Jesús Torbado

"Como novelista –y como lector– prefiero lo que me emociona a lo que me asombra, prefiero las novelas que se pegan a las paredes del corazón que las que se hacen ver en el microscopio de los doctores críticos."

Jesús Torbado


"Cuando el tren se detiene, los dos viajeros —hombre y mujer— bajan del tren. Ocupan su lugar dos muchachas jóvenes, una de las cuales es hermosa. El viajero solitario las mira, especialmente a la segunda. Los demás piensan que, por fin, sabrán quién es y a dónde va. El viajero, sin embargo, se sumerge nuevamente en su novela de aventuras. De vez en cuando levanta sus largas pestañas y fija las pupilas negras en el rostro de la muchacha hermosa. Pero no llega a decir una sola palabra. La mujer más próxima a la portezuela cuchichea al hombre que viaja a su lado algo sobre nuestro viajero. El hombre mira y sonríe. El viajero va tocando el botón superior de su camisa, dándole y dándole vueltas entre los dedos finos. Tal vez se trate de un tic nervioso. La mujer ríe también y ahora tiene una buena disculpa para poder mirar descaradamente a nuestro viajero sin que los demás se incomoden. Su cabeza es realmente atractiva. Lástima que no quiera hablarnos y podamos adivinar su voz y los gestos con que acompaña las palabras. Mientras estamos esperando, el tren se ha acercado a la noche. Al otro lado de las ventanillas sólo se ven sombras y luces que saltan de repente y brillos de otro tren que cruza. Esperaremos algún tiempo. Si intentamos dormir tan pronto, antes nos cansaremos de las posturas incómodas y será peor. El viajero solitario mira de frente a la muchacha hermosa, como si en su rostro debiera él descifrar algún misterio. Acaso se trata de un joven calavera. Cuando lleguemos a Madrid veremos si coge su maleta y la de la chica y consigue acompañar a ésta. Siempre ocurre lo mismo. Y luego, que Dios sepa dónde van a parar los dos. Madrid es una gran ciudad donde la moralidad brilla por su ausencia como en todas las grandes ciudades. Entra el revisor y el viajero solitario le tiende un papel que causa la extrañeza del empleado. Va a preguntar algo, pero se contiene cuando ha notado la expectación de los otros. Él es hombre discreto. Pero esta discreción nos hace más misterioso al viajero y hasta la muchacha hermosa comienza a interesarse en su persona. El efecto, pues, está conseguido. Ahora ya es indudable que sucederá algo interesante entre los dos. Madrid es una gran capital, una capital como todas las otras: como París o Londres o Tokio, si exageramos las cosas. El muchacho —en el fondo es un muchacho, se le nota en seguida— ha guardado su libro, ha encendido otro cigarrillo (los médicos deberían decirle que no fumara tanto) y aspira el humo con los ojos cerrados. Ya es noche alta. Llueve. En el vagón entran finas ráfagas de aire frío. El viajero se pone una gabardina barata y nueva también, se arropa y se apoya sobre la ventanilla. Querrá dormir. La señora que advirtió el tic nervioso del hombre joven, pregunta si desean apagar la luz. Todos dicen que sí, excepto el viajero de la novela de aventuras. Entra el silencio en el compartimiento del tren, mientras éste sigue caminando en medio de la noche y de la llanura."

Jesús Torbado
Las corrupciones



"El Camino de Santiago ya es como Cancún."

Jesús Torbado



"El turista es un producto moderno, no viaja, consume."

Jesús Torbado



"Era un aspecto de la cuestión que convendría dejar muy claro en su informe para que Ciano obrase en consecuencia. Tenía que prometerles algo más. Las glorias de Italia, e incluso las de España vinculada a Italia, tal vez no fueran suficientes para sus ambiciones.
Cuando empezaron a sonar los primeros aplausos, un poco amortiguados por la cortesía hacia el conferenciante, Salvatori se deslizó silenciosamente hacia la puerta de salida. Algunas visitas rutinarias y su estancia en La Habana habría concluido. Necesitaba, pues, aprovechar al máximo los últimos momentos. No se encontraba ya encerrado en el pequeño submarino en el que apenas podía respirar, con toneladas de agua sobre la cabeza y la amenaza de una carga en cualquier instante. La noche era calurosa, pura, diáfana, y hasta Cuba no podían llegar los alaridos de los polacos aplastados por los tanques nazis. Salvatori tampoco quería pensar en su propia vida. Sobre algunas calles volcaba la música, el esplendor de una ciudad eternamente en fiesta. Para sobrevivir, los cubanos tenían que cantar, pero tampoco en ello quería detenerse Salvatori. Conocía los lugares en que se cantaba, los lugares en que abundaban el whisky y las mujeres: las redes del olvido. Los norteamericanos iban descargando sus mercancías de soberbia y de dólares y todo el mundo parecía dichoso. Era comprensible que, llegado el momento, muchos de aquellos hombres con quienes había hablado se negaran a regresar a Europa. A él mismo le costaba un gran esfuerzo hacerlo.
Sí, necesariamente tendría que incluir en su informe algunas referencias a las noches de La Habana. Necesariamente tendría que hablar de las mulatas, de Varadero, del mar, de las guajiras, de las borracheras de ron, de la alegría de vivir para que sus superiores no carecieran de datos a la hora de llamar a todos aquellos hombres. Tal vez ellos mismos no estaban disfrutando mucho de todo esto, pero no sería fácil arrancarlos a la posibilidad de hacerlo en cualquier momento."

Jesús Torbado
En el día de hoy






"Fue la propia abadesa la que abrió la puerta, que chilló sobre sus goznes. Detrás de ella había una especie de patio o claustro parcialmente cubierto por el voladizo del tejado, a cuyo resguardo les mandó atar la mula. La abadesa volvió a atrancar con una sólida barra de hierro.
—Nuestra regla no nos permite que entren hombres en esta casa, aunque en una noche como ésta y tratándose de santos peregrinos, sin duda el Señor nos perdonará la falta.
—Haremos penitencia por ello, señora —dijo Martín—. Es muy negra la noche y nos hemos perdido.
Era una mujer grande y fuerte, de unos cuarenta años. Vestía una túnica gris claro que dejaba arrastrar por el suelo, pero llevaba la cabeza descubierta. El pelo le caía liso y ordenado hasta la mitad de la espalda. A su lado, con un cirio corto en la mano, otra monja que parecía más joven se ocultaba bajo una toca negra.
—Deberíais cenar algo caliente —dijo la abadesa. Luego se volvió para ordenar a la joven—: Vete a la cocina a preparar la sopa. Tomó el cirio de ella y se lo pasó a Martín. Al otro lado del patio abrió una puerta y la temblorosa luz iluminó una habitación de buen tamaño, con una mesa en el centro y cuatro lechos adosados a las paredes.
—Aquí podréis pasar la noche. ¿De dónde venís? Sin atreverse a sentarse, aunque lo estaba deseando, Iscam le contó algunos pormenores de su último y difícil día de viaje, así como quiénes eran ellos dos y los fervientes deseos que tenían de llegar cuanto antes a Compostela. La abadesa dijo que se llamaba doña Martana, que era discípula y seguidora de la famosa santa Egeria la Peregrina, la que había escalado el monte Sinaí, el monte Nebo, el Carmela, el Hebrón, el Tabor, el Tauro, el Teleno y todos los otros montes sagrados de la tierra.
Por tal motivo había ella erigido su casa en la cima del Cebrero, en las proximidades de Dios, y allí vivía con otras cuatro sórores dedicada a la meditación y a alabar al Altísimo. No seguían otra regla que la que ella misma había impuesto, pues era también propietaria de la abadía y de los terrenos circundantes, comprados con el dinero que le había legado su difundo padre, un poderoso caballero de Galicia.
—En mi juventud, también yo fui peregrina y llegué incluso a Roma y a Jerusalén, junto al sepulcro del Señor, acompañando a mi padre. En nuestro monasterio guardo muchas sagradas reliquias: una piedra sobre la que cayeron las lágrimas de Cristo en la cruz, una huella del pie de la Virgen, un diente de leche del Niño Jesús, el velo de santa Ana, una gota del sudor de Moisés convertida en piedra, está recogida en el Sinaí por santa Egeria, varios huesos de los santos Inocentes y muchas otras que llenan dos arcas grandes, casi todas reunidas por mí misma. Mañana podréis verlas.
—También nosotros tenemos muchas reliquias valiosas —dijo Martín—. Con gusto pagaremos tu hospitalidad con la que más aprecies de todas las que guardamos.
—O podremos cambiarlas —añadió cauto Iscam.
Doña Martana les invitó a sentarse en las camas; ella misma, con sus manos tan gruesas como calabazas, les ayudó a "descalzarse. Dos monjas entraron con palanganas de agua caliente y les lavaron delicadamente los pies. Luego vino la que se había asomado a la puerta. Sostenía en sus manos una olla de sopa de carne y verduras y les sirvió en sendas escudillas de latón muy brillante.
—Es la sopa más sabrosa que he comido nunca, doña —dijo Martín.
La abadesa sonrió y posó su mano sobre los cabellos rojos y todavía mojados del peregrino. Antes de que hubieran terminado de comer se retiraron las cuatro, pues había llegado una de sus horas de rezo, dijo doña Martana. Oyeron cómo una tranca cerraba la puerta por fuera.
Martín e Iscam estaban tan fatigados que apenas se dieron tiempo para reconocer su gran fortuna y regocijarse en ella.
La habitación era fría y austera, más propia de campesinos pobres que de ricas mujeres devotas, pero nunca hubieran esperado tan caritativo trato en aquel paraje desolado y remoto. Así lo reconoció en voz alta Martín mientras rezaba y daba gracias a Dios, de rodillas sobre el suelo de pizarra negra. Se desnudaron de las ropas húmedas del viaje y se tumbaron a dormir envueltos en las mantas que les habían dejado las monjas."

Jesús Torbado
El peregrino


"No he sido nunca un periodista puro. El mío es un caso de bohemia pura. Mi carrera periodística se parece más a la de los americanos de los años 20, no a la que yo practiqué en los 60."

Jesús Torbado



"Usa frases cortas. Usa un lenguaje vivo. Elimina toda palabra que sea superflua. Haz economía de la escritura. Pónselo fácil al lector."

Jesús Torbado











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