Alonso Zamora Vicente

“Cualquier aventura más o menos ilusoria que se nos ocurra, todo, absolutamente todo puede lograrse. Todo podemos convertirlo en circunstancia nuestra, con su peso, sus esquinazos, su intransferible cielo. Por difícil que parezca basta sólo con querer lograrlo y, una mañana cualquiera, dar el primer paso."

Alonso Zamora Vicente



"Don Apolinar,el profe depurado,me ha dado la solución. Usted trata de contar una comida, menú impuesto, un pescado que fue un asquito..., ¿qué era por fin el pescado?, y una carne que para qué. Se tardará en leer su crónica más o menos lo que dura una comida larga, con una sobremesa bien nutrida de eructos, somnolencia y majaderías. ¿Por qué no llamar a su relato así, sin más, Mesa. Sobremesa?"

Alonso Zamora Vicente
Mesa, sobremes



"... La riqueza léxica que yo puedo emplear obedece a que yo he aprendido el español en la calle, y la calle es la gran maestra de cualquier español. Lope no fue a la universidad con fruto, vamos, si nosotros le llamamos filólogo nos mordería, y Cervantes no digamos... Es la calle nuestra gran maestra..."

Alonso Zamora Vicente



"¿Llamabas,Piedad?
—¡Ya hace una hora! ¡Te tomas demasiadas libertades!
— ¡Bueno, ya estoy aquí! ¿Qué querías?
—¿Cómo que qué quería?¿E sque no ves cómo está todo?¡Están a punto de venir!¡Lo encontrarán todo desordenado!
—¡A punto de venir! ¡Ese atajo de,,.!
—¡Te prohíbo que hables así de mis amistades, Casta!¡Te lo
tengo advertido! ¡Son todas unas señoras muy distinguidas!
— ¡Si yo las cogiera por mi cuenta!
—¡Te prohíbo decir ordinarieces!
—¡Bueno, vamos a ver qué pasa hoy!
Doña Piedad, elevando el busto, apoyándose teatral, en la mesa:
—¡La hora de mi tertulia es sagrada, Casta!¡Te conviene aprender en ella! ¡Todas son personas cultas!
—¡Ya!
—¡Distinguidas!
—¡Ya!
— Influyentes!
—¡Ya!"

Alonso Zamora Vicente
El balcón a la plaza


"Nunca saldremos en los libros, no se nos citará como los perseguidos por la guerra o la postguerra, ni nos tomarán en cuenta los que ya no quieren ni oír hablar de ella, no, claro que no, no estarán nuestros nombres en las paredes de las iglesias, o en los libros fardones de los ayuntamientos, pero, ay, qué verdad que somos su carne, carne de la guerra, el meollo de la amargura, de los rencores, todos perseguidos, todos arrinconados."

Alonso Zamora Vicente
Vegas bajas




Todo puede lograrse

Usted no habrá estado nunca, es seguro, en mi pueblo, uno de tantos. ¡Qué cosas tiene usted, cómo no voy a acordarme de su nombre!... Pero es que, créame, no le hace mucho al caso decírselo, el nombre. Abriría llagas si algunos se enterasen de que estoy aquí, viva, y hasta contenta, eso les dolería más aún, ya para qué. Por otro lado, usted se lo imagina: un poblachón grande, oloroso a trigo y a paja quemada en el verano, rezumante la agrura del mosto en el otoño, y el humo de los sarmientos quemados en el invierno. Un pueblo grandullón, claro, con unas autoridades que, según el viento, iban o no iban a misa, que pagaban el voto según el viento, que daban y quitaban empleos, trabajos, aguinaldos y disgustos también según el viento. En fin, unos pocos, que eran siempre don fulano, don mengano, con un don así de grande, y, luego, los demás, el rebús, una pobre gente triste, que cantaba de vez en cuando, que jugaba a la lotería, y, así, jugando, espantaba la congoja amontonada de no saber qué hacer, dónde mirar, asombrados de su infinito aguante... Y así, se lo digo yo, año tras año, y otro, y otro, nieves, calores, nieves y calores otra vez... Apenas se notaban las muertes, hoy en una casa, mañana en otra, pasado en la de más allá... Los señores seguían yendo a misa, presidiendo las fiestas, las cucañas y las inauguraciones, y los demás, puntualmente, a cumplir con los renovados deberes, si se podía... Fue por allá, por el 35, cuando llegó Chucho al pueblo. Ya se puede usted figurar el revuelo entre las muchachas jovencillas. Las más no podíamos pensar en el secretario, en el registrador, en el juez, muchísimo menos en el notario. Ésos se traían ya su pareja de Madrid o de donde fuere, y, todo lo más, se podía dar una viudez rápida y un braguetazo después. Ya ve, hasta se ponían velas a algunos santos para que eso ocurriese: «¡Santa Lutgarda, atízale una mala hora a esa bruja!» «¡San Antonio, achucha y cárgatela!». Muy piadoso, ¿no le parece? Pues, ya ve, alguna vez los santos se ponían de cara y daban lo pedido, quién lo diría. Pero, por lo general, no ocurría, los recién venidos se quedaban muy distantes, llevaban ternos vistosos, ponían calefacción en casa, tenían gramófono y radio. Don Hortensio, un notario joven que estaba siempre vigilado por su madre, una señora muy tiesa que le acompañaba a todas partes, disponía de una pianola, de esas que tienen unos rollos picados, ¿no se acuerda?, y se pasaba las horas muertas haciendo que tocaba... Pero Chucho era maestro, nada más que maestro nacional, y a eso sí que podíamos atrevernos las mocitas casaderas. A ver, ni siquiera a los catedráticos del Instituto podíamos aspirar, se daban mucha importancia, qué barbaridad, nos miraban así, de costadillo, y luego resultó que la mayor parte no eran ni siquiera catedráticos, sino algo menos, los llamaban cursillistas de no sé qué, y, claro, ya sabe, si a un catedrático, aunque se haya tragado la vara de medir, me lo ponen al fresco o a la sombra, figúrese qué pasaría con uno que era bastante menos... Alguna que se casó así, bien lo pagó después, bien. En cambio, Chucho era maestro, solamente maestro, jovencillo, silbaba, daba patadas a las piedras, y le gustaba tomarse un tintorro con aceitunas o moje, en la taberna, al atardecer, cuando los obreros volvían cansados, a charlar, a jugar al dominó o al parchís... Todavía me hace gracia recordar el mosconeo,   —43→   las tontunas que hacíamos al cruzarnos con él en el paseo, el hielo que cayó sobre muchas cuando supieron que había sido inútil en el ejército, ya sabe usted, hay muchas familias aún que, en cuanto oyen hablar de eso, piensan lo peor, como si en vez de un hombre entero necesitaran garañones de buena raza... Chucho era un buen chico, alto, muy pálido, los ojos claros se le deshacían en una luz indecisa, como una alegría escondida, clandestina casi, un clamor silencioso, así, cómo le diré yo, pasmado, ¿me comprende? Y sonreía, sonreía siempre, un rictus desencantado en la comisura de los labios...

Chucho olía a buen hombre a la legua. Era uno de esos tipos que despiertan la confidencia más hundida, confianza, confianza y entrega. Y ya ve usted, cayó mal... Empezó a organizar una bibliotequita en los bajos de la rectoral, y eso no gustó a los de los bares, a los del cine, que veían que la gente se les iba. Aún les hizo menos tilín la organización de las clases de adultos, eso fue ya la puntilla, pareció mal a casi todo el mundo, a unos por lo que era, y a las familias porque se distraían, no estaban tanto los hombres en casa, como si se pudiese estar en aquellas casas, usted me contará... ¡Qué mal fermento, mal fermento y peor entraña, molestarse por aquello, que no llegó a pasar de la b con la a, ba, y a garrapatear una firma! Chucho traía de vez en cuando, de aquí, de Madrid, unas gentes en unos camiones, decían que eran estudiantes, armaban un tablado en la plaza y representaban cositas cortas, muy divertidas, que si los alcaldes de no sé dónde, que si Sancho Panza haciéndose el hombre importante y luchando con su médico... También llevaban unos cuadros grandotes, copias de otros del Museo, y los colgaban en los soportales, en los calabozos, en los saloncillos resudados del Ayuntamiento, donde estaba la oficina de los reclutas, vamos, de los quintos, de los soldados nuevos.   —44→   Acudíamos llevando tiestos, geranios, prímulas, albahaca, rododendros, cinerarias, para decorar todo aquello, las habitaciones, la entrada, la escalera, y mantones de Manila, o colchas hechas a mano, o pieles grandes de vaca para lo mismo, para tapar los desconchones y que aquello pareciese de veras un museo... Así conocí yo a Chucho, mire, aún me tiemblan las manos cuando recuerdo sus ojos tan limpios, verdes, bueno, algo verdes, a lo mejor eran más bien grises, usted me entiende, a fuerza de pensar en ello... ¿A usted no le pasa que piensa y piensa usted en algo, mucho, así, apretándose, y nada, sólo unas sombras, una saliva amarga y placentera, y luego nada, nada, que no hay manera...? A aquellos ojos no se les veía el fondo... Sí, mire, tiemblo todavía, parece que me está quitando ahora mismo el tiestecillo de claveles que yo le llevaba... Se nos rozaron las manos, ¿sabe? Yo quería mucho aquel tiesto, mucho, me lo habían regalado un veinticinco de marzo, yo me llamo Encarnación. Encarnación López Doradillo, para servirle, eso es. Le aseguro que nunca nunca unas pobres flores han valido para tanto... Y hacían tan bonitas allí, delante de unos Fusilamientos de la Moncloa... Quién iba a presentir entonces lo que vino.

Nos casamos, ya se lo habrá supuesto usted. Febrero, 1936. Víspera de unas elecciones, el pueblo ardía de reclamos, pregones, discursos, alarmas... Nosotros no nos enteramos de nada, figúrese qué ocasión para dedicarse a pensar en arreglar el mundo. Nosotros, por la tarde, entre la salida de la escuela y las lecciones de adultos, que aquellos días, además, no se daban, que la gente acudía inquieta a la Casa del Pueblo, al pilar de la plaza, o se apelotonaban bajo la radio del Casino (de todas partes contaban malos tragos), nosotros, le digo, aprovechando los ratillos libres, nos dedicábamos a armar los muebles, tan bonitos, los compramos a plazos, que nunca acabé de pagarlos, por unos vinieron luego,   —45→   y por otros no, vaya usted a saber qué diablos pasaría... Una alcoba con coqueta y todo, un espejo grandote, sí, ya sé que no se estilan ya esas cosas, pero ¡era tan precioso entonces!... Y pasábamos revista a los regalos de boda, siempre tan sosos, tan repetidos, tan inútiles, los desenvolvíamos una y otra vez, los mirábamos cerca de la luz, dándoles vueltecillas despaciosas, y volvíamos a envolverlos con mimo, pensando en futuras bodas de amigos, de otros amigos a los que pudiéramos colocarles aquella larga ristra de paletas de postre, de candelabros de porcelana, de ceniceros de metal reluciente o de cristal tallado... Aquellos cacharros que tenían el sello en papel dorado de tiendas que se llamaban El siglo XX, Bazar de la Unión, El astro rey, ya había algunos de Sepu... Y nos reíamos, nos reíamos, beso va caricia viene, mientras la casita, allá lejos, a la bajada del Cristo, cerca del río, iba poco a poco entonándose, brotaban los cuadritos hechos con reproducciones o grabados de libros, fotos de Estampa, labores de frivolité, alfombras caseras, barros populares con cardos o avena loca... Una desenvuelta alegría, vaya si lo era. Cuando llegó lo que llegó, aún estábamos lo que se dice pasmados, flotando en nuestro propio ensueño, bobalicones y ausentes... Fuimos los primeros asustados, se lo juro, aquella mañana ardorosa, cuajada de gritos enloquecidos, de algunos tiros al buen tuntún...

No voy a contarle ahora todo lo que ocurrió después, tres años largos, trescientos años largos de desazón, de penas agravadas, de pasajeros entusiasmos. Hubo que hacer mucho, figúrese, el pueblo estaba abandonado de sus dueños y de la mano de Dios. Tiene gracia esa acusación de haber asesinado, todos los del pueblo culpables, a una gente que nunca habíamos visto, vamos, es que ni por el forro. Los dueños de las tierras, de casi todas las tierras, sí señor, vivían aquí, en Madrid, o en otras ciudades, no aportaban por allí nunca, como no fuese a presidir   —46→   una procesión, o un funeral por el Rey no sé cuántos... Vaya usted a saber por qué los matarían, y quién. Pero en el pueblo... Allí se pensó en otras cosas: en acudir las mujeres a recoger lo que el campo tenía en sementera, y a cuidar las bestias ya sin hombres que las llevaran y trajeran, y a hacer de albañiles, y a cuidar los niños de las familias destrozadas por el frente o por los bombardeos, y a andar escondiendo por turno al cura, que se lo querían merendar y venían de los otros pueblos a buscarle, algunas veces de muy lejos, hasta que, al fin, pudo andar suelto por el pueblo, y labraba la tierra, repartía el correo y ayudaba a bien morir a algunos vejestorios que iban largándose con esa infinita pena de no ver a los suyos cerca... Y hubo que hacer el censo para el racionamiento, y escribir cartas, muchas cartas a los que estaban movilizados, a ver, ya le he dicho que Chucho era inútil para las armas, y hasta aprendió a poner inyecciones, y le gustaba oír por las noches el parte de la otra zona, en una radio sucia, ronca, que habían retirado unos amigos que se fueron. Cosas, cosas, qué ajetreo, había que hacer cosas, amanecía y oscurecía lo mismo, implacablemente, teníamos que vivir... Quién se atrevería a quedarse con los brazos cruzados, quién, adónde, dígamelo. Pues, entonces... Se nos podía pedir mucho, mucho, pero lo que no se podía exigir a la gente era sensatez, yo lo comprendo, en aquellos momentos era dificilillo, y, además, para qué pretenderlo, si nunca, ningunos, hemos sido sensatos, a la vista está, aquí todo lo que haga falta nos lo creemos, todo, la suerte, la protección divina, la sequía, todo, todo, pero no nos explicamos nunca nada, ay, si hiciésemos siquiera ademán de explicárnoslo. No, no le voy a repetir lo que fue aquello, usted debe estar harto de saberlo, han sido muchos y muy largos años repitiéndolo, recordándoselo a todo el mundo, y lo que es peor, recordándoselo sin matices, incluso con falsía, cuando lo oportuno habría sido hacer lo posible y lo imposible por cicatrizar tan honda herida...

A usted lo que le preocupa ahora es que yo le diga qué ha sido de mi hijo. He vivido solamente para que mi hijo supiera por mí, solamente por mí, sé muy bien que nadie me habría sustituido, por miedo, por cobardía, por necedad, sí, por todo eso junto, para que supiera, le digo, que su padre fue un hombre cabal, honrado y bueno. ¡Ah!, qué larga lucha, señor mío, qué enconada gusanera, abierta porque sí, todas las mañanas, en la cola de la churrería, en la escuela luego, en la iglesia cuando llegó el trance de la primera comunión, en el despacho de las cartillas de abastos, en la radio, que, también era casualidad, siempre hablaba de lo mismo al encenderla... Durante los diez años primeros de su vida, diez, doce, nadie más que yo podía decirle a gritos o bajito, qué más tiene, que su padre, fusilado por tal y por cual, fue un hombre cabal y generoso, ya se lo vengo diciendo. Salíamos a la calle y nos señalaban, y entrábamos en una tienda y, a la vez que nos reclamaban el dinero de antemano, nos miraban con asco, y las mujeres enmudecían o se volvían de espaldas, y siempre lo mismo, aquí y allá, durante tantos años, una quemadura inapagable, una violación secreta y prolongada, deshecha en salados rubores... Y el Jesusín iba creciendo, creciendo dentro de un viento que enceguece, que anula, al borde mismo -¡Dios mío, cuánto, cuánto lo temí!- de que llegara un día de la escuela y, al pedirme la merienda, me dijera que su padre fue un asesino, un incendiario malvado, con toda esa sangre de los discursos parlanchines encima, con todo el oprobio vertido día tras día, revuelto, de pronto, hambre y furia, contra mí misma... Por eso, en cuanto pude, le hice marcharse, lejos, poner la mar por medio, un viaje ancho de varias lunas y, me lo temía, tanto duele el desencanto, sin regreso...

Porque la vuelta, así, sin más ni más, qué sentido tiene. Ha crecido y ha tomado ya sus decisiones más importantes en otro aire, entre otra gente. Tendría, de volver, que empezar por aprender a saludar, familiarizarse con los hábitos, quizá con los nombres de la ropa, de las comidas. Inevitablemente caeríamos de nuevo en aquello cuando viese u oyese lo que se ve y se oye, desde la solapada voz apenas entreabierta, hasta los cartelones de los solares, de las fachadas pintarrajeadas. Cualquier frasecilla dicha a medias, nada, un relámpago, una media voz, un gesto de ojos o de manos puede despertar, avivándoselos, esos años malos, porque están ahí, emperrados en seguir, en dejar, quieras o no, el ronchón de su paso. Yo sé, ya ve usted hasta dónde le llevan a una las manías, que no entendería, en absoluto, vamos, pondría una mano en la lumbre, no entendería que yo, noche de los Santos adentro, aún deje una mariposa encendida, en la cazuela con aceite, hasta el día siguiente, una, una sola, así, ¿me entiende?, como testimonio... Una lamparilla por Chucho, por su padre, que nunca tuvo un funeral solemne, con público elegante y compungidas gesticulaciones en voz alta al acabar... La miro un poco, la mariposa..., casi no rezo, a ver, no me vienen las palabras a los labios, y sonrío, y me acuesto tranquila, y hasta me duermo enseguidita, hay que ir mañana al trabajo. ¿Tonterías, no verdad? Y cuando me voy, arropada en la niebla de las ocho, y el autobús suele tardar, me alegro mucho por dentro, al saber que allí está bien y sin frío, que a lo mejor, tal día como hoy, si estuviera aquí, se reiría mucho viendo a todas aquellas buenas piezas que no nos saludaban, que torcían el morro al vernos, y a sus hijas, repletas de ringorrangos, venga a hacer gimnasia a los gritos de la radio, un-dos-un-dos-un-dos, izquierda-derecha-izquierda-derecha, respire hondo, izquierda-derecha... para ver si se les bajan los humores. A buenas horas mangas verdes, me digo yo.   —49→   Y el autobús llega y hay que apretujarse, y oigo los comentarios sobre la última película de la tele, y pienso que él habla ya algo así, como en esas películas, y dirá esas palabras extrañas, y está al tanto, a la vez que yo, de lo que pasa por el mundo, y me siento feliz de ir guardando el dinerito que me manda, multiplicando una vez y otra por tanto, y me sale tanto y cuanto, luego llega el verano y nos juntamos un par de meses por ahí, por algún lado, que si Francia, que si Portugal, que si Italia, me envía el cuadernillo de los boletos, todo tan explicado, mire, mire, aquí guardo algunos, los de Italia no pude, me los recogieron en la estación de Barcelona al volver, que me quedé allí un par de días con unos parientes... Y yo me acurruco aquí, contenta, sí, he logrado lo que me proponía, he conseguido que no sepa lo que es el rencor, qué torcedor estéril, por eso no me entero de cómo habla, ni de qué, sólo hago comprobar, satisfecha, que vive, que anda, que sonríe, que los pasados agrores están, eso, pasados, el corazón limpio y las manos tendidas, y yo creo que la vida no sirve para nada, lo que se dice para nada, si no se logra lo que uno se propone, y, dese cuenta, repare, estamos lejos, separados y contentos, mientras que aquí... Tan cerquita y siempre tristes, malhumorados, encogidos, sólo nos unió la pena, y, así, usted me contará... Se acabaron los días de la feria sin dinero, contemplando todo con una nube turbia delante de los ojos, y espantándonos de todo. Ahora es todo tan distinto... Nadie debe morirse sin haber llenado bien bien llena su vida, y la vida puede rebosar con una sola cosa, créame usted. Una sola, y basta y sobra. Ahora, él, allá, repetirá lo de siempre, las primeras anginas, se ha casado el año pasado, o sea, le acabo de perder del todo, el sarampión, se leerá con avaricia los prospectos de las medicinas porque creerá que así se le pone bueno antes el chico, quiere que me vaya yo con él, aunque... ¿Dónde voy a ir que más valga?   —50→   Tanta espera, tanta agonía me han agujereado la vida, ya lo creo, tanto verano con sed, tanto invierno sola en la cama, frío, frío y más frío, tanta noche con los ojos abiertos me han dejado sin ganas de ver nada, ya no me queda sitio en la mirada... Yo estoy aquí, siento que se me pegan las suelas a la tierra, me amordaza un recuerdo, uno nada más, me sostiene una tapia, una pared que no conozco, con viruela de balazos, pero, ¿sabe usted?, se me figura verla tantas veces, acerco tantas veces los dedos a la ilusoria y horrible piquera... Él, allí, quizá hasta intervenga en los asuntos del colegio... Hará sus cosas, claro, y las hará bien, y luego se volverá por las tardecitas a casa, al calor de los suyos, verá la televisión o leerá el periódico, y no le quedará resquicio para el recelo, la oscura rabia contra los que no supieron legarle una patria mejor... ¿Ha pensado usted alguna vez en lo que vale eso, hacer tus cosas y volverte a casa contenta, sin sentir enemigos cerca, esa gruesa, volcada gana de ser buena con todos, de abrazar al que va solo, de notar, sonriendo, que hay cabezas que están pidiendo una mano en la frente, y que tú puedes ponerla y sentirte tú misma aliviada a la vez? Sí, todo puede lograrse, es cuestión de empezar, pero, créame, se lo digo yo, cuesta, cuesta mucho, sobre todo decidirse... ¿Ve cómo no hacía falta alguna decirle el nombre de mi pueblo? Claro, hombre, claro, qué necesidad teníamos de... En fin, Señor, qué le vamos a hacer, yo ya no quepo allí, volver, qué desatino. Estamos ya en noviembre. Ya ni siquiera olerá a leña quemada al anochecer, se ve que no es mi sitio...

Alonso Zamora Vicente







No hay comentarios: