Luis del Val

"En España hay ochenta y dos universidades. Hasta ahora, porque cada año se abre una nueva. De estas ochenta y dos universidades, cincuenta son de titularidad pública y treinta y tres privadas.
En Francia hay ochenta y seis universidades. Sí, más que en España, pero en Francia viven sesenta y siete millones de ciudadanos y en España no llegamos a cuarenta y siete.
Hubo un momento en que cada capital de provincia quiso tener su universidad, o la pedrea de alguna facultad. Teóricamente eso posibilita que personas sin recursos económicos para vivir fuera del hogar familiar puedan cursar estudios universitarios. Este planteamiento se lo presentas a un estadounidense y no entiende lo que le quieres decir, porque, a partir de la mayoría de edad, el joven es responsable de seguir o no estudios universitarios, y sabe que tendrá que trabajar en un McDonald’s o en algún lugar semejante para poder pagarse los estudios. Y, desde luego, la universidad que le admita estará a muchos centenares de kilómetros de su actual residencia.
Esta proliferación de universidades puede que haya tenido ese efecto positivo, y jóvenes sin recursos hayan podido emprender la aventura universitaria. Puede ser. Pero la proliferación de universidades tiende a la rebaja de la calidad, porque se puede construir un edificio, y unas aulas, y ponerles calefacción, pero es más difícil dotarlas de buenos profesores y buenos catedráticos, porque la solvencia pedagógica no se improvisa, ni tiene procedimientos industriales.
Como me decía José Luis Calvo Cabello, magistrado del Supremo: «Podemos aumentar el número de plazas a las oposiciones de jueces, pero los buenos jueces no aumentan de número, repentinamente, porque haya más plazas».
Que tengamos más universidades no significa que aumente la calidad universitaria. Ni mucho menos. España está entre los diez primeros países del mundo en renta per cápita, en tejido industrial, en comunicaciones, esperanza de vida, y en muchos otros aspectos. Pero de nuestras ochenta y dos universidades ninguna se encuentra entre las cien mejores del mundo. Bueno, hay una Escuela de Negocios y el IESE, pero ninguna universidad pública o privada convencional. Ni tampoco nuestros resultados escolares en primaria y secundaria son para celebrarlo, a tenor del informe PISA."

Luis del Val
Mi querida España



"«Eso ha de causar quebranto a una mujer».
La frase de la camarera real asalta la memoria de Germaine de Foix mientras hablan de la llegada de César Borgia a la prisión del castillo de la Mota.
Parece que viene de estar encerrado en el castillo de Chinchilla, donde se antoja a sus guardianes que el encierro no es seguro, o bien que aquí va a estar más vigilado.
El hijo del Papa que tantos favores hizo a los reyes Isabel y Fernando, sobre todo en sus disputas territoriales con Portugal, sufre las cárceles de los favorecidos por su padre. No es ninguna cuestión personal: es una razón de Estado. Alejandro VI partió el mundo en dos, y salió beneficiada la Corona de Castilla y Aragón en claro perjuicio de Portugal, pero mantener buenas relaciones con el papa actual, Julio II, es una obligación más allá de los intereses o las inclinaciones personales. El rey Fernando no permite el más leve comentario sobre el rumor de que Alejandro VI fuera envenenado por el cardenal Adriano de Fornetto, ni de que su sucesor, Pío III, durara en el papado solamente veintitrés días, y, preso de terribles dolores de estómago, muriera de parecida manera a la de Alejandro VI. Tampoco admite que tuviera algo que ver en tan asombrosa y escasa duración el cardenal Giuliano Della Rovere, que, designado sucesor de san Pedro como Julio II, una de sus primeras medidas fuera entregar a César Borgia a Gonzalo Fernández de Córdoba, apodado el Gran Capitán, para ganarse las simpatías españolas y espantar a los franceses de Nápoles. El tablero de ajedrez de Nápoles sólo lo entienden en el Vaticano, en la corte del rey de Aragón y en la corte francesa.
No obstante, más interesadas por los detalles escabrosos que por la política de Estado, Germaine y su séquito femenil murmuran que al mismo banquete asistió el propio César Borgia y que, debido a su fortaleza, no sufrió de la misma manera los efectos de la ponzoña.
De ahí se pasa a comentar que su constitución resulta pasmosa en todos los aspectos, y que se dice que Lucrecia, su hermana, de quien estaba nada secretamente enamorado, recibió el acercamiento y las confidencias de su primera esposa, Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra, Juan III de Albret, y que la tal Carlota le preguntaba a su cuñada si todos los varones eran de complexión tan robusta en esas partes del cuerpo, porque, en ocasiones, a ella le causaban más miedo que placer. Lucrecia, mujer culta y liberal, obtuvo así información de primera mano sobre la virilidad de su hermano, no sólo en cuanto a tamaño sino en cuanto a frecuencia y necesidad, conocimientos que en círculos íntimos y en momentos de holganza y entretenimiento gustaba de describir con objeto premeditado de escandalizar. Fueron estos comentarios los que constituyeron el frágil fundamento que dio pábulo a la leyenda de los amores incestuosos de Lucrecia y César. "

Luis del Val Velilla
Afán de gloria



"Fueron cinco las oportunidades, y a partir de la tercera, tuvieron lugar fuera del despacho. En el tercer encuentro, Marta mintió diciendo que estaba en las afueras de Madrid, e insinuó la posibilidad de un almuerzo. El hombre de la voz ronca se quedó bloqueado porque tenía un compromiso, pero lo resolvió con diligencia y comieron juntos. En la cuarta ocasión, él eligió un restaurante de la carretera de Burgos, bastante alejado de la capital. A Marta le pareció un detalle que facilitaba sus planes, una evidencia de que él ya consideraba los encuentros como algo clandestino. Y en esa oportunidad, Marta se mostró locuaz sobre ella misma, incluso aprovechó para establecer un principio de confesiones, o de confidencias de tipo íntimo, que ella iba desgranando con un inteligente sentido de la intriga.
—La verdad es que yo parezco a primera vista muy lanzada y, en el fondo, sigo siendo una chica de las teresianas.
—No es esa la impresión que me parece que proyectas a los demás —comentó él tras haber reflexionado sobre si debía añadir algo al respecto.
—Ya lo sé, ya lo sé, y eso me fastidia. Los hombres, en cambio, parecéis como hechos a troquel, y sin embargo cada uno es un mundo. Mi novio, por ejemplo... ¿A ti te cae bien mi novio? —concluye brusca y repentinamente.
—Sí, sí, claro. Es muy serio. Y dicen que muy bueno en su trabajo.
—Bueno, pues será muy serio, pero poco después de conocernos... Bueno, no debería estar contándote estas cosas a ti. No sé. Aunque, claro, nosotros somos amigos.
—Sí. Somos amigos desde hace mucho tiempo —añade el hombre que se ha quedado intrigado con el principio de la confesión.
Marta se queda un momento callada, como si se hallara ante un grave dilema moral, y luego se decide: —Es una tontería, y sirve para reforzar lo que te estaba comentando. Yo, por ejemplo, parece que me voy a ir con cualquiera... No, no, no hagas aspavientos, que algunos y, sobre todo, algunas, lo piensan. Y no es así. Mi novio, en cambio, tan modosito, tan serio, como acabas de decir, pues... a veces tiene unas ideas que, vamos...
Y se queda callada.
—¿Qué clase de ideas? —interroga el hombre que parece un niño al que le están prometiendo un caramelo y no se lo acaban de dar."

Luis del Val
Reunión de amigas






"La posteridad es una estatua de bronce sobre la que se cagan las palomas. Eso es la posteridad. Viniendo a la entrevista he pasado por la calle Valenzuela, esquina Alfonso XII, donde se encuentra la placa, con un relieve, en la que se recuerda a Don José Ortega y Gasset.  La mayoría de las personas que pasan por allí ni miran, ni saben quién es Ortega y Gasset, ni les interesa, ni les importa. Yo creo que lo importante es vivir. Como dice Pedro Ruiz, somos un escupitajo galáctico que pasa en unas décimas de segundo."

Luis del Val




"Las redes sociales son el anonimato y el refugio de los cobardes."

Luis del Val



"Licia había dormido la noche anterior en Barcelona, mientras Antonio había venido con su coche desde un Vallefrío anochecido a las tres y media de la madrugada, y todavía no se había desprendido de un cierto sentido de culpabilidad, porque su mujer se había levantado un poco antes que él, y le había preparado una tortilla de jamón, que le había puesto en un panecillo, y le había dado un abrazo de despedida que, de no ser porque Antonio ya no sabía quién era desde que estaba encandilado por la juez, le habría hecho retroceder y desbaratar un plan cuidadosamente trazado desde dos meses antes. También es cierto que nada más ver a Licia, esos remilgos se diluyeron y las aprensiones quedaron sofocadas por la alegría de tenerla al lado y de saber que iban a pasar tres largos días juntos, y una exaltación desconocida, tal que si hubiera bebido un sorbo de la fuente de Juvencio le alborotó por dentro y le incitó a creer que no tenía muchos más años que su compañera de viaje y, desde luego, ninguna responsabilidad familiar.
Como Antonio había insistido en que la excursión estuviera acomodada a su economía, el vuelo no era directo, e hicieron escala en el aeropuerto de Milán, y luego tomaron otro avión a Venecia, a la que llegaron cuando la tarde se despedía y el sol se escondía frente al Lido, y ponía, sobre el azul oscuro de la Laguna, los cárdenos tonos del crepúsculo.
A Licia le deprimían los hoteles baratos. Sabía que no era rica, porque su padre y su madre, y muchísimo más su abuela, se habían encargado de advertírselo con frecuencia casi excesiva, pero desde niña se le había desarrollado una intuición natural que le permitía distinguir si estaban en un establecimiento de dos, tres o cuatro estrellas, no digamos de cinco.
Había elegido, pues, un hotel de tres estrellas, pero mucho más acogedor que cualquiera de los de cuatro, gracias a su ubicación y a su decoración cuidada.
El hotel Torino ocupaba un viejo palacio en la calle Ostreghe que, por un lado, conectaba con la calle Larga XXII de Marzo, la cual arrojaba al peatón a la plaza de San Marcos, justo enfrente de la Basílica, y por otro, en un tramo algo más largo, pero que no sobrepasaba los diez minutos, dejando siempre a la izquierda el teatro de La Fenice, y luego el Goldoni, te llevaba hasta el Gran Canal, justo a un lado del puente de Rialto.
Lo que había sido un palacio del siglo XVI se había convertido en un hotel del XXI, con decoración del XVIII y del XIX, uno de esos hoteles pequeños y caros, que bajo la aparente humildad de sus tres estrellas ofrecían el confort de los hoteles de cuatro, pero con el encanto de ser muy pocas las habitaciones -debía de tener unas veinte- y el cristalizado esfuerzo decorativo que les permitiría recordar, nada más entrar o al despertarse, que se encontraban en una ciudad histórica.
Licia había tenido la malicia de abonar aparte el sobreprecio del paquete turístico para que en las cuentas que Antonio se había empeñado en repasar se reflejara una cantidad aceptable, y comprobó a la llegada, a pesar del cansancio del trasbordo y de las horas de espera en el aeropuerto de Malpensa, que su elección había sido acertada.
La profesionalidad de la hostelería veneciana, esa mezcla de afecto fingido y distanciamiento, estaba representada por una chica más joven que Licia que les dio la bienvenida, les deseó una feliz estancia como si su propia felicidad dependiera de ello, y, nada más verlos dirigirse a las escaleras, tomó el teléfono y soltó un «Pronto!» neutral, quizás porque de la misma manera que no se puede estar todo el tiempo en la excelencia, es imposible permanecer en la afabilidad y el amor al prójimo de una manera crónica.
No obstante, el efecto profesional ya se había producido, y el encuentro con la habitación, pequeña, pero decorada con gusto, no desmereció de la buena impresión recibida en el vestíbulo y en los trámites de recepción.
Antonio comenzó a abrazar a Licia por detrás, como si el largo viaje hubiese sido un expediente de procedimiento para lograr un abrazo íntimo, pero Licia, más pragmática, fue desgranando el adverbio luego, con esa habilidad mujeril para convertir los aplazamientos íntimos en zanahorias que los hombres siguen con obediente excitación y complacida esperanza."

Luis del Val
Volveremos a Venecia



"Toda desmesura llega a convertirse en ridícula."

Luis del Val



"Yo siempre digo que quien vive en Zaragoza puede vivir en cualquier parte del mundo porque es un clima difícil de soportar. Yo creo que de ahí nace el empecinamiento. Hablando del cierzo, los de Huesca a los de Zaragoza les llaman cheposos. Y les llaman cheposos porque al atravesar el Puente de Piedra, el cierzo alcanza velocidades de 80 kilómetros por hora y, como entonces se llevaba boina, al cruzar el puente todo el mundo agachaba la cabeza."

Luis del Val












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