Alejo Urdaneta

"Creo que la inclinación hacia el arte no tiene un momento preciso para manifestarse. Todos hemos tratado de escribir un poema en la adolescencia, para celebrar la aparición del amor o por sentido patriótico. Recuerdo que tenía aproximadamente doce años cuando puse en el papel unas frases rimadas que querían ser poesía. Ya había leído a Andrés Eloy Blanco en «Canto a los Hijos», y me sentía llamado a decir como él la emoción a través de la palabra. Pero no creo que pueda decirse que eso era el descubrimiento de una pasión por escribir. Es que estábamos enamorados. Allí nace toda pasión."

Alejo Urdaneta



"El arte es ante todo forma. ¿Hay alguna relación orgánica entre estilo, que es la forma, y el fondo o contenido de una obra? El estilo es el valor expresivo de la obra y precede al contenido. Octavio Paz dijo unas palabras muy elocuentes en relación con el fondo y la forma en la poesía. Permíteme leerlo: «»Las verdaderas ideas de un poema no son las que se le ocurren al poeta antes de escribir el poema sino las que después, con o sin su voluntad, se desprenden naturalmente de la obra. El fondo brota de la forma y no a la inversa. O mejor dicho: cada forma secreta su idea, su visión del mundo. La forma significa; y más: en arte sólo las formas poseen significación. La significación no es aquello que quiere decir el poeta sino lo que efectivamente dice el poema. Una cosa es lo que creemos decir y otra lo que realmente decimos».

Cuando leemos un poema, la satisfacción que nos procura no se debe al contenido sino a la energía o expresividad encarnadas como forma en él. El arte literario no tiene un uso posterior, no hay una finalidad en el arte. Al leer la Divina Comedia no buscamos una historia: la investigación de los hechos que laten en su texto. El arte es «algo», una cosa en el mundo, no una exégesis del mundo. Y por eso digo que es forma antes que contenido."

Alejo Urdaneta



"El cuentista no escribe deliberadamente el cuento, es el mismo cuento el que surge ante él como necesidad y, como un taumaturgo, el escritor va dándole salida al impulso para crearlo."

Alejo Urdaneta




"El escritor no nace, va haciéndose progresivamente. Nada nace espontáneamente. Todos venimos a la vida con las mismas realidades y vamos adquiriendo en la formación que recibimos señales para lo que seremos en el futuro. Es verdad que hay algunas disposiciones en cada individuo para estar en el mundo. Se es realista o idealista, y eso determinará el modo de nuestro actuar en la vida. Tampoco se nace ingeniero o músico, pero en el fondo de la escogencia hay influencias, genéticas o sociales, que dirigen la elección."

Alejo Urdaneta



El esperado día en el otoño

Como siempre, llegó a la Plaza de los Ateneos; como siempre, están los visitantes del domingo en las más variadas fragancias de la calle: salsa derretida, castañas de bronce, perfumadas. Le gusta venir porque siente que está en una sala de teatro y él es actor y espectador. Y hoy más que nunca: podrá decirle una palabra a la mujer que le ha sonreído el otro día, otro domingo anterior, y tomar de los estantes viejos un libro siempre buscado, para brindárselo. Hay un contador de historias agazapado en la figura de un joven que se viste al descuido, y está el policía que habla de amores a su amiga de los domingos.
 Dicen sus historias pero parecen estampas fijas en un lienzo: perros y sombras, bombillos apagados de lluvia, gestos detenidos en el aire, y hasta una sonrisa. Todo eso lo ve en la plaza y en  la revista que ha encontrado en la calle, en las plateas de la rotonda abierta al bullicio de una tarde que ya casi es lunes, en los recuerdos que se forman sin querer, como algodón de feria.

Esta lluvia transforma los deseos, o los activa; derrama bondades en la sequía de la tristeza o empapa hasta la saciedad lo cotidiano. Pero siempre nos hace huir para hallar portales y estampas de viaje en el reflejo de las calles del domingo. Cuántas pisadas sobre huellas viejas, sobre charcos de vidrio que nos dan la presencia del contador de historias que le dice que esta mañana hace buen tiempo y le ofrece en un cucurucho de papel golosinas de colores.

 Empezaba el día y llegó a tiempo para esperar el murmullo de los paseantes. Tomó asiento en la silleta de hierro que utilizan los músicos en sus atriles y contempló las guirnaldas en los postes de luz; se hizo plena la mañana. Veía llegar a la gente que se agrupaba bajo los árboles, escuchaba el reclamo de los niños. Todo está allí y no echa de menos ningún triunfo. Ha encontrado un sitio al lado de la brizna seca que arrastra la acequia, y no hay conciliación con el paso de las horas hacia la tarde que pronto vendrá para silenciar el bullicio de la plaza.

Todo fue sorpresa, desde el domingo último hasta este otro que le devuelve fuerzas y hace resplandecer la poca luz otoñal en el cuarto abierto a una ventana de chimeneas. El sórdido ambiente resuena, mira siempre la huella destemplada de las paredes, lo agobia la sensación de inutilidad. Todo ocurre y pasa como si nunca hubiera ocurrido: el golpe que da a la puerta al salir de su templo gris y frío, la búsqueda desesperada de los bulevares amplios y silenciosos en el domingo.
Está en la calle, quebrado el sosiego, para buscar en otro lugar el brillo de las voces amarillas, frente a la incomprensión, el reto del tiempo, el reclamo del invierno inevitable, porque no hay más convivencia en ese aposento de paredes desconchadas. Pero tiene la esperanza de alguna alegría.

 Venía en su memoria, paseante distraído  hacia el destino de cada fin de semana, el encuentro del domingo anterior, luz de suave dorado que buscará hoy en la Plaza de los Ateneos. Fue bálsamo de su soledad la mirada de aquella mujer que luego desapareció entre la gente.
  Atrás quedaron la cama sin hacer y el moblaje sin color, quedó el plato con los restos de un desayuno incompleto, y sólo trae emoción ante la expectativa del hallazgo de este domingo que lo rejuvenecerá en su otoño de oro triste, nada apaciguador. Su exaltación le hace olvidar la miseria del amanecer, el desprecio de una soledad acerba que ha dejado recuerdos para cambiarlos por olvido. El grito destemplado, el golpe como de una enorme puerta de santuario abandonado, las escaleras del cansancio que lo dejan en la acera de la calle casi silenciosa en domingo, ágora de ilusiones del jornalero, del hombre aquel, para buscar la mirada y la sonrisa que suavizará el otoño desvanecido en la niebla.
La exaltación es verde de hojas y las voces de la calle son susurro que apenas distingue de las imágenes de su memoria devota: Está fija en el recuerdo una palabra de alivio que le dijo una semana atrás: te espero el domingo. Plaza de los Ateneos. Te espero para abolir la tristeza de tu rostro marcado de silencios, conmovedor como puñal adolescente. 
Se conmueve ante la espera, y todos concurren contigo a la cita con las fragancias de los frutos y la búsqueda de cada domingo.

Y llega así al parque y no hay rostro conocido, sólo el mismo ambiente pero sin rostro. Parecen iguales a los del domingo anterior. Está perdido en la memoria de las paredes de su aposento y siente que están en la plaza los mismos que ha visto siempre, cada domingo, en su distraído paseo. Quizá ella ha llegado a la cita; pasa una mujer que suscita un recuerdo, y cree escuchar que dice «el domingo próximo... Otoño restañado»; pero no es ella, a pesar de la sonrisa. Y entonces finge sosiego cuando saluda y saca del bolsillo unas pocas monedas para comprar castañas de este tiempo: sólo fingimiento de oro triste que no se sosiega. Y espera de nuevo el encuentro que le devolverá la exaltación verde de las hojas, el chirrido del sol y los aparejos del barco de un niño en la fuente del verano.

 Es distinto este domingo que ya casi termina para abandonarlo en la rutina de mañana y llevarlo de nuevo al aposento del cansancio invencible. Hoy desea apropiarse de cada color, de la conversación de las hojas, y puede escucharse a sí mismo en un grito: cuando te vi me hice diferente, me salvarás de la ingrata desventura que quedó en un cuarto al borde de chimeneas que alborotan la negrura. Sólo quiero verte otra vez en este mismo lugar, con el verdor de mi violenta inquietud.

Y espera todavía más y nadie llega. Otros rostros, otras frases que quiere apresar mientras el paseo continúa y la tarde se obscurece porque es otoño y el oro triste ya no es exaltante.  Quizás sea ella pero no lo recuerda; tampoco ella lo recordará. Muchos otros saludos de verano en este otoño y el de la plaza toda se le ofrecen, y él no responde, abrumado con el batir de las horas y el paso del día.

 Ya no está el cuentacuentos, ni el policía hablando de amores, y el algodón de la tarde es más espeso, y no bogará en la fuente el barco del niño. En el estante, los libros hablan de desencuentro y la tarde avanza y ya no es dorada.

 Ella ha venido pero él no estaba y tampoco vendrá a la cita. El aire de Plaza de los Ateneos volverá a ser lunes.

Alejo Urdaneta



"El poema es la palabra, y la voz que habla es la confesión del amor que reclama. El vaiven de la espera trae la respuesta y la palabra cede al reclamo. Avatares del amor dibujado en el lienzo manchado en el rojo de la mirada."

Alejo Urdaneta




"“Rodando a goterones solos, a gotas como dientes, a espesos goterones de mermelada y sangre” (Pablo Neruda: Agua Sexual: Residencia en la Tierra)
Te sienta bien mi vestido, estoy segura de que se confundirán, decía mientras cambiaban sus ropas, separados por el biombo en el desván de la casa. Jaime tomaba las de su hermana y mientras se despojaba de las suyas iba pasándolas para que ella las vistiese. Después se veían en el sucio espejo de la pared opuesta al rincón donde se quitaban el traje. Era casi imposible distinguirlos a simple vista: en la adolescencia los hermanos no parecen diferentes, y ellos se asemejaban en la forma del cuerpo, en los gestos, en el perfil, el diseño de las cejas.
El juego lo hacían a menudo en la hora del crepúsculo para ampararse en la semipenumbra, preparando detalles que mejoraban con el tiempo. Gloria recogía su largo cabello en un moño que disimulaba con una gorra marinera, y Jaime usaba un turbante que le daba exótica apariencia. Los trajes se cambiaban igual que la personalidad, y salían luego desde la buhardilla hacia los corredores de la casa. Allá está sentada la abuela, con el bordado en acción silenciosa, el movimiento de la casa es normal; y pasa Oscar, el hermano mayor, con silbido de aventuras para la noche. La gente de la casa ve en Jaime un ligero contoneo al caminar pero no es importante, y a Gloria la ven decidida en los gestos, así es la adolescencia. Al regresar a sus trajes y devolver cada uno la persona robada, ríen de la travesura.
Una tarde vuelven al desván. Gloria pasa detrás del biombo a quitarse el traje y está ante el espejo, sin saberse contemplada. Jaime admira hechizado el cuerpo frágil que va sacando cada pieza. Está perturbado con la escena, se ha abierto en él un portal de tormento y se conmueve lo inocente de su relación limpia hasta hoy, los sentidos alertan a la conciencia. No; es una equivocación. Distrae la mirada hacia otras impresiones y recuerdos, sin resultado: allí está la efigie en movimientos lentos, brazos hacia arriba para sacar la blusa, pechos breves y punzantes, risa suelta, el cuerpo danza y se despereza en la luna de azogue. La contempla con fijeza y estupor, siente el fragor del cuerpo, el desasosiego de las formas. Cuando Gloria haya cambiado con él su traje no la verá de igual manera, y sabe que las noches serán desde ahora solitarias, como sus sueños. La gorra marinera no basta para desvanecer la aparición en el espejo.
Van al corredor para retar a la abuela, al hermano mayor, a la gente de la casa. Sale Oscar de su cuarto con la misma ligereza, y mientras Jaime vira el rostro para que sólo se vea su gorra marinera, le dice en secreto: vendrás conmigo a celebrar un descubrimiento, pero no digas nada a tu hermanita. Gloria está alejada de esta breve charla pero escucha la invitación y siente la curiosidad del ofrecimiento. Y celos.
Oscar esperará a Jaime a la hora convenida, y cuando la figura juvenil aparece en el portal de la casona, frente a la plaza central, le repite que guarde silencio: la orden es acatada, sin preguntas. De allí irán a los arrabales de este pueblo severo en costumbres, a lugares donde no hay severidad sino desfachatez. Aquí las luces no tienen el apagado color de las farolas de la plaza, son luciérnagas de fuego que se mueven al compás de una música monótona y ritual.
La sorpresa enmudece a Jaime. Se ajusta la gorra marinera y asume actitud de reto. Esta primera vez no debe alarmarte, todo es fugaz y placentero. Obsérvame y sigue mis pasos. Oscar lleva del brazo a su hermano adolescente, lo pasea por calles apenas alumbradas, frente a pórticos que atraen e insinúan misterio. La música acompasada en el tiempo parece interminable. Diapasón repetido y repetido en la ansiedad o el miedo de Jaime; en el fondo de la casa avejentada, las cicatrices de un patio descubierto, y alrededor mesas sin manteles rodeadas de siluetas. Fogonazos de luz dan forma y movimiento a las figuras sombrías. Jaime observa ahora con menos asombro.
Oscar lo lleva a una de las mesas y son acogidos con bullicio. Siéntate aquí, niño lindo, le dice la mujer cuando Jaime recibe el empujón de su hermano. Hacen el corro con el resto de acompañantes. La mano de la mujer aferra la pierna de Jaime, la voz femenina es ronca e insinuante, el olor de perfume rancio se despega y pasa a la mano de Jaime. Desconcierto, acaso curiosidad.
El ambiente es más denso. Alcohol, aroma de frituras, aceite quemado en lámparas, todo choca dentro del patio y se extiende a la conciencia de Jaime en su temprano aprendizaje. Cada vez más relajada la voluntad a los abrazos de la mujer, ven mi niño, no tengas miedo; y Jaime retrocede en el asiento y mira a Oscar en busca de auxilio. No tengas miedo, acércate a ella y responde a la caricia interminable que te brinda. Otro trago y Jaime va hacia la confusión y la culpa, qué puede hacer en este momento. La gorra marinera se ha corrido a un lado, por el sudor y la inquietud de las manos, la gorra está a punto de caer cuando la mujer toma del brazo a Jaime y lo lleva hacia un corredor que pasa por puertas cerradas, abiertas, cuerpos desmayados, risas, olor turbio, hasta una última puerta que abre con violencia. Ven mi niño lindo, pasemos sin miedo.
La boina de marino está ahora en manos de la mujer que acaricia el cabello suelto de Jaime, dibuja con sus manos el rostro adolescente, abraza el cuerpo tembloroso, hasta decir yo lo sé, y me gusta, y no eres Jaime, no me importa, me gusta.
La noche es ahora completa y la lluvia remueve el olor de la tierra. Es un aroma semejante a la savia, espeso y lento, que viene en goterones incontenibles y cae en los surcos de la calle. Vitaliza el camino que va hacia la casona familiar y se escucha también como un reflejo en el turbio local: golpes de viento como espasmos sobre los árboles, nueces rotas al caer con violencia, abiertas para desnudar su secreta rugosidad.
En la casa, Jaime la contempla en el espejo, con el estupor que antes sacudió sus sentidos. Allí está ella todavía, desde ahora y para siempre. El grito del viento entrecortado hace desfallecer su voluntad en el instante de la entrega ritual, frente al cristal azogado, y otra lluvia colma el ambiente cerrado del desván y es como espada que gotea, espesa y lentamente, igual que en la calle."

Alejo Urdaneta
Secreta entraña




Ruiseñor

1

¡No bebas de esa copa
el licor de negra textura!
Busca la belleza que alza su mano
hasta tus ojos
y los hará brillar.
El dulce dolor que te engaña
alimenta abatidas corolas,
disfraz de hogueras de savia.
Y cuando la pena descienda
como frágil lluvia de abril,
no hilvanes con sus pétalos
un rosario de silencio.
Toma la mano de la música
en el amanecer de tu sueño,
aprieta en el puño la sal del oleaje,
siente el tumulto alado
de la luz.

2

Cuando llegue luego el crepúsculo,
el melisma del ruiseñor gemirá por ti la queja,
y un apacible sopor
herido de música,
en algún lugar de penumbra
surtirá de murmullos tu ensueño,
avivado por la llama de la vela.
En la copa, un ruboroso vino
hará de la vieja congoja
saciedad de fulgor matinal,
hasta que cante de nuevo
el ruiseñor
y sientas fluir en la sangre
la fuente de su voz sideral.

Alejo Urdaneta



Siempre, siempre

SIEMPRE, SIEMPRE, SIEMPRE
Apariencia de porcelana,
doblado está el torso hacia lo oscuro.
El puente de jade,
firme y sereno,
ve bullir el agua en el sendero
blanco y verde,
inmóvil de luz en lo eterno.
Quedó atrás el canto juvenil,
amarillo tapiz con sombra de tigre herido,
ángel que sueña las pasiones idas
en medio del pequeño estanque
de flores luminosas que resplandecen
en insumisa aceptación.
Siempre, siempre, siempre.
Hasta el final,
majestuosamente vivo,
uva y rocío en la tierra
brillan en el rubor de las copas.
El bálsamo de embriaguez,
espejo del firmamento
respira en el silencio del campo.
El mundo duerme
los deseos aspiran al sueño,
sopla el viento a la sombra del pino.
Siempre…

Alejo Urdaneta








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