Pedro Ugarte

"Ariana Ruiz era involuntariamente hermosa, y el adverbio no sólo englobaba la cruel casualidad de su belleza (porque había aparecido sobre aquel punto de la tierra, aquel distrito urbano, aquellas calles aburridas y concretas, como siempre suele hacerlo la belleza: sin premeditación, con el desparpajo y la insolencia del azar) sino también su combinación con otras circunstancias: el encanto de saberla despistada, distraída, la imposibilidad de que los rasgos de su cara pasaran desapercibidos para nadie, el timbre casi cómico de su voz clara y aguda cuando, de pronto, se enfurruñaba. De Ariana ni siquiera podría decirse que era bonita. Ese lugar común no llegaba a resumirla. Algo había en el adjetivo que sonaba cicatero, reduccionista, por mucho que pusiera el énfasis en la belleza, tanta belleza como habitaba en ella. El halo seductor de Ariana se manifestaba en algo aún más infrecuente: cierta disposición de sus manos a mantener rasgos infantiles y a provocar, cada vez que se movían, un acceso de ternura; cierto resplandor en sus ojos verdes que, algunos días, bajo el sol del atardecer, revelaban un fondo inquietante; cierta ingenuidad en su modo de formular comentarios y opiniones, una sintaxis doméstica y sencilla que remitía, sin embargo, a pensamientos bastante complicados, como si no sólo su cuerpo, también su cerebro, fueran el resultado de una equívoca combinación de sofisticación y de fragilidad, de complejidad y de torpeza, en un raro equilibro parecido al de un castillo de naipes, siempre a punto de caer pero que, sin embargo, se sostiene. Todo en Ariana resultaba pacífico e inocente, reconciliado con la realidad y con la esencia de las cosas. Sí, las cosas, el mundo: ese campo de batalla, donde los demás se dejaban jirones de sí mismos, era para Ariana una superficie pulida sobre la que se deslizaba con la ligereza de una niña que patina en invierno, envuelta en su bufanda, la nariz levemente enrojecida por el frío. Parecía haber entrado en una secreta alianza con la naturaleza y con la civilización, con el transcurso de las horas, con las mareas, con los cambios de tiempo. Es una idea un poco tonta, pero yo pensaba a veces que, gracias a Ariana, cualquier ser humano podía reconciliarse con la realidad, o asumirla despojándose de todo resentimiento. Pensaba que, gracias a ella, todo ser humano tenía un buen argumento para ser menos malvado. Al fin y al cabo, un mundo que la había aceptado no podía ser del todo abominable. Ariana atravesaba los días y las noches con una naturalidad improvisada, envuelta en una armonía en la que no había ni artificios ni afán exhibicionista. Me resultaba incomprensible que nada lograra agredirla, que la naturaleza no urdiera una gigantesca conspiración para aniquilarla de un mazazo, perforada por un rayo o zaherida por un golpe de viento. Parecía milagroso que no se cerniera sobre ella una enfermedad incurable o un pelotón de fusilamiento comprometido en terminar con su inocencia. Ariana siempre encontraba puntos de apoyo; se amparaba en las personas, en las cosas, en los horarios, y curiosamente el mundo, aquel mundo en el que ella confiaba, había renunciado a llevarle la contraria. Ariana parecía sentirse a salvo de los peligros y la realidad no parecía molesta por reconocer en ella esa condición invulnerable. Levitaba sobre las miserias de la vida como si dispusiera de un salvoconducto. Quizás, pensaba yo, Ariana no necesitaba protección porque estaba a salvo de ciertas amenazas, disponía de un visado secreto, y esa inmunidad me resultaba intolerable: el mundo debería conspirar en su contra para que yo pudiera protegerla, para cercarla con el contorno de mis brazos."

Pedro Ugarte Tamayo
Perros en el camino




"Bajé en ascensor hasta la planta baja. A la entrada, las miradas de las chicas de recepción denunciaban algo sobre mi vida privada, un trato excesivamente íntimo con sujetos como aquel que me esperaba, quizás la sospecha de que, más allá del trabajo, había en mi vida algo pervertido, o anárquico, o sencillamente irreal. Lo alarmante era que en la reglamentada ordenación del edificio se hubiera abierto una grieta, dejando ver al fondo un cuadro sórdido y procaz. Piotr Kubiak estaba sentado en un sofá, junto a una de esas mesas bajas donde se amontonan las revistas. Leía con absoluta concentración un ejemplar de nuestro boletín interno (ese boletín que realmente nadie leía nunca), y anotaba como siempre en un papel palabras o expresiones que aún desconocía. No traía el aspecto de digna pobreza con que había visitado nuestra casa sino su traza habitual: una negligencia en el vestir que suscitaba toda clase de cautelas. Su aspecto era miserable. Llevaba una chamarra arrugada, corta, varias tallas más pequeña que la que habría necesitado, y unas sucias zapatillas deportivas. La horrenda cicatriz de su cara completaba un cuadro dantesco. Quizás sólo para mí aún era visible su mirada intensamente azul, sus ojos de ángel nórdico e inocente. Al acercarme a él me detuvo uno de aquellos tipos que se esmeraban en mostrar un aspecto atildado, muy por encima de su auténtico sueldo, preguntándome quién era aquel individuo. No contesté. Cuando me acerqué a la mesa, Kubiak se levantó accionado por un resorte de inmediata cortesía. Invité a Kubiak a un café. Quería sobreponerme a la desconfianza general y exhibir en mi trabajo un reducto de autonomía, la seguridad de alguien que es capaz de acoger a un amigo con orgullo, desafiando las convenciones de una empresa llena de petulantes licenciados, de señoritas inquietas por su aspecto y de jefes tan acomodados al ejercicio de la autoridad como los depredadores lo están a la acechanza. Junto a la máquina de café y mientras hablaba con Kubiak, Larraga llamó un par de veces por el móvil. No contesté, seguro de que ideaba urgencias inexistentes para obligarme a regresar. El polaco empezó por disculparse. Quizás no había sido una buena idea venir a mi trabajo. Quizás su aspecto, adivinó, no era el más apropiado para una empresa como aquella, ni su tiempo, todo el tiempo del mundo, algo soportable para tanta gente ocupada en cosas importantes. Disipé aquellos reparos como si fueran una tontería y entonces Kubiak empezó a hablar de sus problemas. Se le hacía muy difícil hablar de sus problemas. Necesitaba un trabajo, alguna clase de trabajo. Debía bastante dinero en la pensión y ya no sabía adónde recurrir. Últimamente había trabajado cargando y descargando cajas en un mercado, pero siempre les resulta difícil conseguir algo estable a los extranjeros."

Pedro Ugarte
Casi inocentes



"Escribo sobre personas en la distancia corta. Mis historias se refieren a seres humanos en su vida cotidiana."

Pedro Ugarte



"Hasta cuando escribo poemas, cuento historias."

Pedro Ugarte



"La literatura quita trabajo a los psiquiatras."

Pedro Ugarte



"No recordamos exactamente el nombre de aquella coctelería. Posiblemente sea que no queremos recordarlo. Quizás tuviera un nombre rizadamente anglosajón, o algún arcano acróstico, o algo más nítidamente hortera. Pero el caso es que nos gustaba, y todos los fines de semana, Ane y yo quedábamos con Juanjo y Diana, dilatábamos la tarde en la calle Pozas y, después de un sándwich o una hamburguesa, nos dirigíamos a la coctelería. Allí, mientras Juanjo resolvía tomarse un destornillador (de aquellos llenos de fruta, cuyo aroma zumbaba en medio del círculo que hacíamos con los taburetes), Diana, Ane y yo nos introducíamos en la carta de cócteles dispuestos a probar los néctares más extraños.
-Por favor, un Remeros del Volga, un Ciudad Prohibida de Pekín y un Caricia del Caribe –podía ser nuestra demanda, ese tipo de cosas que uno pronuncia con tono difícil, con la voz potente que se reclama siempre de un tipo seguro de sí mismo pero, a la vez, con el deje de escepticismo de quien sabe que esas denominaciones no pasan de ser un género literario.
-Johnny: un Remeros, un Pekín y un Caribe –compilaba entonces Genaro, el encargado, mientras miraba a la otra punta de la barra.
Y allí, muy cerca de la puerta de la cocina, Johnny sonreía y ponía manos a la obra.
Aquélla era una de nuestras aficiones nocturnas más queridas: recorrer las coctelerías de la ciudad. Era un quiero y no puedo para gente como nosotros, que ya no buscábamos aventuras ni sucesos extraordinarios, sino la suave tranquilidad de dos parejas con vocación de indisolubles. Juanjo y yo éramos amigos desde el colegio. Nos habíamos emborrachado juntos muchas veces. Ahora salíamos con dos chicas y habíamos comprobado, casi con alivio, que ellas se gustaban y querían llevarse bien. Son ese tipo de cosas que le reconcilian a uno con el mundo: cuando se tiene miedo de que el amor, como ocurre tantas veces, pulverice amistades anteriores. Afortunadamente, entre nosotros no había sido así."

Pedro Ugarte
Manual para extranjeros


"Soy un poeta fácil de descalificar: legible, sencillo, de esos poetas cuyos textos puede entender cualquiera. En el mundo de la poesía, ser comprensible no tiene buena prensa. Me consuela que grandes poetas como Karmelo Iribarren e Itziar Mínguez, entre los próximos, o Luis Alberto de Cuenca y Julio Martínez Mesanza, entre los capitalinos, pueden ser acusados de lo mismo."

Pedro Ugarte










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