Giovanni Verga

"Alrededor de las cuatro de una de aquellas últimas noches lujuriosas, la marquesa Alberti se sienta melancólica ante el espejo, que refleja la palidez de su rostro y el cansancio distraído de sus ojos, mientras la criada le cepilla el pelo.
-¿Qué ruido es ése?-preguntó después de un largo silencio.
-El carruaje del señor marqués.
-¿Tan pronto?-susurró ella ahogando un bostezo.
La sirvienta hubo de cerrar la puerta de la sala de estar que comunicaban con las habitaciones del marqués, cuando entró de repente un hombre vestido con la inestabilidad de una máscara y el orgullo de los sacros altares.
-¿Duerme, Cecilia?-preguntó sin detenerse.
-La dejé hace un momento, señor marqués, dijo la sirvienta, no preocupándose de ocultar su sorpresa.
-Pregúntale si puede concederme unos cinco minutos. Se quedó inmóvil, con la frente arrugada y los ojos fijos en él. Abrió la parte posterior de la pesada puerta de terciopelo, el marqués dio unos pasos, se fijó en el espejo, que estaba en frente. Parecía dudar, luego hizo un movimiento de hombros, enarcó las cejas y se fue con un pitillo en la boca.
La marquesa estaba leyendo, se volvió hacia la pared, escuchando los pasos y cerrando el libro, y le preguntó sin mover la cabeza:
-¿Eres tú?
-Sí.
Levantó la vista hacia el reloj de la pared.
-Son las cuatro y media, dijo el esposo, masticando el cigarro entre los dientes.
Cecilia se ahogó en dos o tres golpes de tos y dijo:
-Dame esa pequeño frasco que hay en la mesa, por favor. Arrojó el cigarro en la chimenea y no se movió.
A continuación, la marquesa se volvió hacia él con un brusco movimiento que permitió entrever sus elegantes formas femeninas, se pasó la mano por el blanco batista que caía a lo largo de su brazo y se atusó el pelo grueso que cubría aquel rostro moreno, mientras sus oscuros ojos contemplaban al esposo.
Estaba de pie, inmóvil, serio-su aspecto era demasiado grave en contraste con la ropa que llevaba- y aún tenía una ligera capa de polvo en el pelo y el rostro, era un joven prematuramente envejecido, pálido, rubio, elegante, un tanto alopécico.
¿Tienes que hablar conmigo?-preguntó la marquesa después de un breve silencio.
-Sí.
-Toma asiento, entonces.
Se volvió hacia las sillas y el sofá, observando la ropa y los enseres femeninos apilados en la habitación y respondió secamente:
-Gracias.
-Te pido disculpas por el comportamiento de mi doncella, dijo la esposa, ruborizándose ligeramente.
Alberti inclinó un poco la cabeza.
-Perdona la intrusión de mi visita a estas horas intempestivas. Necesitaba hablar contigo... esta noche.
Cecilia le dirigió una mirada rápida y penetrante, y preguntó:
-¿Has perdido?
-No he jugado.
¿Fuiste capaz...?
-Sí.
Ella se puso pálida.
-Ten la seguridad, dijo el marqués, de que yo no soy como Armandi.
Se sentó en la cama, enrojecida, con la sensación de sequedad en la piel, y sin siquiera ser consciente de la semidesnudez de su corsé.
-¿Por qué he de contestarte?
-¿Quizás porque mi amigo Armandi es un consumado espadachín y podrías estar preocupada por mí?
La mujer lo miró con una firmeza extraordinaria.
-¿Por qué ibais a pelear?
El marido esbozó una sonrisa-sonrisa que resultaba grotesca en aquel rostro impasible- y dijo en voz baja:
-Por ti.
La marquesa se pasó el pañuelo por los labios, como ausente."

Giovanni Verga
Eros 



"El hogar doméstico era siempre a mis ojos una figura retórica, buena para encuadrar los afectos más dulces y serenos, como el rayo de luna para besar las rubias cabelleras; pero me sonreía al oír que el fuego de la chimenea es casi un amigo. Me parecía, en verdad, un amigo harto necesario, a las veces fastidioso y despótico, que poco a poco quisiera atarnos de pies y manos y arrastrarnos a su antro humoroso para besarnos a la manera de Judas. No se me alcanzaba el pasatiempo de atizar el fuego, ni la voluptuosidad de sentirse inundado por el resplandor de la llama; no comprendía el lenguaje del leño crepitando desdeñoso o rezongando en llamaradas; no tenía acostumbrados los ojos a los caprichosos dibujos de las chispas, corriendo como azul y roja, que ora lame tímida o acaricia graciosamente, ora se eleva con orgullosa petulancia. Cuando me inicié en los misterios de las tenazas y el fuelle, me enamoré con grandes transportes de la voluptuosa ociosidad de la chimenea.
Abandono pues, mi cuerpo sobre la butaca, junto al fuego, como dejaría un traje, encomendando a la llama el cuidado de hacer que mi sangre circule más cálida y que mi corazón lata con más fuerza, y a las chispas fugitivas que revolotean como mariposas enamoradas el que mantengan abiertos mis ojos, y hagan al par errar caprichosamente mis pensamientos. El espectáculo del propio pensamiento revoloteando vagamente en nuestro derredor, o abandonados para correr lejos, e infundir, sin que nos demos cuenta, soplos de dulzura y amargura en el corazón, tiene indefinibles atractivos. Con el cigarro medio apagado, entornados los ojos, las tenazas escapándose de los flojos dedos, vemos venir de lejos una parte de nosotros mismos y recorrer distancias vertiginosas; parécenos que pasen por nuestros nervios corrientes de atmósferas desconocidas; probamos, sonrientes, sin mover un dedo ni dar un paso, el efecto de mil sensaciones que nos harían encanecer y surcarían de arrugas nuestra frente.
Y en una de esas peregrinaciones vagabundas del espíritu, la llama, que se elevaba acaso sobrado cerca, me hizo ver de nuevo otra llama gigantesca, que había visto arder en el hogar inmenso de la hacienda del Pino, en las faldas del Etna. Llovía, y el viento bramaba encolerizado; las veinte o treinta mujeres que recogían la aceituna de la finca hacían humear sus faldas mojadas de la lluvia, ante el fuego; las alegres, las que tenían cuartos en el bolso, o estaban enamoradas, cantaban; las otras charlaban de la cosecha de la aceituna, que había sido mala, de las bodas de la parroquia, o de la lluvia que les robaba el pan de la boca. La vieja mayorala hilaba, aunque no fuese más que porque el candil colgado de la campana del hogar no ardiese en balde; el perrazo color de lobo alargaba el hocico sobre las patas hacia el fuego, enderezando las orejas a cada gemido del viento. Luego, en tanto que hervía la sopa, el mayoral se puso a tocar un aire montañés, que se iban los pies tras él, y las mozas empezaron a saltar sobre el inseguro pavimento de la vasta cocina humeante, en tanto el perro rezongaba con miedo de que le pisaran el rabo. Revoloteaban las faldas alegremente, y las habas bailaban a su vez en la olla, murmurando entre la espuma que hacía surgir la llama. Cuando las mozas se cansaron, le llegó el turno a las coplas."

Giovanni Verga
Nedda


"El mar no tiene patria, ni siquiera él, y es de todos los que lo escuchan, aquí y allá donde nace y muere el sol."

Giovanni Verga




"El matrimonio es como una ratonera; los que están dentro quieren salir, y los demás la rodean para entrar."

Giovanni Verga




"La víspera de la Ascensión, mientras los chicos saltaban alrededor de las hogueras, las comadres se habían vuelto a reunir delante del porche de los Malavoglia, y también estaba allí la comadre Venera la Cojitranca para oír lo que decían y para dar su opinión. Ahora que el patrón Toño casaba a su nieta y la Providencia había vuelto a moverse, a los Malavoglia todos les ponían buena cara, porque ignoraban lo que Piedeganso se guardaba dentro, incluida su mujer, la comadre Gracia, que charlaba con la comadre Maruca como si su marido no tuviera nada malo dentro. Toño iba todas las noches a pelar la pava con la Bárbara y le había confiado que su abuelo había dicho: «Antes se tiene que casar la Mena». «Y después me toca a mí», concluyó Toño. Por eso la Bárbara le había regalado a la Mena un tiesto de albahaca, adornado con claveles y con un lazo rojo, que era la invitación para que se convirtiera en su comadre; todos agasajaban a Santa Águeda, e incluso su madre se había quitado el pañuelo negro, porque donde hay novios, llevar luto es de mal agüero; y también le habían escrito a Lucas para darle la noticia de que Mena se casaba.
Únicamente ella no parecía tan alegre como los demás, como si el corazón le hablara y le hiciera ver todo negro, cuando los campos estaban constelados de pequeñas estrellas de oro y plata y los niños ensartaban las guirnaldas para la Ascensión, y ella misma se había subido en la escalera, para ayudar a su madre a colgar las guirnaldas en la puerta y en las ventanas.
Mientras todas las puertas habían florecido, sólo la del compadre Alfio permanecía siempre cerrada, negra y desvencijada, y ya no había nadie que colgara las flores de la Ascensión.
—¡Esa coqueta de Santa Águeda! —iba diciendo la Avispa con la boca llena de espuma—, ¡tanto ha dicho y tanto ha hecho que ha obligado al compadre Alfio a marcharse del pueblo!
Entre tanto a Santa Águeda le habían puesto el vestido nuevo y estaban esperando que llegara San Juan para quitarle la aguja de plata de las trenzas y peinarla con raya en medio antes de ir a la iglesia, de modo que todos, al verla pasar, decían: «¡Qué afortunada!».
La pobre madre, en cambio, no cabía en sí de gozo, porque su hija iba a entrar en una casa donde no le iba a faltar nada, y seguía mientras tanto con su quehacer de cortar y coser. El patrón Toño también quería ver el trabajo, cuando volvía a casa por la noche, y sostenía la tela y la madeja de algodón, y cada vez que iba a la ciudad volvía con algún regalito. Con el buen tiempo el corazón se empezaba a abrir otra vez, los chicos ganaban todos algo, unos más y otros menos, y también la Providencia se ganaba su pan y hacían cuentas que, con la ayuda de Dios, para San Juan saldrían de apuros.
Por entonces el patrón Cebolla se pasaba las noches enteras sentado en las escalinatas de la iglesia con el patrón Toño, hablando de lo que había hecho la Providencia. Blas estaba siempre dando vueltas por la callejuela de los Malavoglia, con su traje nuevo; poco después se supo en todo el pueblo que el domingo la comadre Gracia iba a peinar a la novia y a quitarle la aguja de plata, porque Blas Cebolla era huérfano de madre y los Malavoglia habían invitado adrede a la Piedeganso para congraciarse con su marido. Y habían invitado también al tío Crucifijo y a todos los vecinos, a todos los amigos y parientes, sin pensar en los gastos."

Giovanni Verga
Los Malavoglia



""Venera se puso en jarras y empezó a gritarle y a decirle improperios. Él se obstinaba en asentir con la cabeza, pegado a la pared como un buey que tiene la mosca y no quiere atender a razones. Los niños chillaban al ver aquella novedad. La mujer al final cogió la tranca y lo echó fuera de casa para quitárselo de delante, diciéndole que en su casa era muy dueña de hacer lo que le parecía y le daba la gana.
Ollagorda era incapaz de trabajar en el barbecho, pues no dejaba de pensar en lo mismo y tenía una cara de basilisco que nadie le conocía. Aquel sábado, antes del anochecer, plantó la azada en el surco y se marchó sin saldar la cuenta de la semana. Su mujer, viéndoselo llegar sin dinero, y encima dos horas antes de lo acostumbrado, lo zarandeó de nuevo y quería mandarlo a la plaza a comprarle anchoas saladas, porque tenía una espina en la garganta. Pero él no quiso moverse de allí y sujetaba entre las piernas a la niña, que no se atrevía a moverse, la pobre, y lloriqueaba de miedo viendo a su padre con aquella cara. Venera aquella tarde tenía el diablo en el cuerpo y la gallina negra, apostada en la escalera, no paraba de cacarear, como cuando va a suceder una desgracia.
Don Liborio solía venir después de sus visitas, antes de ir al café a echar su partida de tres sietes y aquella tarde Venera dijo que quería tomarse el pulso, pues había estado con fiebre todo el día porque se había puesto mala de la garganta. Ollagorda estaba callado y no se movía de su sitio. Pero al oír por la callejuela tranquilla el paso lento del doctor que venía despacito, un poco cansado de las visitas, resoplando por el calor y abanicándose con el sombrero de paja, Ollagorda fue a coger la tranca con la que su mujer lo echaba fuera de casa cuando sobraba y se apostó detrás de la puerta. Por desgracia, Venera no se dio cuenta, ya que en aquel momento había ido a la cocina a echar una un poco de leña bajo el caldero que hervía. En cuanto don Liborio puso el pie en la habitación, su compadre levantó la tranca y le atizó tal golpe entre la cabeza y el cuello que lo mató como a un buey, si necesidad de médico ni boticario."

Giovanni Verga
Ollagorda




"Vi una vez enjaulada una pobre curruca: triste, medrosa, enferma. Mirónos abriendo sus ojos espantados, arrinconada en un ángulo de su estrecha prisión. Y cuando oía el alegre canto de los otros pajarillos, que gorjeaban en el verde prado o remontábanse hacia el cielo, seguíalos con la vista, que bien se hubiera podido imaginársela empapada en lágrimas. Empero, a la mísera prisionera abatida, nada le sugirió su instinto que pudiera librarla del débil muro que la tenía encarcelada. Prodigábanle cariños sus cuidadores: cándidas criaturas regocijadas, que sin comprender la pena de su cautiverio, dábanle en cambio un puñado de migajas de pan, a las que acompañaban ingenuas palabras de afecto. La pobre curruca se mostraba, resignada con su suerte; ¡infeliz! Llena de mansedumbre, aun en su dolor, parecía, exenta de todo sentimiento de reproche, picoteando el mijo y las migajas; pues su extrema debilidad no le permitía más. Dos días después, en su prisión, doblada la cabecita bajo el ala, encontrósela consumida.
(...)
Cuando la madre de los dos pequeñuelos, inocentes despiadados verdugos de la pobre avecilla, me narrara la historia de una desventurada, a la que los muros del claustro habían aprisionado el cuerpo, y la superstición y el amor torturado el espíritu: uno de aquellos dramas íntimos frecuentes en la vida, que pasan velados por el misterio, cuita de un corazón tierno, delicado, que amó, lloró y rogó, ocultando sus lágrimas y sus plegarias, y que por último, envuelto en su dolor, se consumió, yo pensé en la dulce curruca cautiva, que contemplaba silenciosa el firmamento azulado a través de los alambres de su jaula..."

Giovanni Verga
Historia de una curruca















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