Jean-Pierre Vernant

"En Licosura, en Arcadia, la divinidad más venerada llevaba el nombre de Despoina, «Señora». En su templo se representaba su figura sentada, majestuosa, al lado de su madre, Démeter. A uno y otro lado de las diosas, junto a su trono compartido, se situaban de pie Ártemis y Anitos, uno de los Titanes. Pero hacia la salida del santuario, a la derecha, empotrado sobre el muro, se encontraba un espejo. Escuchemos lo que nos refiere Pausanias: aquel que se mire en él o bien no discernirá de sí mismo más que un oscuro reflejo, debilitado e indistinguible (amydrós), o bien no podrá verse de cuerpo entero; por el contrario, las figuras de las diosas y el trono donde se sientan aparecen recortados con claridad en el espejo; pueden contemplarse con absoluta nitidez {enargos). En ese lugar santo en donde ha sido establecido, el espejo invierte sus propiedades naturales. Su función normal —reflejar las apariencias, ofrecer la imagen de los objetos visibles situados enfrente— se desplaza adoptando otra función diferente, exactamente la opuesta: abrir una brecha en el decorado de los «fenómenos», poniendo de manifiesto lo invisible, mostrando lo divino, revelándolo en el resplandor de una misteriosa epifanía.
Se trata, sin duda, de un caso extremo: con mayor claridad todavía que algunos testimonios de los que disponemos sobre las prácticas griegas de catoptromancia,3 subraya el ambiguo estatuto propio de la imagen, reflejada sobre metal bruñido y que parece oscilar entre dos polos opuestos, por una parte hacia la falsa apariencia, vana sombra ilusoria despojada de realidad; por la otra, hacia la aparición de un poder sobrenatural, manifestación sobre la superficie lisa, como si fueran las transparentes aguas de alguna fuente, de «otra» realidad, lejana, ajena al mundo de aquí abajo, inasible, pero más plena e intensa que cualquier otra que pueda ofrecerse a ojos de las criaturas mortales.
Dentro de la existencia cotidiana de los antiguos, el espejo viene a ser, sin duda, una cosa de mujeres. Su superficie remite al esplendor de su belleza, al brillo de su poder de seducción, a la fascinación de su mirada, a las ondulaciones de sus cabellos y a su tez delicada. Las mujeres lo utilizan para verse en él, para examinarse con atención. Mirarse en él supone proyectar el propio rostro frente a uno mismo, situarse cara a cara, desdoblarse en una figura susceptible de ser observada como se haría si se tratase de otro individuo, aun sabiendo que se trata de uno mismo. No existe otra forma de contemplarse uno mismo en la singularidad de su propia fisonomía que tal enfrentamiento con el espejo, donde uno se ve en el hecho de verse, donde uno se mira mirándose. En griego, al rostro se le llama prósopon: aquello que uno presenta de sí mismo a la mirada del otro, esa figura individualizada ofrecida a los ojos de cualquiera que nos aborde de frente y que supone algo así como el sello de nuestra identidad. Viendo uno mismo su rostro en el espejo es posible saber la manera en que los otros nos perciben: frente a frente, cruzando las miradas. Uno accede a sí mismo proyectándose al exterior, objetivándose, como si se tratara de otro, en la forma de un rostro escrutado directamente a los ojos y cuyos rasgos se descubren en el resplandor de la claridad del día."

Jean-Pierre Vernant
El individuo, la muerte y el amor en la antigua Grecia



"En particular, nada puede obtenerse de la etimología de la palabra ayos; y el doblete ayos-ayos, que, al subrayar la unión de lo impuro y lo sagrado, parece establecer el origen propiamente religioso de la noción de contaminación, no existe en realidad.
Es, pues, necesario atenerse a los textos e interpretarlos sin ideas preconcebidas sobre lo que pudo ser una religión griega primitiva. Ahora bien, precisamente en Homero la contaminación es algo absolutamente real. Es una suciedad, una mancha material de sangre, barro, grasa o sudor. Se lava con agua. El hombre es puro cuando está limpio. No existen más manchas que la suciedad. La limpieza física desborda, por otra parte el dominio del cuerpo. La mancha que lo ensucia mancilla al individuo y lo afea: afecta a su ser íntimo y a su persona social y moral. Le prohíbe también entrar en contacto con los dioses: el hombre debe lavarse antes de los actos del culto. Pero L. Moulinier no parece ver en esta obligación religiosa más que un rasgo de cortesía hacia los seres divinos. Sin embargo, señala que Homero distingue dos clases de lavatorio, uno de los cuales, de carácter ritual, con agua lustral, está destinado, según un escolio «a hacer al hombre tan semejante a un dios como sea posible». ¿No será que la limpieza física se presenta de entrada como un valor religioso? El autor no parece pensarlo: esencialmente, la búsqueda de la limpieza revela para él una preocupación por la higiene. En su opinión, el testimonio de Hesíodo confirma el de Homero. La enumeración en los Trabajos de múltiples prohibiciones rituales, próximas en su pintoresquismo a la religión popular, se inspira en el mismo estado de ánimo positivo: para abordar a la divinidad, el hombre debe desprenderse, mediante un lavado y una limpieza, de la suciedad física. Sencillamente, en Hesíodo, esta limpieza cultual toma un valor más claramente moral, como testimonio de obediencia a la voluntad de los dioses."

Jean-Pierre Vernant
Mito y sociedad en la Grecia Antigua




















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