Luis Manuel Urbaneja

"A ratos, en algún confín lejano, brillaba la alegría medrosa y fugaz de un rayo de sol."

Luis Manuel Urbaneja Achelpohl



"Con una suave tonalidad de violetas, en el vasto cielo se iniciaba el crepúsculo, un crepúsculo de seda. En las colinas desnudas de altos montes se tendía un verde como nuevo y lozano, un verde de primavera, y en las crestas montañosas, un oscuro verde intenso, como el perenne de los matapalos laureles. Casi blanca, cual una flor de urape, la estrella de los luengos atardeceres, en el Poniente, en apariencia fija y silenciosa, prestaba al ambiente una dulcedumbre pastoril. Todo en la campiña era grave y apacible: sobre la alta flecha de la iglesia se espolvoreaba una rubia mancha de luz. En el paso del río, en medio de los cañamargales, el agua se deslizaba, clara, limpia, con un grato rumoreo, y en medio de las cañas y malezas brillaban destellos de sol azulosos y anaranjados.
Un mendigo, sucio y roto, abofallado el rostro, los labios gruesos y la piel cetrina, llena de nudos y pústulas, penosamente arrastraba un pie descomunal, hinchado, deforme, donde los dedos erectos semejaban cueros bajo una piel agrietada y escamosa. Un destello de sol violáceo y fulgente envolvía al mendigo, quien hacía por esguazar el río saltando sobre chatas piedras verdosas y lucientes por la babosidad del limo. A lo lejos un manchón de boras, cual una diminuta isla anclada en medio de la corriente, se mecía, y el nenúfar de los ríos criollos comenzaba a entreabrir sus anchos cálices sobre las aguas tibias. De cuando en cuando, desde una caña cimbreante, el martín pescador se dejaba caer como una flor de oro al agua y alzaba de nuevo revoloteando, entre sus gritos secos.
El mendigo se apoyaba en una vara alta y su burda alforja limosnera le colgaba a un lado, escuálida, sin que en ella siquiera se dibujara el disco abultado y duro de una arena aragüeña, dorada al rescoldo.
Avanzaba el mendigo y la luz fuerte y violácea hería sus ojos opacos, en tanto que tanteaba con la vara la firmeza de los pedruscos y alargaba con precaución su pie deforme. La babasa era traidora y la luz cegaba, y el mendigo cayó de bruces contra las piedras y la estacada, que cual una triple hilera de dientes enjuncados, resguardaba de los embates de las crecientes a aquellas pródigas tierras de labrantío, famosas ya, antes que el sabio germano las apellidara jardín.
A los ayes lastimeros del mendigo, surgió un hombre apartando la maleza. Era de mediana estatura y sus ojos fulguraban. Su mirar era inquieto, pero en las líneas duras de su boca vagaba en veces una sonrisa bonachona y mansa.
El hombre se lanzó al río, y como si el mendigo fuese un niño, lo tomó por debajo de los brazos y lo sacó con gran suavidad al talud. El mendigo era todo ayes y lamentos. Su carne podrida, magullada, no había cómo tocarla. El tobillo deforme sangraba. Un ñaragato con sus curvas y recias espinas rasgara profundamente aquellas carnes fofas. Gruesas lágrimas se abotonaban al borde de sus párpados hinchados.
El hombre levantó los ojos y miró alrededor. Su mirada fue larga y honda, como una requisitoria que llegara al fondo de los boscajes y las malezas. Y todo era calma y penumbra en la solemnidad del atardecer. Sólo el martín pescador, desde la caña cimbreante se dejaba caer como una flor de oro al agua y alzaba revoloteando, entre sus secos gritos.
El hombre se aproximó al mendigo, examinó la herida y con el agua del río comenzó a lavarla, como lo hiciera una madre a su tierno infante. La sangre no se detenía, no era violenta, pero sí continua. El hombre se alejó. Inclinado sobre la tierra buscaba entre los yerbajos. Se incorporó. Entre sus dedos fuertes tenía hecha una masa con unos tallos verdes. La aplicó a la herida y como el mendigo no tuviese un trapo propio para un vendaje, desabrochó la amplia camisa de arriero que le cubría del cuello a la pantorrilla, y sacó un pañuelo de seda, uno de esos vistosos pañuelos de pura seda, con que la gente que venía de Las Canarias gustaba regalarnos en su comercio de contrabando.
El mendigo veía hacer al hombre sin decir palabra y éste sólo atendía a la herida. Cuando la sangre se menguó, el hombre aplicó el vendaje. Ni la más ligera sombra purpurada teñía la albura de la seda. Una sonrisa de satisfacción apuntó a los labios del hombre."

Luis Manuel Urbaneja Achelpohl
Ovejón



"Se quitó las alpargatas. Arremangó con furia los calzones hasta los gruesos muslos. Echó a correr por entre los matojos del barbecho, húmedos y crecidos. Saltaba los mogotes como zorro en huida y perdió el sombrero. El buey entró con la cabeza en alto y venteando por las tierras negras que los reventones agujereaban. Paulo, en el claro, distinguió el cabo de soga que resbalaba lento, y sin tiempo para agacharse a cogerle, saltó a sujetarle con el talón grueso y chato. El buey partió violento, y el mozo vino a tierra. La soga pasaba por encima de su brazo, quemándole; en el aire le echó una manotada y le clavó los dientes blancos, cerrados y fuertes, y así, sobre la tierra blanda y humedecida, lo arrastró el buey hasta que, apoyándose en los codos, lo mantuvo. Se enderezó sobre la tierra. El día era en el valle: nubecillas ligeras corrían deshaciéndose en las colinas del Sur. Paulo, braceando la soga, atrajo hacia él el Barroso. Era un buey ya hecho, habituado al yugo y al arado, a la garrapata y a la mosca en la esterilidad de los sequeros. Salientes los músculos, redondas las ancas y el cerviguillo como el de un cebú, macizo. Los cachos gruesos, los candiles apuntando al cielo, en los que llevaba dos nudos de soga. En el testuz, un mechón dorado, rojizo, le venía a los ojos y le daba un aspecto fiero en el englobamiento de su mole pesada y majestuosa.
[...]
Junto a un puentecillo de troncos de sauce, retoñados con la humedad de la acequia, hizo alto Paulo. Por él se adelantó presuroso. Tras unas malvas y saucos retorcidos, un rancho se acurrucaba, descuajaringándose con los años. Una rosalera trepadora se extendía en un enrejado de caña y sus mil guías locas se echaban sobre el tejado, en donde en corona de verdes hojas, lucía su perenne florescencia, manto níveo. Se llegó el mozo al rancho y empujó la carcomida puerta en busca del yugo y la garrocha. Era aquél el nidal de los Guarimba, oscuro y húmedo. Ellos levantaron la horconadura, clavaron la cumbrera, amasaron el barro con la paja brava de las sabanas y rellenaron el cañizo del bajareque. Y todo esto antes, mucho antes de que la acequia corriera farfullando a su puerta. Los Guarimba y su rancho se perdían en el origen de la estancia.
¿Qué amo les señaló aquel sitio? ¿Qué amo los cristianó? Porque los Guarimba no lo negaban; los abuelos fueron esclavos, y su vida y suerte siempre estuvo pegada a aquella tierra de la que formaban parte como los árboles que habían visto crecer y los peñascos que rodaron de la montaña. Allí se encontraron con la azada en la mano, el yugo, el arado y la muerte. Guarimba era ellos, y ellos, Guarimba. Los amos, vendíanles junto con la tierra y los animales. Ellos pasaban indiferentes de unas manos a otras, convencidos de que, mientras existiesen, permanecerían unidos a aquella tierra como el alma al cuerpo. Sólo un orgullo les cegaba: ser las mejores azadas, los más listos gañanes, los más entendidos conocedores de las mudanzas del tiempo. Ellos, antes que nadie, oían el trueno anunciador del lejano invierno y el saludo del renacuajo; conocían el rumbo de las nubadas de verano; pronosticaban el pausado acomodarse del nubarrón cargado, deseoso por desahogar los hinchados senos; el alba les participaba la humedad o sequedad del día y vaticinaban el resultado de las cosechas, sin que jamás fueran desmentidos. No tenían historia que contar, amaban y morían así como el rosal echa rosas y se seca y florece el yerbazgo de olor. Comenzaron a blanquear con Juan, el arpista, un abuelo de Paulo, que apareció entre ellos, como en el nidal de muchas aves acaece emplumar un extraño pichón. El arpa le hizo famoso, sin dejar de ser un buen Guarimba. Él plantó la blanca rosalera y el rancho tuvo nuevas y desconocidas alegrías. Paulo era el último vástago de aquella cepa humilde. Su padre, antiguo mayordomo de Guarimba, al morir, lo encomendó a sus amos de entonces, los Macapos. Apenas si cabía en un canasto cuando los Macapos lo ampararon. Creció a su lado. Pasó por la escuela, pero ante todo, fue un Guarimba, un cogedor de cabañuelas, que presentía en el silencio de la noche estrellada el trueno anunciador del lejano invierno y el saludo del renacuajo.
Con el yugo sobre el hombro y empuñando la garrocha, atravesó de nuevo Paulo el puente. Los bueyes, sin moverse, se dejaban enyugar. La coyunda, como una cinta, pasaba de una cornamenta a otra, asegurando el yugo sobre la nuca y los frontines rojos. Los bueyes, sumisos, dejaban hacer, rumiando, rumiando. Ni asomos de rebeldía mostraba el Barroso. A la voz de Paulo que ya los llamaba con la garrocha, marcharon en busca del arado sabino, que el día anterior, a causa del lloviznar constante, quedó en el barbecho."

Luis Manuel Urbaneja
En este país











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