No lo sabíamos. Todos estábamos de acuerdo en ese punto. Pero alguien mató a María del Carmen. ¿Quién? La tradición de golpear a la mujer, inclusive de odiarla aun en el momento de poseerla, y de hacerla trabajar como se hace trabajar a una muía o a un buey, no demostraba nada contra Venancio porque Venancio no había inventado esa tradición. Esa tradición estaba ahí, envolviendo su vida, desde mucho antes de que él cayera sobre la tierra, desprendido de la matriz de su madre. Como una muía o un buey debieron ser tratadas la madre y la abuela, y la madre de la abuela, y la abuela de la abuela de Venancio. ¿Entonces qué?
       Podíamos garantizar que existía un criminal: el asesino de María del Carmen. Pero no podíamos garantizar que ese asesino fuera Venancio. ¿Podíamos garantizar que Venancio era un mal hombre, sólo porque golpeara a su mujer? ¿Podíamos, por ello mismo, suponer que no la amara? El mismo Venancio, ¿qué sabía de todo esto? Cuando el juez le dijo que existían testimonios de los malos tratos que él daba a María del Carmen y le preguntó, en seguida, con el ánimo de aniquilarlo, si había querido o no a su mujer, Ramírez respondió: “yo le pegaba a veces, pero yo sí la quería”. El fiscal, por otra parte, no tenía más base para su argumentación acusadora que la historia del grito, referida por el declarante, un labriego, que pasaba por las cercanías de la casa. ¿Y qué era ese grito en el caso de que hubiera podido oírse? “Me mata, Venancio me mata”. Una estupidez. Porque bastaba alterar el sitio de la coma, para que de acusación se convirtiera en llamamiento de auxilio.
       No sé por qué tomé con tanto entusiasmo la defensa del acusado ante mis compañeros en el juicio de conciencia. Llevábamos cuatro horas de sesión, con leves interrupciones. Y cuando la defensa terminó, por última vez, de hablar, y pudimos incorporarnos un momento de las sillas en que nos hallábamos sentados, me propuse ahuyentar la fatiga y el sueño que trataban de ganarme arteramente, promoviendo, a fondo, una revisión completa de los hechos. Los jurados no se opusieron. Se les notaba el tedio y hubieran deseado terminar cuanto antes adoptando la solución intermedia propuesta por uno de ellos: “culpable, pero sin premeditación”. Nadie, fuera del acusado, podía considerarse como enemigo o malqueriente de María del Carmen. Nadie aparecía con ese carácter en el expediente. Era una mujer sin enemigos, laboriosa y tranquila. Yo me enardecí un poco. ¿De manera que íbamos a condenar a un hombre sin poder demostrar su culpabilidad? ¿En dónde estaba la prueba? ¿La vida conyugal de cuántos campesinos colombianos difería de la que llevaron Ramírez y su mujer? ¡Si hubiera tan sólo un indicio de confesión o una sospecha bien fundada! Pero Ramírez no se había contradicho jamás en la negativa absoluta de la culpabilidad que se le atribuía ni tampoco en la relación de las circunstancias que escalonaron su jornada el día del crimen. Campesino y todo, la lógica de su relato resplandecía como una obra maestra de sencillez y de veracidad. Ni un escape, ni una falla en la demostración de esos hechos. Se le vio donde él dijo y a las horas que él dijo y durante el tiempo que él dijo. No pudo ser rectificado. En sus manos, en su vestido, ni una gota de sangre. Llegó a la casa con el cuñado. Llamaron a María del Carmen a gritos, la buscaron, etc.
       Los jurados bostezaban de cansancio y de sueño. Y aceptaron mis tesis. Yo escribí, por tres veces, la frase consabida: “no es responsable”. Una victoria de la Conciencia y de la Razón...
       La llovizna seguía cayendo, con injusta tenacidad, desde un sórdido cielo de plomo. Pero yo me sentía extrañamente satisfecho, extrañamente feliz.

* * *
       Y poco a poco me fui olvidando de Venancio Ramírez. A veces pensaba en él y me acosaban los deseos de ir a donde el juez para preguntarle si el veredicto del jurado había tenido plena confirmación, como yo lo deseaba. Pero la imagen de ese hombrecillo sin corbata, sentado entre dos fusiles y dos guardias, modesto, simple, color de tierra, inmóvil, inalterable en su banco, se me fue borrando de la memoria. Al cabo de unos cuantos meses ya no me acordaba de él, sino del acto de liberación cumplido por mí, ante el jurado. “Ramírez debe ser ahora un hombre libre”. Eso es. La Libertad tenía algo que agradecerme por haber trabajado eficazmente en su servicio. De no explicar como expliqué los hechos, el jurado hubiera tomado otra decisión y la Libertad, acaso, perdido un inocente para que la Autoridad ganara un criminal. No fui nunca a visitar al juez. Y el perfil humano de Ramírez y el recuerdo de esa helada noche, con su triste garúa, su lamento metálico y el gentil capricho del viento sobre el agua de los grandes estanques, se disolvieron, se perdieron en el abismo de la conciencia.
       Por eso mismo, cuando mucho más lejos de todo esto en el tiempo, me fue anunciada la visita de un hombre que decía llamarse Venancio Ramírez, tuve que hacer un esfuerzo de buzo para extraer del fondo submarino de mis olvidos, y devolverla a la tierra firme del recuerdo, la estampa del hombrecillo de marras. Entró sin mucha timidez. Había engordado y envejecido un poco. “Es la oportunidad de la gratitud”, pensé. Y lo miré a los ojos. “Color de tabaco”. Sí. “Y la piel terrosa”. Lo hice sentar frente a mí. “Como en el banquillo”. Imaginé los dos guardias y los dos fusiles. No. “Ahora Ramírez es un hombre libre”. En verdad, no me había equivocado. Era la visita de la gratitud. Él se enteró, por otro de los jurados, de mi alegato ante ellos. A mí, a nadie más que a mí, decía, debía la libertad. Gracias a mí, podía trabajar como un hombre honrado, allá mismo en su parcela. “¿Solo?”, pregunté. “No señor, con mi esposa”. Lancé una exclamación de sorpresa, y Ramírez, muy azorado aclaró: “Volví a casarme”. “¿Con quién?”. “Con la hermana menor de la difunta”. Solté una carcajada para disimular el malestar interior que sentía nacer como si alguien estuviera amenazándome. “Está bien”, dije, saboreando con plenitud la idiotez de mi propio concepto: “está bien, porque eso demuestra una vez más su inocencia”. Ramírez se quedó mudo y se puso a mirar con obstinación al suelo. Mi propio malestar creció como una marea en esos segundos de silencio. “Voy a despedirle, es fastidioso todo esto”, pensé. El hombre levantó la cabeza y sin vacilar, cándidamente, me dijo: “No señor, porque yo no soy inocente. Yo la maté. He venido para decírselo a usted que es mi salvador. No tengo otra manera de agradecerle cuanto hizo por mí. La maté no sé por qué, señor. Tal vez porque yo quería vivir con la otra, con Sabina...”

Hernando Téllez
Cenizas para el viento y otras historias
(Bogotá: Librería Mundial, 1950, 216 págs.)




"La juventud acababa de pasar por la calle, bajo la preciosa y frágil envoltura carnal de la belleza femenina en perfecta sazón. Esas muchachas simbolizaban fugazmente el triunfo sobre las leyes que aseguran la desintegración, y la fealdad, y la decadencia, y la muerte."

Hernando Téllez



"Los niños jugaban sobre la fina y rubia arena de la playa. Desde el sitio en donde me encontraba veía sus gráciles siluetas, casi desnudas, proyectadas contra la brillante línea del agua. (...) Yo pensaba: qué delicia volver a ser niño, pero con la conciencia plena de serlo de saber que se es niño."

Hernando Téllez



"(...) no poder olvidar debe ser un supremo martirio porque en él va sobreentendida una negación a la vida, a la vida que es una cotidiana victoria sobre el pasado, sobre la hora antigua o sobre la hora que acaba de fugarse, en cuyo seno, acaso, viajaba el dolor, el hastío, la desazón, la inconformidad, tal vez la indescifrable tristeza de envejecer estérilmente."

Hernando Téllez




"Proust demostró genialmente (...) cómo va originándose el proceso ineluctable del olvido y de la indiferencia en las almas más apasionadas y fieles; cómo no es posible garantizar ni la eternidad del amor, ni la de la amistad, ni siquiera la de los hábitos y los vicios más opresores y tenaces; cómo todo va transformándose, cambiando de contenido y de significación, en el espíritu, en la sensibilidad, en el dominio de la inteligencia, en el laboratorio interior de las almas."

Hernando Téllez



"Todo es mudable, inestable y cambiante en la individualidad, nos dice [sc. Proust], al revelarnos el proceso del amor y del desamor, de la indiferencia y del olvido, de la desintegración celular de los sentimientos, de la deformación paulatina de las pasiones y de los hábitos. Todo, sí, menos la plenitud del arte que, por lo demás, no se consigue sino en breves y fugaces momentos: los minutos en que vibra la frase musical de una sonata, aquel instante cuando entrevimos en la lejanía crepuscular el perfil gótico de un campanario, el momento de la contemplación de un cuadro, esa tarde maravillosa en la campiña provinciana, aquel perfume de flores campesinas que resucitan el recuerdo de un lejano día de la niñez... Fijar, detener el tiempo para que ese minuto no se pierda en el abismo de la conciencia, y poder reconstruir, reconquistar así el pasado perdido, he ahí el milagro de la obra proustiana, que es, por ello mismo, un monumento de la memoria victoriosa del tiempo y el espacio."

Hernando Téllez




"Una de las leyes sustanciales de la vida es la del olvido, y ella consiste en que una pena que juzgamos insoportable e infinita, se cambie, al golpe de los años, en soportable y finita, en que un amor que juzgamos eterno y cuya pérdida creíamos iba a causar el desastre de nuestra vida, perezca, y al perecer deje intacta la posibilidad de una dichosa existencia en que el odio y la envidia y la ambición de riqueza, de poder, de gloria, de dominio, que pudieron conturbarnos y poseernos satánicamente, se transforme en indiferencia, en magnanimidad, en suave templanza del espíritu y de la carne. Por virtud de la inexorable ley del olvido podemos preguntarnos algún día con el mismo acento de melancólica inconformidad que resuena en las estrofas de Jorge Manrique: ¿qué fue de esa devastadora ambición que no pudo, a la postre, dominar mi vida? ¿Qué fue de tanto dolor, de tanto amor, de tanta inquietud y desazón con los cuales se llenaron mis horas? ¿Qué se hicieron? ¿Qué queda de ellos?"

Hernando Téllez













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