Alexander Trocchi

"El problema no es la heroína, a pesar de todas esas cosas tan melodramáticas que se dicen sobre el síndrome de abstinencia. Es el jinete pálido."

Alexander Trocchi



"Ella no sabía que Fidler fuese un hombre inteligente. Hasta hoy había sido la persona de la oficina de la que ella tenía menor idea. Calculaba que esa era la razón por la que nunca le había desagradado en un sentido estricto. El resto era insufrible, ¡cielos! A veces pudo haber gritado. Él parecía estar atado en cuerpo y alma a su trabajo. ¿Para qué? Para tal vez nueve libras a la semana. Dos veces lo que ella ganaba. Era puñeteramente injusto. Por supuesto él se había pasado en el puñetero sitio un desconocido número de años. Tuvo que haber llegado ahí nada más salir de la escuela. Vivía con su madre y su hermana, dijo él, y parecía que la envidiaba por vivir sola. Y él todavía no parecía tocado por todo ello, así que aquello se infería por el modo en que hablaba. Apuesto a que se lo inventó, pensó ella, y luego sonrió cuando se acordó de haberle contado la historia del hombre del cual ella sabía que le había partido un rayo. Al instante, dijo ella. Lo leyó en el periódico. La muerte fue instantánea. Una copa venía bien, pensaba ella. Uno se ponía a hablar. Un hombre delgado de cuarenta y cinco corría al frente de la columna. Ella imaginaba el pequeño sonido de la bala en el desfiladero, y el hombre, el comandante Lanelly, perdiendo el equilibrio. Tres lanceros bengalíes. ¿Le creía Fidler? Ella tendría que acordarse de ponerse otra media mañana, encontrar la que encajase. La había gastado con la escalera en tres días."

Alexander Trocchi
La insurrección invisible de un millón de mentes


“En el mundo del yonqui no tienes más remedio que ser muy tolerante con el otro.”

Alexander Trocchi
El libro de Caín


"Hay ocasiones en que permitiría que un hombre muriera bellamente, aunque de un hombre espero que sea consciente de sus actos, y lo consideraré indigno de ese nombre si no lo es, aunque reconociéndole el derecho legal a ese título, título que, sin entrar a fondo en la cuestión, acepto sin discutir por razones de prudencia, que es, por otra parte, lo que se me aconseja que haga.
El que habla, no sabe, el que sabe, no habla.
Marzo ventoso y empiezo de nuevo.
Resulta terrible. ¡Qué angustioso es este impulso que me lleva a dejar una constancia de mis pensamientos que va más allá de lo que es sensato recordar! Es, indudablemente, d-e-s- h-o-n-e-s-t-o. ¡Ojalá pudiera encontrar algo que me motivara del mismo modo! La marihuana tiende a ponerme contra mí. Mi sombra me espera, un instante por delante de mí, y el hecho de que lo sé puede paralizarnos durante largo rato. Este engañarse a sí mismo, por más que pueda sentirse como una pérdida de tiempo o, peor aún, como algo peligroso para la propia identidad, es algo que conocen bien los sabios. Vivir dentro de los límites de la propia imaginación es un acto valeroso y necesario; todo hombre debe ser consciente de que las víctimas de su imaginación pueden ser muchas. El común de los mortales teme a la imaginación por ese motivo; un buen motivo, dirán los que mandan. Digamos a los que mandan que nunca hay un buen motivo para tener miedo. Pues lo que nos destruirá es el miedo.
El autobús de la Octava Avenida me llevó a la calle Treinta y cuatro, al cruce entre la calle Treinta y cuatro y el muelle 72. El remolcador ya estaba allí, y subí a bordo de la Samuel B. Mulroy bajo una lluvia de insultos del patrón. El gabarrero es el apestado del puerto de Nueva York: o es viejo y no puede trabajar, o es un muerto viviente que no quiere. Cuatro gabarras, amarradas formando una hilera, esperaron durante tres horas en un extremo del muelle 73 hasta que subió la marea. Poco después de la medianoche volvió el remolcador y comenzó el arrastre de las gabarras Hudson abajo hasta el amarre de la Upper Bay. La mía era la última, y me senté a popa, a la puerta abierta de la cabina, y contemplé cómo la oscura costa oeste de Manhattan se deslizaba a mi derecha. Recordé una noche, hacía mucho tiempo, en que había traído a una chica a bordo de excursión, y, más o menos a la misma hora, sentados desnudos en rollos de cabos en la última de un largo convoy de gabarras, gritábamos a voz en cuello, enloquecidos, mientras nos alejábamos de Wall Street y nos mecían las negras olas."

Alexander Trocchi
El libro de Caín



“Para los hombres comunes y corrientes, toda forma de trastorno mental, salvo emborracharse, es tabú… El alcohólico se humilla a sí mismo. Pero el hombre que está bajo los efectos de la heroína se encuentra más allá de la humillación… Bajo sus efectos te adaptas con toda naturalidad a un nuevo hábitat. Es posible vivir en el umbral de la puerta, en el sofá de alguien, en su cama, en su piso, siempre cambiando de lugar”

Alexander Trocchi
El libro de Caín


“Supongo que ésta es mi última voluntad y testamento, aunque mientras tenga la posibilidad de elegir tardaré mucho en morirme (sólo puedes cultivarte mientras esperas el desenlace)”

Alex Trocchi


















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