Artemio de Valle Arizpe

"Después de subir y bajar Humboldt cerros altísi­mos, de trasponer anfractuosas y elevadas cuestas; de andar en recorridos fatigosos por despoblados montes; por agrias sendas de cabras y picudos rollares; después de largas caminatas por escondidos andurriales; veri­cuetos y vaguadas; de errar por lugares desiertos y sin carril para informar el ánimo, siempre curioso e insa­ciable, en el estudio de piedras, de árboles, de yerbas, de flores pinchudas de las de entre peñas; después de ejecutar largos, complicados cálculos algebraicos, de sacar niveles, de observar varias alturas de estrellas y distancias lunares; de asistir a los exámenes del Real Seminario de Minería; de estudiar en grandes libros, robustos y copiosos tomos, cuya sola vista infundía respetuoso temor; de revolver en los desorganizados ar­chivos porción de mamotretos polvorosos y arratona­dos; después de este constante ajetreo de cuerpo y es­píritu, preparaba sus largos escritos y trabajos, entre éstos Las Tablas Geográfico-Político de México de donde salió más tarde el famoso Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España, "que ha sido la fuente de todos los errores y de todos los aciertos. Este libro fue el inspirador de Mora y de Alamán, de Zavala y del doctor Mier. Sus páginas animaban a los agentes de Jackson en sus planes de filibusterismo. La obra de Humboldt puso celajes magníficos en las obsesio­nes insensatas de Napoleón III".
Esas Tablas Geográfico-Político las escribía en es­pañol perfecto, así como otros de sus libros los com­puso ya en francés o en alemán, su lengua nativa. El tenía que escribir a diario, siguiendo el precepto la­tino que muchos tenemos por norma inquebrantable: Nulla dies sine linea, no dejar ni siquiera un día de escribir aunque sea un renglón.
Aunque era gran caminador y gran estudioso; se le fatigaban carne y huesos, así como el entendimien­to, y era blando y suave responsorio para su fatiga acer­carse a la muy godible Güera que tenía siempre para él mil gracias esparcidas en la boca jugosa, de jugue­tón donaire. Era una sensación de viento fresco para su cansancio.
Tras de tantos caminos ásperos y fragosos, al lado de doña María Ignacia gustaba Humboldt de la dul­zura del reposo, porque pronto, en un decir Jesús, ella le quitaba sus incómodos cansancios y ya era to­da aire para ese deleite que trae consigo el amor. Si antes el tieso Barón ocupaba su atención en pedruscos y variados yerbajos. En largas y frías ringleras de nú­meros, fórmulas algebraicas y complicados cálculos as­tronómicos y geométricos, y en atisbar por los cristales de un anteojo, teodolito o telescopio, ahora se hallaba bien ocupado del contento y hasta un caudaloso gusto le rompía en borbollones o en versos suspirantes de los poetas de sus brumosas tierras germanas. Así días y más días regalaba el alma y le parecía como si estu­viese subido en la esfera del sol."

Artemio de Valle Arizpe
La Güera Rodríguez



"¿Perdone que lo interrumpa en su camino señor, pero podría usted decirme qué hora es? Las 11 –le contestó, a lo que don Juan Manuel respondió: ¿las 11? Dichoso usted que sabe la hora de su muerte."

Artemio de Valle Arizpe



"Tenía el bellaco honestas utilidades, «buscas» que se decían. Apañaba buenos reales, medios y cuartillas que honradamente iba compartiendo con el alcaide o con el sotalcaide. Alquilaba los petates para dormir, atestados convenientemente de chinches y de pulgas como amaestradas para el piquete; si algún preso quería el lujo de sábanas, se las facilitaba con bastante mugre, como era natural, que servía a las mil maravillas para cerrar algo más su trama sutilísima; con hacerse de la vista gorda lograba buena ganancia porque se jugara dinero o por permitir que entrase chinguirito, o no recoger el que pasó de ocultis, y aun lo vendía con su alumbre respectivo, o compuesto con su hojasén, o sus cáscaras de naranja y de lima, o su anís, según lo demandara el gusto caprichoso del cliente; hacía cómodos préstamos de ocho con dos, nada usurarios, sobre prendas de los penados, zapatos, cobijas, calzones, guitarras y otras alhajas.
Un preso, también de los temerones, tenía el ladronil y provechoso cargo de «animero». Para cada tres presos el Estado daba con un desprendimiento que por generoso infundía susto, una pieza de pan, grande y dura, con más salvado que harina y más tierra que salvado, y como los delincuentes no tenían con que partirla, y, además, si la rebanaban para que no hicieran lo que dice el rimado refrán que el que comparte y reparte y al repartir tiene tino, siempre deja de consino para sí la mejor parte, para que esto no aconteciera había dos o tres a los que se les nombraba pomposamente «oficiales de contar raciones», quienes con un cuchillo que imponía temeroso respeto porque era tan grande como la cuaresma, partían el mentado pan en cuatro porciones iguales, tres de ellas las distribuían, equitativamente, entre los tres presos, dándose para sí una como pago legítimo por aquel ímprobo trabajo de rebanar la torta. También el alcaide y el presidente comían del «ánima» de los presos y aun la vendían por dinero contante y sonante, nada de al fiado."

Artemio de Valle Arizpe
El canillitas



"Una mujer, envuelta en un flotante vestido blanco y con el rostro cubierto con velo levísimo que revoleaba en torno suyo al fino soplo del viento, cruzaba con lentitud parsimoniosa por varias calles y plazas de la ciudad, unas noches por unas, y otras, por distintas; alzaba los brazos con desesperada angustia, los retorcía en el aire y lanzaba aquel trémulo grito que metía pavuras en todos los pechos. Ese tristísimo ¡ay! Levantábase ondulante y clamoroso en el silencio de la noche, y luego que se desvanecía con su cohorte de ecos lejanos, se volvían a alzar los gemidos en la quietud nocturna, y eran tales que desalentaban cualquier osadía.
Así, por una calle y luego por otra, rodeaba las plazas y plazuelas, explayando el raudal de sus gemidos; y, al final, iba a rematar con el grito más doliente, más cargado de aflicción, en la Plaza Mayor, toda en quietud y en sombras. Allí se arrodillaba esa mujer misteriosa, vuelta hacia el oriente; inclinábase como besando el suelo y lloraba con grandes ansias, poniendo su ignorado dolor en un alarido largo y penetrante; después se iba ya en silencio, despaciosamente, hasta que llegaba al lago, y en sus orillas se perdía; deshacíase en el aire como una vaga niebla, o se sumergía en las aguas.
(...)
No sólo por la ciudad de México andaba esta mujer extraña, sino que se la veía en varias ciudades del reino. Atravesaba, blanca y doliente, por los campos solitarios; ante su presencia se espantaba el ganado, corría a la desbandada como si lo persiguiesen; a lo largo de los caminos llenos de luna, pasaba su grito; escuchábase su quejumbre lastimera entre el vasto rumor del mar de los árboles de los bosques; se la miraba cruzar, llena de desesperación, por la aridez de los cerros, la habían visto echada al pie de las cruces que se alzaban en las montañas y senderos; caminaba por veredas desviadas, y sentábase en una peña a sollozar; salía misteriosa de las grutas, de las cuevas en que vivían las feroces animalias del monte; caminaba lenta por las orillas de los ríos, sumando sus gemidos con el rumor sin fin de las aguas.
(...)
Sin embargo, sigue siendo un centro cósmico, un imán del pasado que posibilita comulgar con el más allá: "Allí se arrodillaba esa mujer misteriosa, vuelta hacia el oriente; inclinábase como besando el suelo y lloraba con grandes ansias, poniendo su ignorado dolor en un alarido largo y penetrante."

Artemio de Valle Arizpe
Historias de vivos y muertos















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