Fred Uhlman

"Mientras se dirigía a la ciudad dejó atrás una villa tras otra, muchas de ellas nuevas y lujosas, con sus garajes y sus piscinas, sus puertas doradas; los hogares de los nuevos ricos, los hombres que habían hecho fortuna desde el final de la guerra, y que ahora dividían su tiempo entre la ciudad y sus casas en Zürich y Lugano, o en cualquier otro lugar de Suiza donde pudiesen refugiarse en caso de guerra. Sí, era hora de marcharse.
Cuando llevaba bajada la mitad de la colina dos niños le pararon para preguntarle la hora. Se la dijo, hablando alemán con el fuerte acento americano que siempre usaba al hablar con alemanes, para dejar claro que era estadounidense, y no uno de ellos. Pero entonces miró a los niños, ¡y toda su amargura desapareció! ¿Qué tenía que ver la joven generación con los crímenes del pasado? ¿No era ya bastante grave que ellos, los inocentes, tuviesen que ser objeto, durante las generaciones venideras, de reproches por los pecados de sus padres?
Acarició el cabello de la niña y, por primera vez desde que pusiera los pies en la ciudad, sonrió de verdad. Se sentía casi feliz.
Cuando regresó a su hotel se sentía física y mentalmente exhausto. El encuentro con Charlotte lo había sacudido. La vida, que tan a menudo parecía un infierno, le parecía más infernal de lo que era capaz de soportar. Deseó poder emborracharse, pero —como siempre— se contuvo, porque le pareció que era de hombres soportar el dolor mientras fuese posible sin recurrir a las drogas o al alcohol. El dolor, después de todo, le era familiar; había sido el dolor, y no la alegría, lo que había hecho de él un artista, y casi todo lo que le parecía valioso en su obra procedía del deseo de transformar en arte la experiencia del dolor.
Reclinándose en su mullida silla de felpa examinó la escena. Cuán a menudo, de niño, había estado allí con sus padres cuando, como premio especial, le llenaban el plato de chocolate y pasteles. Qué bien recordaba el día en que un camarero había deslizado una nota en la mano de su padre: «No se admiten ni judíos ni perros. ¡Heil Hitler! La dirección». El recuerdo aún le enfurecía, y durante un instante deseó mandar llamar al gerente para preguntarle si era él quien había escrito aquella nota. Y si era él, golpearle en la cara con todas sus fuerzas.
Pero sabía que jamás haría una cosa así; el dolor había que aguantarlo sin recurrir a las drogas o la violencia.
Miró a su alrededor y vio pocos cambios; allí estaba el mismo pesado mobiliario de madera de roble, las sillas de felpa roja, las ya raídas alfombras persas, los espejos con marco de oro, los candelabros de vidrio; una decoración lujosa y sin gusto; todo olía a puros, abrillantador de muebles y polvo.
Aquél había sido siempre el hotel favorito de los burgueses ricos de la ciudad. Dos guerras no habían cambiado nada. Como el mobiliario, los huéspedes parecían los mismos. Las mujeres engullendo pasteles cubiertos de nata; los hombres fumando sus puros y bebiendo cerveza rubia o Spatenbrau; prósperos, gordos y gritando desde sus mesas: Prosit, Herr Doctor. Wie gehts der gnadige Frau? Guten appetit, Frau Kommerzienrat.
Se preguntaba si sus padres también se habían comportado así. ¿Había gustado también su madre de aquellos nutritivos pasteles, había gritado también su padre Prosit, Herr Doctor desde su mesa? Probablemente sí. ¿Por qué habrían de haberse comportado de un modo diferente, cuando habían crecido en aquella atmósfera provinciana, y se enorgullecían de ser más alemanes que los alemanes? Recordaba haber oído a su padre decirle a un sionista que se fuese al infierno. «Somos alemanes», había gritado. «Llevamos cientos de años viviendo en este país. ¿Por qué tendríamos que abandonar nuestra patria y emigrar a tu condenada Palestina?» Y recordó también cómo su padre le había dicho jocosamente: «¿Te digo lo que es un sionista? Un sionista es un judío que con el dinero de otro judío envía a un tercero a Palestina.»
Lo único que podía hacer era matar el tiempo. Eran las siete, y en media hora cenaría y luego quizá viese una película o una obra de teatro, o puede que simplemente se acostase. Nada en aquel lugar parecía interesarle. No tenía ni deseos ni curiosidad, ni esperanza ni falsas ilusiones. Quería estar solo y marcharse lo antes posible, para no volver jamás.
Compró un periódico. Los franceses habían masacrado a unos cuantos argelinos, y los argelinos habían masacrado a unos cuantos franceses. Los congoleses se estaban matando entre sí, lo mismo que los cubanos, los chinos, los colombianos y muchos otros. Una tal señorita Lammle era la reina de la belleza de Heilbronn, dos colegialas habían sido violadas por un soldado americano, Creme Dubois conservaba la piel, el cáncer de pulmón había causado la muerte de miles de personas. Se preguntó cómo sería el mundo al cabo de veinte años. Si tres mil millones de aquellos animales bípedos, rencorosos, enloquecidos y avarientos no podían vivir en paz y se masacraban entre sí por comida y espacio, ¿cuál sería el destino de la humanidad cuando cinco mil millones infestaran la Tierra? «J'ai vécu»; había dicho ella. ¿Con qué fin? ¿Para satisfacer al «espantoso y oculto poder que rige nuestro mal común y la infinita vanidad de nuestro proceder»? ¿Para ver cómo los cohetes llevaban a la Luna polvo atómico y el hedor de los osarios humanos?"

Fred Uhlman
El retorno



"Mis heridas no han cicatrizado, y quienes me traen el recuerdo de Alemania no hacen más que frotarlas con sal."

Fred Uhlman
Reencuentro



"¿Te acuerdas del aparato favorito de Max Músculos, la barra fija, en la que sobresalía?
Era maravillosamente bueno, tan bueno —aunque, por supuesto, de un modo distinto— como el mayor malabarista que yo haya visto nunca, Rastelli. Con qué facilidad actuaba; se encaramaba a la barra, reposaba sobre ella, después extendía una mano y empezaba a balancearse alrededor del aparato con la otra, cada vez más deprisa, para de pronto soltarse y, volando por los aires, aterrizar en el suelo produciendo un sordo ruidito; era algo maravilloso sin más. Debió de exigirle años de entrenamiento. Max Músculos quizá no fuera muy espabilado, pero en su trabajo como profesor de gimnasia era un fuera de serie.
¿Te acuerdas de que Max Músculos solía elegir a un muchacho al que considerara excepcionalmente capacitado y valiente —y hacía falta valor— para mostrar al resto de la clase lo que podía hacerse y lo que debían hacer, y que aquella vez te escogió a ti, y no a Eisemann, el más fuerte (aunque era un matón), que normalmente era su primer candidato?
Ignoro por qué, pero empecé a temblar y tiritar. Te vi, a ti, un chico bajito y esbelto, avanzando derecho hacia la barra, que se levantaba a casi dos metros del suelo y quedándote debajo, casi en posición de firmes, la mirada levantada hacia la barra, para luego saltar sobre el aparato, como Max Músculos había hecho, colocarte sobre él con los brazos extendidos y aguardar.
Lo más extraordinario sucedió en ese momento: me miraste fijamente a los ojos. No creo equivocarme. Me miraste fijamente a los ojos y yo miré a los tuyos y quise rezar por ti, y te amé. Sólo puedo decir sinceramente que nunca he sentido tanto miedo en toda mi vida (ni siquiera cuando, en una cacería, me topé de manera inesperada con una peligrosa valla coronada por alambre de espino) como cuando te vi aguardando y mirándome a los ojos, que yo quería cerrar, pero no podía, pues tenía que mirarte: primero balancearte poco a poco, luego más deprisa —como una rueda de santa Catalina— hasta soltarte y volar por los aires para aterrizar sobre tus pies.
Quise aplaudir, dar hurras, darte una palmada en el hombro, ¡pero no me atreví! Mi buena educación, mi autocontrol, pesaban demasiado sobre mí. Por supuesto, no estuviste tan bien como Max Músculos, ¿quién hubiera sido capaz? Pero fue maravilloso para un muchacho de dieciséis años. Fue tan elegante como un duelo de esgrima. Brillante.
Más tarde hablé con los «von» e incluso ellos estuvieron de acuerdo en que aquello estuvo condenadamente bien para tratarse de un judío, pues, dijeron, como raza, los judíos suelen ser cobardes. Incluso Schulz, el chico más repulsivo de la clase, hijo de un clérigo pobre y destinado a ser párroco, reconoció a regañadientes que «había estado bastante bien para un judío».
Por lo que a mí se refería, no me importaba lo más mínimo que fueras judío o hindú, negro, verde o blanco; todo lo que quería era hablar contigo y ser tu amigo."

Fred Uhlman
Un alma valerosa


"Y así pasaron los días y los meses sin que nada perturbara nuestra amistad. Desde fuera de nuestro círculo mágico llegaban rumores de conmoción política, pero el ojo de la tormenta estaba lejos: en Berlín, donde, según las informaciones, se producían choques entre nazis y comunistas. Stuttgart parecía el lugar tranquilo y sensato de siempre. Es cierto que de cuando en cuando se producían pequeños incidentes. Aparecían esvásticas en las paredes, hostigaban a un ciudadano judío, apaleaban a unos pocos comunistas, pero la vida en general se desarrollaba como de costumbre. Los Höhenrestaurants, la Ópera, los cafés al aire libre estaban abarrotados. Hacía calor, los viñedos estaban cargados de uvas, y los manzanos empezaban a encorvarse bajo el peso de la fruta madura. La gente conversaba acerca de los lugares adonde iría a pasar sus vacaciones: mis padres mencionaban Suiza y Konradin me dijo que se reuniría con sus padres en Sicilia. Aparentemente, no había nada de qué preocuparse. La política era cuestión de adultos y nosotros debíamos resolver nuestros propios dilemas. Y a nuestro juicio, entre éstos el más apremiante consistía en descubrir la mejor forma de aprovechar la vida, lo cual era muy distinto a dilucidar qué sentido tenía, si es que tenía alguno, y cuál sería la condición humana en ese cosmos alarmante e inconmensurable. Estos eran los problemas de trascendencia auténtica y eterna, mucho más importantes para nosotros que la existencia de figuras tan efímeras y ridículas como Hitler y Mussolini.
Fue entonces cuando sucedió algo que nos conmovió profundamente a ambos y que influyó mucho sobre mí.
Yo siempre había dado por supuesta la existencia de un Dios todopoderoso y benévolo, creador del Universo. Mi padre nunca me hablaba de religión, y no se inmiscuía en mis creencias. En una oportunidad oí sin proponérmelo cómo le decía a mi madre que no obstante la ausencia de pruebas contemporáneas él creía que había existido un Jesús histórico, un maestro judío de moral, muy sabio y dulce, un profeta como Jeremías o Ezequiel, pero que le resultaba absolutamente inconcebible que alguien pudiera definir a ese Jesús como «Hijo de Dios». Le parecía blasfema y repulsiva la idea de un Dios omnipotente capaz de contemplar pasivamente cómo Su Hijo padecía esa muerte cruel y lenta en la cruz, la idea de un «Padre Divino» menos propenso que un padre humano a correr en ayuda de su hijo.
Sin embargo, aunque mi padre había declarado no creer en la divinidad de Cristo, sospecho que era más bien agnóstico que ateo, y que si yo hubiera querido convertirme al cristianismo no se habría opuesto... no con más vehemencia, en verdad, que si hubiera resuelto convertirme al budismo. Por otro lado, estoy seguro de que habría procurado impedir que me transformara en un monje de cualquier confesión, por considerar que la vida monástica y contemplativa era irracional y desperdiciada.
En cuanto a mi madre, parecía flotar muy satisfecha en un estado de confusión. Acudía a la sinagoga el Día del Perdón, pero cantaba «Stille Nacht, Heilige Nacht» en Navidad. Acostumbraba a hacer donaciones a los judíos para ayudar a los niños judíos de Polonia, y a los cristianos para la catequización de los judíos. Cuando era pequeño me había enseñado algunas oraciones sencillas en las que imploraba a Dios que me ayudara y que fuera misericordioso con papá, mamá y nuestro gatito. Esto era casi todo. Al igual que mi padre, parecía no necesitar ninguna religión, pero era trabajadora, buena y generosa, y estaba convencida de que seguramente su hijo seguiría el ejemplo de ellos dos. Y así me crié entre judíos y cristianos, entregado a mí mismo y con mis propias ideas acerca de Dios, sin creer vehementemente y sin poner seriamente en duda la existencia de un espíritu rector benévolo y omnímodo, ni el hecho de que el mundo era el centro único del Universo y de que nosotros, judíos y gentiles, éramos los hijos favoritos de Dios.
Nuestros vecinos eran los Bauer, quienes tenían dos hijas de cuatro y siete años, y un hijo de doce. No había intimado con ellos —los niños eran demasiado pequeños para que yo les hiciera partícipes de mis juegos— pero los conocía de vista y había observado a menudo, no sin envidia, cómo padres e hijos retozaban juntos en el jardín. Recuerdo vívidamente cómo el padre empujaba a una de las niñitas, sentada en un columpio, que se remontaba a una altura cada vez mayor, y cómo el vestido blanco y la cabellera rojiza de la chiquilla parecían una vela encendida al desplazarse velozmente entre las frescas hojas verdes de los manzanos."

Fred Uhlman
Reencuentro





















No hay comentarios: