C. K. Williams

Abismos

Estoy asomado mirando hacia abajo
una profunda hendidura de la tierra
donde minúsculos coches y gente
se mueve por su angosto fondo.
Aunque me protegen los brazos de mi padre
me doy cuenta de lo larga que sería la caída,
cuánto peligro: me encojo,
mi padre me agarra más fuerte.
¿Era aquello realemente una grieta?
No, comprendí después, mucho después,
que estábamos en un edificio cualquiera
asomados a la ventana mirando la calle.

Un libro de láminas: la luz del desierto,
un hombre y una mujer en sandalias,
túnicas color pastel, albornoces sueltos,
trabajando una especie de masa,
el hombre amasando en un comedero,
la mujer echándolo en una rueda.
Por algún motivo pensé que eran ángeles
en el cielo, practicando oficios humanos.
¿Había algo de cierto en eso?
No, el libro, en la escuela dominical,
representaba una escena cotidiana de la Biblia
en la que simplemente estaban haciendo tinajas.

Sólo tinajas, pero aquellas roscas de arcilla
oscurecían la luz como el color de la piel,
se entumecían bajo las manos de la mujer
y supe entonces de la turgencia de la carne,
lo que comprobaría más tarde, cuando
a solas con alguien en la oscuridad
cerraba los ojos y le acariciaba
con las manos y con la boca todo el cuerpo,
intentando experimentar un ideal,
participar de las radiaciones
que apasionadamente creía que existían,
y no sólo en la imaginación.

O, con el amor mismo, el amor
que viene a mí sin demora, tan
intenso, tan convincente cada vez,
y que cada vez me destruye
cuando se enturbia y se derrumba
dejándome solo con el recuerdo de su presencia.
¿He vivido alguna vez el amor verdadero?
¿Lo he pervertido si fue así?
Incluso ahora siento un miedo helador
al pensar que podía no haberte encontrado,
mi amor, o no haber creído en ti,
y andar rodando aún sobre otro techo.

C. K. Willimas



Biopsia

¿Te he contado, amor, lo que me solía
ocurrir antes de conocerte?
Al principio parecía un sueño –estaba en la cama–
luego sabía que no –aquello me despertaba–
desde el principio resultaba aterrador, me causaba pasmo.

La aguda, percutiente cadencia de un zumbido
demasiado alto como para poder soportarlo,
se convertía en una espiral de materia audible
y me presionaba de tal forma
que estaba seguro de que me desgarraría.

Intentaba decir algo que parara aquello,
pero me tenía completamente atrapado,
me quedaba paralizado, luego, cuando el miedo
traspasaba un límite, lo intentaba otra vez: esa vez
gritaba en voz alta, y se detenía.

Temblando, volvía en mí, como
la noche de tus pruebas que me desperté
estremecido, asustado por ti, por ambos,
el miedo traspasándome más enrabietado
aún que ante aquella visión de aniquilación total.

Era como en aquellos días tan desolados:
no podía acudir a ti para tranquilizarme
no fuera que te asustara, no podía abrazarte
por miedo a despertarte en tu propia ansiedad,
así que me quedaba allí tumbado, sin ayuda, mudo.

Los resultados fueron “negativos”; ahora
puedo contarte aquellas horas en las que mi vida,
sin tocarte pero protegiéndote,
sin hacer ruido pero gritando por ti,
se partía de nuevo por la mitad de lo que es sin ti. 

C. K. Williams o Charles Kenneth Williams



Desnudo

Orinando a la puerta de una cabaña
bajo una ráfaga de viento antes del amanecer
en la tierra de dóciles colinas de Gales,
salpicada de granjas, cercados y setos,
pero bastante singular aún, con escarpados
pastos, manchas de bosques sombreando
marañas de senderos donde sólo cabe un coche,
por donde puedes perderte durante un rato,

así, desnudo bajo el angosto dintel,
ante una oscuridad poco asustadiza,
expuesto a una brisa limpia y clara
de cadencia serena y palpitaciones
templadas, un aire suave, lánguido,
que todo lo palpa y parece traspasarte,
cómo no deleitarse en imaginar que el primer baño
del amanecer te purifica a ti también,

graneros, árboles y abigarrados arbustos
viviendo en sí dentro de ti;
y entonces el alba, el chirrido de los pájaros
al despertar, y el silencio, también, dentro
y fuera, cuando te vuelves, dejando a la espalda
la vieja puerta entreabierta
para respirar los últimos manojos de noche,
la ya obstinada fragancia de los campos.

C. K. Willimas



Dinero

¿Cómo fue que el dinero se nos metió en el alma; cómo fue que el
       dólar y sus centavos remontaron el fango
para abrirse paso hasta lo más hondo de la conciencia, y —uno
       diría— hasta la carne misma ?

Apetitos sin objeto, necesidades infinitas cual bacterias que
       producen fiebres y dolor,
variados virus que carcomen las neuronas e infectan incluso los
       santuarios del altruismo y la autoestima.

Quisimos que el alma fuese grande, sensible, sagaz, omnisciente,
       que todo lo abarcara, pero no esto,
no el dinero bramando, con batallones armados de signos de más
       y menos levantando campamentos de beneficios y pérdidas,

no la alegría convertida en cálculo, la vida haciendo cuentas,
       computando intereses con un puñado de guijarros:
no este sentimiento de desdicha, esta herida dolorosa e irrestañable,
       esta afrenta que debe ser vengada a toda costa.

Codicia, corrupción y descomposición; esta enfermedad, esta
       compraventa miserable;
alma contra alma, garras de tungsteno cáustico: ¿qué es lo que nos
       han hecho, qué es lo que hemos hecho?

C. K. Willimas




"El advertir la fragilidad de mis convicciones, por más sinceras que éstas pudieran ser, el aprender a confrontarlas y a ser más riguroso, más honesto […], me permitió ubicar mis poemas en una situación central con relación a mi experiencia, a mi manera de luchar para ser plenamente humano."

C. K. Willimas



El tren

Llevamos una hora detenidos junto a una hilera de fábricas cubiertas de graffiti.
Todo este tiempo la persona a mi lado no ha hecho otra cosa que hablar por su celular;
Me exaspera escuchar cada una de sus palabras, es imposible pensar en otra cosa.
Me siento atrapado. Asomo por la ventanilla y miro una liebre entre los ennegrecidos matorrales.
Justo en el momento en que la veo, se vuelve a mirarnos y se paraliza, sobresaltada.

Limpia, lustrosa, la carne firme bajo el fino pelaje, es adorable,
Me hace pensar en los niñitos que pasan por nuestra calle rumbo a la escuela
Con su inconsciente encanto, y lo mucho que uno querría volver a tener esa belleza.
Fantaseo entonces con la idea de volver a un estadio más salvaje
Para que la criatura se entere de mi admiración y a su vez me reconozca.

Todo este rato he sentido unas terribles ganas de estar junto a ella,
Como si ella fuese la encarnación de un misterio, una imagen de lo sagrado.
Pero si acaso advierte mi presencia no le importa, y cuando comenzamos a movernos
Permanece inmóvil en la grava negra —orejas y bigotes alertas—
Para cerciorarse de que nos hemos marchado antes de continuar su camino.

El tren empieza a cobrar velocidad, los pueblos se difuminan, la voz a mis espaldas martillea,
El calor en el vagón es sofocante pero en los campos los pastos están cubiertos de escarcha.
Imagínate estar allá afuera, solo, transido por el miedo y el frío,
Ante ti los bruñidos rieles, a tu alrededor un silencio colosal, inmenso,
Que sólo ahora comienza a menguar, a causa de una ráfaga de viento, del ensordecedor crujido de una
       rama.

C. K. Willimas


En el metro

En el Metro me veo obligado a pedirle a una muchacha que mueva las bolsas que
lleva a su lado para hacerme un espacio.
Va leyendo, un pie apoyado en el asiento que tiene enfrente, y apenas levanta la vista
para acomodarlas a su costado.
Me siento. Saco mi propio libro —Cioran, La tentación de existir— y advierto que
aparta la mirada del suyo
Para mirar el título del mío. En ese momento, ella —diría Gombrowicz— “se afirma
físicamente”, es decir,
Se hace presente de una manera en que no lo había estado: aunque no se ha movido,
se ha permitido
Destacar de una manera más nítida, más accesible a mi percepción sensorial,
de modo que no puedo sino
Advertir su impresionante figura y su muy bronceada piel (las muchachas se ven literalmente
doradas al final del verano).
Echa el cuerpo hacia atrás, y cuando el tren se bambolea y su brazo roza el mío
no lo retira;
Parece permitir que nuestras superficies se unan: los vellos de nuestros antebrazos,
sensibles, vivos
—dolorosamente vivos—, informan que se ha tocado a otro ser, que ese otro ser ha sido
percibido y, así, reconocido.

Comprendo que ella de ninguna manera ofrecerá más que esto,
y en realidad no deseo más,
Me basta con ser asaltado por una oleada de calidez que luego se convierte
en algo casi opuesto:
el recuerdo de una muchacha por la que suspiraba desde lejos; estaba sentada
al otro lado de la mesa en la biblioteca de la escuela,
Creí que nuestros pies se habían tocado, y luego habían vuelto a tocarse, y entonces,
con todo lo que deseaba que significara ese contacto,
Me di cuenta de que no era su carne lo que mi carne en ese rutilante instante había tocado,
sino una pata de la mesa.
La joven mujer de hoy retira el brazo, se levanta, se opone a la inercia del tren
que se detiene
(Gombrowicz otra vez), avanza rápidamente hacia la puerta del vagón y desciende,
sin volverse a mirar ni una vez
(para mi alivio) y me concedo el pensamiento de que, a pesar de que debo
haber sido para ella
tan impasible como esa mesa de mi juventud, tan de madera, tan indiferente, quizás
por un momento no lo fui.

C. K. Willimas




“... es una maravillosa especie de fusión de voluntad, sumisión e inspiración que, en los mejores momentos, parece ocurrir a través de ti en vez de que tú la hagas ocurrir. Hay muy pocas cosas así en el mundo… tu conciencia se transforma en la conciencia de algo más.”

C. K. Willimas



Gotas

Incluso cuando arrecia un poco la lluvia
sólo una hoja de cada vez del pequeño árbol
que plantaste en la galería el año pasado,
luego otra hoja, y otra más,
se estremece por el constante goteo,

pero la lluvia, las nubes en tropel sobre la ciudad,
tú dentro al piano, la música vacilante
mezclándose con el estrépito del chaparrón,
el chorreo de los arroyuelos liberado por los aleros
la barandilla de hierro y las chorreantes canaletas,

todo eso se amalgama en mí con tal intensidad
que no puedo sino preguntarme por qué mi anhelo
de vivir eternamente se debilita tanto que apenas
vuelvo a percibirlo, y nunca como antes,
como lamento por no ir de vida en vida,

sino más bien como acodadura de instantes como éste,
efímeros como la neblina que se estira por los tejados,
enfáticos como cualquiera de las notas del nocturno
que practicas, la tormenta vacilando retardada
en su propio tránsito radiante, una y otra vez.

C. K. Willimas



La cama

Camas que chillan, rechinan, se acallan; camas que saltan, se plantan
       inmóviles cual montañas;
camas anchas como una pradera, estrechas como un desfiladero, tan estrechas
       como la plancha por la que desfilaban los condenados en un barco.

Chillé y rechiné, arremetí y salté; me cubrí los ojos y salté
       desde la plancha.

Camas orgullosas, camas inmaculadas, camas tímidas y tensas; camas subyugadas
       que sólo desean ser subyugadas;
pequeñas camas atildadas, perfumadas apenas y sin huellas, camas tan poco usadas
       que hay que darles una patada para que funcionen.

Admiré, canté alabanzas, halagué y adoré; suspiré y me sometí,
me solacé, me consolé y acepté la patada.

Lechos de Procusto dueños de conciencias tan afiladas como las navajas
       que cortan la oscuridad sobre tu cabeza;
lechos como los trabajos de Hércules, establos y serpientes; Sansón, hundido en la ceguera,
       y Noé, llenó de terror.

Cegada por el deseo, desperté horrorizada, atada, fatigada,
       la conciencia hecha jirones.

Camas que sollozan, camas que se afligen y suplican, camas pesarosas con historias
       que amplifican la tuya,
de manera que caíste de hinojos entre sus dolorosos ecos como en las profundidades
       de tu propia locura.

me arrodillé, sollocé y me arrepentí, vendé mis muñecas,
       suspiré por el embrión perdido.

Un país entero de camas, un cosmos, y entonces, cómo es que aun así pudo pasar,
       la cama en el fin del mundo,
tan acogedora como el mundo, arca, fortaleza, luz y delicia, las otras camas
       olvidadas, y propensas al olvido.

Una cama que cantó enmedio de la oscuridad y despertó cantando
       como si el mundo mismo hubiese despertado;
dos camas unidas como una, lecho de llegada, aceptación, paciencia,
       lecho de infatigable ardor.

C. K. Willimas




La gama

Al anochecer, ante un sendero, un arroyo,
nos detuvimos, yo nervioso y desanimado
por el sufrimiento de alguien a quien amaba,
la gama con su eterna alarma incipiente.

Nada se movía, sólo su oreja rotante,
el tinte rojo del sol brillaba alrededor
tomando un color que sólo he visto
en la foto de un niño en una matriz.

Nada más se removía, ni una hoja,
ni el aire, pero se asustó y salió disparada
de mi lado hacia el crepitante matorral.

La porción de angustia que a veces
me libera huyó con ella, el resto,
en la inclinación de la última luz, se asentó.

Charles Kenneth




Suciedad

Mi abuela me lava por dentro la boca
con jabón; ha pasado más de medio siglo
y todavía viene a mí
con aquella cruel, dura barra amarilla.
Todo por una palabra que dije,
que ni siquiera dije, sólo repetí,
pero Abre, dice, ¡abre la boca!
sujetándome la cabeza con la mano.

Ahora sé que su vida fue dura;
perdió tres hijos cuando eran bebés,
luego se murió su marido, también,
dejándola con hijos pequeños, sin dinero.
Me sostenía ante el fregadero para mear
porque nunca había sitio en el baño.
Pero, ¡oh, aquel jabón! ¿Fue quizá su acre sabor
lo que hizo de mí un poeta?

La calle en que vivía no estaba pavimentada,
un apartamento de dos habitaciones estrechas y
la fétida cocina en la que me cazó al acecho.
¿Me atrevo a admitir que después de aquello
nunca volví a quererla realmente?
Vivió hasta los cien, y ni así.
Fue una época triste, de penurias,
pero nunca, hasta ahora, la quise de nuevo.

C. K. Willimas



Una estudiante, una joven, en el pasillo del cuarto piso de su liceo, posada en el alféizar de una ventana abierta charlando con amigos entre clases; un profesor pasa y la riñe, Ten cuidado, puedes caerte, casi tiernamente la riñe, Puedes caerte, y la joven, dieciocho, realmente una niña, aunque ella no piense eso, tan inteligente como es, primera de su clase, y Preciosa, también, le dicen con frecuencia, sonríe de vuelta, y se inclina en la ventana abierta, que ni siquiera estaría abierta si fuera invierno, si fuera invierno alguien la habría cerrado (¡Cerradla!), se inclina en la ventana, un poco más, todavía sonriendo, más y más, aunque ocurre en menos tiempo que aquí, sólo un instante, y se deja caer. Se deja caer.
Un impulso casual, un capricho, jamás imaginado hasta ahora, incluso ahora difícil de imaginar…
No, más que un impulso o un capricho, la chica sabe lo que hace, la chica quiere decir algo, la chica quiere significar, porque, se le ocurre en ese instante, que preciosa o no, inteligente o no, no es quien es, no es la persona que es, y la razón, de pronto entiende, es que ha habido tanta premeditación en su vida, tantas maquinaciones y planificaciones, no hay casi nadie donde está, o si lo hay, no es ella, o no ella del todo, es un yo habitado, tomado por ella, y aparentemente mientras lo piensa sabe lo que ha faltado: gracia, no premeditación pero gracia, una especie de estar en el mundo espontáneamente,  con gracia.
Pesado sobre mí era el mundo.
Pesado este yo que adorna el mundo pero nunca del todo a sí mismo.
Pesado este yo que me aplastaba, mi liberación que es lo que deseo y lo que consigo.
Y la chica recuerda, en este instante infinito dividido ya tantas veces, la tristeza que sintió una vez, sin casi entender que la sentía, sólo por habitarse a sí misma.
Sí, la chica cae, absurdo caer, hasta la tierra con su obsesión de atraer hacia ella todo lo que cae debe saber que la caída es absurda, pero la chica que cae no soy yo, o ella soy yo, pero un yo que adopté por voluntad propia sobre mí.
Eterna. Con gracia. Esto ocurrió.

C. K. Willimas
This Happened













No hay comentarios: